domingo, 20 de junio de 2021

UN ÁNGEL EN CARABANCHEL

A finales de la década de los 70 se emitió en España una serie estadounidense, que aún sigue reponiéndose en televisión. La serie tuvo un éxito inmediato a pesar (o gracias a ello) de su protagonista, el teniente Colombo, capaz de descubrir cualquier asesinato por muy bien tramado que estuviese. Pues Un ángel en Carabanchel me ha recordado al personaje de la serie, Carmelo Latorre, el Lato, un inspector de policía recién jubilado que deja Madrid para vivir sus últimos años en Asturias. El Lato conduce un Peugeot, como el policía de Los Ángeles. El teniente fumaba puros constantemente y nuestro inspector es un dependiente de los Bull Brand. Colombo, aunque nombra constantemente a su mujer, siempre va solo. El Lato también, es viudo. Colombo tiene a Perro, un perro que lo acompaña en su investigación, mientras que el Lato se comunica confidencialmente con su gato, Colombo (puede que por eso empezase yo a asociarlos). Pero lo más importante es que los dos policías resuelven sus casos partiendo de una pista ínfima. Creo que no hay más similitudes, pero me parece un homenaje a uno de los detectives más longevos de la pequeña pantalla. Ojalá el Lato disfrute de una vida similar.

Jorge García es el creador de Carmelo Latorre. Con Asier empezó a demostrar sus dotes para la novela detectivesca en El nudo perenne. Ahora le ha dado vida al Lato, el antihéroe por definición, un hombre mayor, sin atractivo físico, sin empatía, torturado eternamente por lo que ha tenido que vivir como policía, escéptico en cuanto a la sociedad en la que se ha desenvuelto hasta su jubilación, pero de una inteligencia superdotada, tanto que entre sus compañeros es llamado «el 180»; por eso, cuando llega a Asturias para comenzar una nueva vida, su amigo Pascual, guardia civil, le presenta a Patricio, un colombiano que se ha pasado 30 años buscando sin resultado a los asesinos de su hermana Coral. La policía cerró el caso, pero Patricio tiene informes bastante incoherentes y no se ha dado por vencido. A pesar de que el Lato se niega a colaborar en la búsqueda, la desaparición de Reme, su vecina de Madrid, lo lleva a relacionar ambos crímenes y resolverlos a la vez.

Aunque Carmelo Latorre es un policía, no creo que Un ángel en Carabanchel sea novela policíaca porque en realidad no hay enigmas por resolver, de hecho comienza in medias res, desvelando la tortura de Reme y anunciando su muerte «ese olor, nauseabundo e insoportable, debía de ser precisamente el aroma que desprende la muerte para anunciar su llegada». Misterio no hay, pero desde la primera página el lector queda sobrecogido y en tensión hasta el final. Un ángel en Carabanchel tampoco se caracteriza por la interpretación racional del policía que lleva el caso para dar a conocer una sociedad que quede descrita en sus acciones, como suele ocurrir en las novelas policíacas, donde la razón es lo que realmente sostiene la sociedad, donde la investigación de la muerte se aborda desde el momento en que destruye la estructura social, con la intención de que todo vuelva a la normalidad. Aquí nada vuelve a ser normal.

La novela de Jorge García tiene un trasfondo pesimista; de hecho es más que novela negra. En sus páginas se desconfía del sentido que pueda tener el universo, el mundo es un espacio ilógico que no hay forma de ordenar, «…el convoy se puso en marcha. A Reme […] se le antojó haberse convertido en una pegatina adherida al cristal del vagón». El mundo de Reme es hostil, especialmente premonitorio, del que es imposible salir indemne. Carmelo Latorre ha pasado 37 años en ese espacio violento donde la vida no vale nada, «En dos días la gente se habrá olvidado del asunto». En este contexto, la muerte de los más desfavorecidos no genera intriga porque es la consecuencia de la corrupción a niveles elevados, judicial, eclesiástico, castrense.

La investigación del asesinato pasa por una reflexión sobre el ambiente donde se ha desarrollado y el lector es capaz de discernir la importancia que adquieren la injusticia social y la violencia subyacente «—Trinca a esos hijos de puta. Y si tienes ocasión no dejes que vayan a juicio».

He comentado antes que Un ángel en Carabanchel es más que novela negra. Hay un puente que nos lleva directamente a la novela criminal; en el que la reflexión sobre la investigación y los delitos cometidos se complementa con hábitos y referentes de determinadas comunidades, de manera que tenemos muy clara la diferencia entre los colectivos que andan en juego y somos conscientes de que los poderosos no van a perder, por vía judicial o legal, porque están respaldados «No debes inquietarte. Este número está ahora registrado a nombre de un muerto» y de que los humildes seguirán en su agujero, «la mujer se contempló el delantal anudado a la cintura y las piernas sin depilar». Estamos seguros de que es una novela criminal cuando la sentimos testimonial «El Lato se quedó unos segundos contemplando el devenir de un país acostumbrado a bostezar y a no tener opinión».

