Me
enfrento a una crítica literaria con un enorme respeto y, por qué no admitirlo,
con bastante reparo. El autor es uno de los grandes, probablemente el mejor
novelista actual, y como todos los grandes tiene sus detractores, envidiosos la
mayoría de veces. A Javier Marías no
le hacen falta críticas, creo que apenas lee alguna; conoce el sistema
editorial y el de premios, sabe que no todos los reconocimientos se los dan a
los mejores, al menos aquí en España. Pero él ha sido valorado y galardonado
mundialmente. Tenemos el honor de contar con un genio universal, por eso leo
sus novelas, y no sé qué decir sino admirarme.
Acabo
de terminar Los dominios del lobo y, por más que lo intento, no puedo
concebir que fuera escrita con 17 años, tal es su maestría. La novela,
publicada en Alfaguara, cuenta con un índice que divide el libro en dos
prólogos, un epílogo de 1999 y Los
dominios del lobo, así, sin apartados.
Pues
no tendrá capítulos, pensé yo. Empiezo a leer y me introduzco de lleno en la
familia Teager, presentada con una narración clarísima y, sobre todo,
divertida. Apunta a algo de novela decimonónica, en la que tras una exposición
de sus componentes comienza a narrar cómo y por qué desaparecieron algunos,
causando la desgracia de la estirpe, y termina con el anuncio del éxito de tres
de sus hijos. Pero no hay tragedia en la narración del drama familiar sino un
punto de humor sarcástico al contar las fatalidades sufridas; el narrador no
ahonda en los sentimientos de los personajes por lo que no llegamos a
congraciarnos con ellos, tenemos la impresión de estar ante las escenas
iniciales de una película que presentan la situación de lo que vamos a ver
después, «Nunca más se supo de los miembros
de la familia Teager, excepto de Arthur, Edward y Milton, que lograrían la
fama».
Aquí
termina el relato y se abre otro con un personaje distinto, al que descubrimos
a través de una hipérbole humorística «Cuando
Osgood Perkins se quedó sin trabajo por undécima vez en menos de un mes,
decidió que […] no era necesario trabajar».
Pensé
entonces que el libro era un compendio de relatos, así que, con este talante
continué la lectura. El absurdo del primer “relato” se intensificó en el
segundo hasta hacerme reír en varias ocasiones, tal es la ironía que va
marcando los diálogos. Y, de pronto, como quien no quiere la cosa, uno de los
Teager se cuela en la vida del presidiario “iluminado” Owen el Gamo, quien
adoptó, en la cárcel, como profeta heredero al citado Osgood. Por el relato de
Owen podemos situar a uno de los hijos de aquella familia venida a menos: «me echó de su casa por un tipo de Chicago
que se llamaba Milt Taeger, un gánster rico y famoso». En ese momento lo
entendí, o creí hacerlo. La novela está dividida en secuencias-escenas que se
corresponden con relatos-capítulos y pueden leerse con total entusiasmo bien
por separado, bien como unidad (es una novela fresca, divertida, que a su vez
tiene escenas policíacas, negras, de amor, corrupción…) o, lo que es más
sorprendente, podríamos estar ante el rodaje de una película del cine
norteamericano en su época dorada.
Algunos
capítulos incluso parecen el guion de una película, con el comienzo panorámico
que presenta la situación «Los esclavos
negros de la familia O’Loughlin […] Los capataces blancos estaban lejos […]
dejaron sus faenas y pararon de cantar […] la figura del jinete se hiciera más
visible. Éste avanzaba lentamente, al paso…», el argumento, con un posible
libertador incluido en la Guerra de Secesión, y el final, de los que quitan el
aliento pues se intuye que morirán todos. De hecho, tras el desvanecimiento de
los últimos diálogos, como la aclaración final que aparece en algunos films, se
narra lo que les sucedió a los personajes en el futuro.
Los dominios del lobo es una novela original. Unos
personajes se van enredando con otros en espacios diferentes o iguales,
siguiendo la línea temporal o alterando el orden cronológico de los sucesos con
el uso del racconto, pues a veces el
argumento avanza de forma lineal y otras introduce un capítulo-secuencia que da
vida a una leyenda antigua contada varias escenas antes.
En
fin, la novela es una locura perfectamente pensada, en la que no faltan
capítulos del cine dentro del cine, como una metaliteratura cinematográfica que
no hace sino confirmar el genio de Javier Marías. ¿Con 17 años? Parece
imposible y si he admirado a este escritor desde que lo leí por primera vez, ya
no recuerdo si en novela o artículos periodísticos, ahora es auténtica devoción
lo que siento.
¿En
algún momento se decidirán a darle el Premio Nobel de Literatura?
La
novela Los dominios del lobo es mucho
más que una historia familiar, pues no se limita a los Teager; podría ser la
crónica novelada de los EE.UU. a través del cine. Una sucesión de
capítulos-relato que van uniendo personajes hasta conformar una historia
genealógica en la que no aparece la primera persona reflexiva a la que nos
tiene acostumbrados el autor, sino que el narrador, en tercera persona testigo
de los hechos, funciona como una cámara para ponernos en cada momento en la
situación que le interesa, consiguiendo que el lector se intrigue, sufra, ría y
disfrute en todo instante.
La
novela, vista desde la actualidad, parece anunciar el discurso en espiral en el
que las digresiones del narrador se acumulan para cobrar sentido en un momento
determinado. El humor no es tan reflexivo como el de sus novelas de madurez,
sin embargo la ironía que trasluce avisa de que los hechos no tienen un sentido
único. Todo es consecuencia de circunstancias anteriores.
Los dominios del lobo es una novela intrincada, los relatos
se ramifican y unos esclarecen lo ocurrido en otros, pero por separado también
están dotados de cuerpo y estructura, de coherencia y cohesión. El verdadero
protagonista es el narrador, esa cámara que dosifica la historia según crea
conveniente, algo que después será una seña de identidad en Javier Marías.
Otra
marca fundamental del autor, el paso del tiempo, también despunta en su primera
novela cuando acumula personajes en el cronotopo. Asimismo comienzan a aparecer
las divagaciones tan características, como simple digresión, que formarán parte
de lo primordial en el argumento de un capítulo posterior (o anterior). El
joven Javier Marías ya era consciente del poder de la palabra, por eso el
narrador se expresa con minuciosas descripciones que revelan la importancia
concedida al lector, pues lo hacen confidente de la historia. Por eso no podemos
bajar la guardia ante hechos absurdos que parecen no tener sentido. Todo es
relevante. La gran epopeya de los habitantes blancos de EE.UU. da la vuelta y
es vista desde la perspectiva de un negro, posible libertador de negros, con lo
que la conquista del Oeste queda en entredicho, «Tenemos que robar. Tenemos que hacernos fuertes, tenemos que destruir
las granjas, tenemos que sembrar el pánico, y tenemos que matar a los hombres y
a las mujeres blancos». Qué ironía, la novela es un calco de lo que el hombre
lobo blanco ha venido realizando en su conquista de América del Norte, América
del Sur, África, el mundo.
Y qué maravilla que un chico de 17 años fuese consciente de esto, y que 50 años más tarde siga fascinándonos con su genialidad y honradez.
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