¡Qué
título tan acertado! Hace tiempo vi en televisión una película protagonizada
por Katharine Hepburn y Spencer Tracy; disfruto aún con cualquier película en
la que salga esta actriz, creo que fue una adelantada a su tiempo y eso se
notaba incluso en el mundo ficcional en el que nos introducía. La película, La costilla de Adán, es la lucha por la
consideración de la mujer no sólo como señora de, sino como señora, profesional
de cualquier campo laboral.
En
fin, 65 años después, Antonio Manzini
escribe La costilla de Adán, el segundo caso del subjefe Rocco
Schiavone.
Leí
el primero, Pista negra, y me declaré fan del autor y de su creación. He
leído este segundo y pienso leer todo lo que escriba de este policía, destinado
en Aosta tras darle una paliza (que lo dejó tuerto y cojo) a un violador de
niñas. Pero Rocco se tomó la justicia por su mano y el padre del violador era
un político importante.
En
esta entrega, Schiavone sigue sin habituarse al frío de las montañas, entre
otras razones porque su abrigo Loden no está preparado para esas temperaturas y
sus zapatos Clarks no resisten la nieve. Sigue hablando con Marina, su mujer
asesinada cinco años atrás, de la que aún está enamorado «Marina es celosa de su calor. Siempre lo ha sido. Yo del mío no. Se lo
daría todo. Se lo daría todo con tal de volver a abrazarla». Sigue
manteniendo su escala de «tocadas de
cojones» con las que pueden molestarle en su trabajo, Sigue hablando mal a
ciertos subordinados un tanto inútiles, aunque confíe plenamente en su equipo y
sigue impartiendo justicia a pesar de que no entre en sus competencias «—No eres juez […] —No puedes hacer siempre
las cosas a tu manera». Pero creo que no será la última vez pues todo en su
vida gira en torno a Marina, alguien que ya no forma parte de la existencia,
por lo que nada lo ata tan fuerte a esta realidad como para temer alguna
represalia.
En La costilla de Adán una mujer aparece
ahorcada en su casa, aunque por las marcas del cuello todo hace pensar en que
primero fue asesinada y luego colocada para simular un suicidio. Las pruebas van
apuntando a un culpable, sin embargo hay algo que no le cuadra al subjefe
Schiavone. Curiosamente el propio diario de la muerta le dará la solución y
será Rocco quien, una vez más, sentencie la pena.
Antonio
Manzini denuncia esta sociedad deformada a través de otro “héroe” que se suma a
todos aquellos que nos hacen soñar con un mundo mejor, a pesar de ser tan
antihéroes que a veces cuesta encasillarlos en el lado correcto de la ley.
Nadie es perfecto. Rocco Schiavone tampoco, pero hay en él un no sé qué
sentimental adorable y tanta rabia contenida que lo hacen más atractivo
todavía. «—Hazme un favor —[…] escupe ese
chicle o hago que te lo tragues […] Y entonces, de improviso, le endilgó un
puñetazo en la barriga; el chico se dobló en dos […] Fabio Righetti se había
tragado el chicle».
El
protagonista es el eje de la novela y la novela es más que Rocco; a su
alrededor trabaja un equipo que retrata con ironía la sociedad actual, incluso
esa que creemos idílica, entre montañas, donde la belleza del paisaje es directamente
proporcional a su inclemencia y en la que las pasiones más bajas del ser humano
desentonan sobremanera en un lugar que casi toca el cielo.
El
autor aprovecha estas discrepancias para retratar cuadros sociales típicos que
permiten adivinar su labor como director de cine. Manzini nos deja una literatura
de calidad que además nos divierte, nos entretiene con una estructura actual
influida por la técnica narrativa de los mass
media. Los personajes adquieren significado en un emplazamiento duro aunque
sublime, por eso necesitan ayuda, evolucionan, se adaptan, sufren, hasta que
consiguen centrarse para cumplir su función, para trabajar con la miseria
humana sin que el entorno pierda su encanto, «bajo aquella luz amarillenta los copos volaban como polillas, a
centenares, lentos y majestuosos. Le cayó uno en la mejilla. Rocco se lo secó.
Alzó entonces la vista al cielo color acero y los vio abalanzarse sobre él por
decenas. Surgían de la oscuridad y tomaban cuerpo a pocos metros de él».
En
ocasiones podemos pensar que en la trama se insertan datos, situaciones o
hechos irrelevantes, pero están ahí con pleno derecho porque redundan en la
fascinación del lector y en el conocimiento que este puede llegar a tener del
protagonista. La novela policíaca de Manzini no usa la literatura como un
laboratorio científico sino que, además de observar las complicaciones de la
realidad les aporta vida y las empapa con la vida de Rocco Schiavone; de ahí
que estemos ante una obra de arte que nos deleita e inspira y nos permite
vislumbrar las sensaciones del autor para que reflexionemos con él.
No
es que se dé una trinidad autor, narrador, personaje porque no es una
autobiografía, pero sí hallamos un dúo narrador protagonista que denuncia no solo
lo que ve y se demuestra legalmente, también evidencia las irregularidades
intuidas por el autor, esas que quedan invisibles, por lo que si se castigan
indirectamente el daño no puede salir a la luz, porque lo dañado es algo
fantasma. «Rocco se despidió y salió del
despacho pensando que un ciclotímico como aquél no debería estar en la
fiscalía, sino en una casa de reposo para ponerse hasta las cejas de medicinas
y curarse con largos paseos meditativos».
Con
un final rápido e inesperado, Rocco lanza un guiño al lector al dejar
encubiertas ciertas actuaciones no del todo legales. Son gestos textuales que
tienen una correspondencia con la intención de Manzini para conseguir el efecto
propuesto. En este caso la tolerancia cero ante el maltrato de sexo.
Ninguna mujer ha de quedar oculta entre las humillaciones, los golpes o los asesinatos de los hombres. Si ellas no tienen el valor para denunciarlo siempre debería haber alguien que las ayudase para que casos como el suyo no volviesen a ocurrir. El autor vuelca en Rocco la capacidad de conseguir este deseo, por eso el subjefe ficticio se nos hace tan real, tan cercano. Todos llevamos dentro algo de Schiavone, de ahí que desde el primer momento empaticemos con su ira, su sarcasmo, su dolor, sus actos intimidatorios y su compenetración con los débiles. Y quedamos atraídos porque estamos ante buena literatura, en la que los rigores formales de su construcción están supeditados a la posición ética de garantizar el placer del lector.
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