La perspectiva polifónica de la narración es evidente, la tercera persona, casi omnisciente, permite un punto de vista objetivo e incompleto de la situación; el enfoque de este narrador es intencionadamente parcial, desde el momento en que pone límites al conocimiento de la historia para que algunas partes queden en penumbra; el narrador no puede llegar a la mente de todos los personajes ni al conocimiento total de los hechos. Como si se tratara de una cámara cinematográfica cuenta lo que ve al tiempo que deja paso a la primera persona del monólogo interior, del pensamiento, de lo escrito en el diario, de lo expresado en las cartas, para que sean los mismos personajes quienes revelen su personalidad.

Hay cierta complejidad armónica en una narrativa totalmente dura que aparece reflexiva en el narrador al tiempo que se suelta en diálogos totalmente espontáneos. La estructura va más allá de introducir analepsis o prolepsis; los saltos temporales se suceden, casi atropellándose, para que el secuestro, tortura y muerte de Reme nos mantengan atrapados o nos den un respiro tranquilizador, según quiera el autor.

La fluidez dialógica acompaña a la intriga y la angustia, a la dureza probatoria que representa, porque el caso de Reme, tal y como atestiguó Coral, la asesinada treinta años atrás, puede ser el de muchos menores desaparecidos sin que la justicia haya velado por ellos. La novela es una mezcla de suspense y thriller que no da tregua al lector hasta que no llega al final. Será entonces cuando establezcamos el perfil completo de los personajes.

Los asesinos no tienen motivación para actuar, el autor los ha relegado a sádicos psicópatas, gente poderosa que disfruta infligiendo dolor. No hay solución para ellos. Son dioses que todo merecen, desde su propio placer hasta el dolor ajeno y cuando el daño no ha sido suficiente, se encolerizan. Son odiados y temidos por los mortales, gente miserable dispuesta a ofrecer su cabeza por mitigar algo el sufrimiento «Se ha declarado culpable […] El fiscal debe de haber ofrecido una condena de risa […] y el abogado del muchacho, que no es tonto, le ha aconsejado aceptarla». El lector es incapaz de sentir algo de empatía, experimenta un rechazo absoluto ante mentes que se han ido pudriendo junto a los cuerpos con el paso del tiempo, son personas que han involucionado para dejar su podredumbre en un entorno determinado que, para los que viven allí, representa una tela de araña de la que no pueden escapar aunque se dan cuenta tarde, «Todo es mentira. El dolor es mentira. La vida es mentira».

La brutalidad que implican las confesiones en primera persona supera las trabas de la ficción, por eso aparece el narrador en tercera persona, para tomar distancia del personaje aludido. Sin embargo este narrador no consigue despegarse del Lato, antes bien, lo acerca al lector mediante la admiración y la ternura que despiertan algunos animales. Como aquellos con los que se compara, Carmelo hace gala de una total espontaneidad. A través de la animalización lo vemos imperfecto aunque profundamente humano. Su cuerpo de barril le aporta un aspecto agresivo y vigoroso «se interesó el Lato; inclinando el cuello de jabalí» «volcó el líquido en su boca de hipopótamo», aunque es noble y resistente «le dirigió una mirada suspicaz, de mulo resabiado». Fuerte y salvaje, puede atacar si se siente amenazado, «le recriminó haciendo descender el bigotito […] que por momentos parecía trasformado en un caimán prehistórico». Pero cuando le interesa puede mostrarse tranquilo, incluso amigable «Sobre el asfalto se asemejaba a una perdiz en busca de lombrices». Aunque nuestro policía viva en solitario, poniendo a prueba las astucias de sus depredadores con su alta capacidad de camuflaje, «volvió a adoptar la misma postura de cefalópodo descansando plácidamente en el fondo del mar», siempre está alerta, dispuesto a atacar «continuó acariciándose el mentón de marrajo».

Por todos estos rasgos sabemos que será capaz de hacer justicia, aunque sea una justicia personal; no cabe duda de que su experiencia y aptitudes deductivas se verán reforzadas por la ayuda de otros factores, donnadies cansados de ser las víctimas y pasan a ser los verdugos. Al Lato, que no es triunfalista, no le importa usar la violencia o el engaño para conseguir su objetivo y así, por momentos y sin ser consciente, transformarse en un ángel que ayuda a los desheredados de Carabanchel.

Después de leer la novela y conocer al personaje esperamos que el haberse jubilado no sea un impedimento para llevar las riendas de otro caso. Confiamos en que Jorge García siga viendo a los demonios que pueblan esta distopía que tenemos por sociedad.

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