A
finales de la década de los 70 se emitió en España una serie estadounidense,
que aún sigue reponiéndose en televisión. La serie tuvo un éxito inmediato a
pesar (o gracias a ello) de su protagonista, el teniente Colombo, capaz de
descubrir cualquier asesinato por muy bien tramado que estuviese. Pues Un
ángel en Carabanchel me ha recordado al personaje de la serie, Carmelo
Latorre, el Lato, un inspector de policía recién jubilado que deja Madrid para
vivir sus últimos años en Asturias. El Lato conduce un Peugeot, como el policía
de Los Ángeles. El teniente fumaba puros constantemente y nuestro inspector es
un dependiente de los Bull Brand. Colombo, aunque nombra constantemente a su
mujer, siempre va solo. El Lato también, es viudo. Colombo tiene a Perro, un perro
que lo acompaña en su investigación, mientras que el Lato se comunica
confidencialmente con su gato, Colombo (puede que por eso empezase yo a
asociarlos). Pero lo más importante es que los dos policías resuelven sus casos
partiendo de una pista ínfima. Creo que no hay más similitudes, pero me parece
un homenaje a uno de los detectives más longevos de la pequeña pantalla. Ojalá
el Lato disfrute de una vida similar.
Jorge García es el creador de Carmelo Latorre. Con
Asier empezó a demostrar sus dotes para la novela detectivesca en El nudo perenne. Ahora le ha dado vida al Lato, el antihéroe por
definición, un hombre mayor, sin atractivo físico, sin empatía, torturado
eternamente por lo que ha tenido que vivir como policía, escéptico en cuanto a
la sociedad en la que se ha desenvuelto hasta su jubilación, pero de una
inteligencia superdotada, tanto que entre sus compañeros es llamado «el 180»; por eso, cuando llega a
Asturias para comenzar una nueva vida, su amigo Pascual, guardia civil, le
presenta a Patricio, un colombiano que se ha pasado 30 años buscando sin
resultado a los asesinos de su hermana Coral. La policía cerró el caso, pero
Patricio tiene informes bastante incoherentes y no se ha dado por vencido. A
pesar de que el Lato se niega a colaborar en la búsqueda, la desaparición de
Reme, su vecina de Madrid, lo lleva a relacionar ambos crímenes y resolverlos a
la vez.
Aunque
Carmelo Latorre es un policía, no creo que Un
ángel en Carabanchel sea novela policíaca porque en realidad no hay enigmas
por resolver, de hecho comienza in medias
res, desvelando la tortura de Reme y anunciando su muerte «ese olor, nauseabundo e insoportable, debía
de ser precisamente el aroma que desprende la muerte para anunciar su llegada».
Misterio no hay, pero desde la primera página el lector queda sobrecogido y en
tensión hasta el final. Un ángel en
Carabanchel tampoco se caracteriza por la interpretación racional del
policía que lleva el caso para dar a conocer una sociedad que quede descrita en
sus acciones, como suele ocurrir en las novelas policíacas, donde la razón es
lo que realmente sostiene la sociedad, donde la investigación de la muerte se
aborda desde el momento en que destruye la estructura social, con la intención
de que todo vuelva a la normalidad. Aquí nada vuelve a ser normal.
La
novela de Jorge García tiene un trasfondo pesimista; de hecho es más que novela
negra. En sus páginas se desconfía del sentido que pueda tener el universo, el
mundo es un espacio ilógico que no hay forma de ordenar, «…el convoy se puso en marcha. A Reme […] se le antojó haberse
convertido en una pegatina adherida al cristal del vagón». El mundo de Reme
es hostil, especialmente premonitorio, del que es imposible salir indemne.
Carmelo Latorre ha pasado 37 años en ese espacio violento donde la vida no vale
nada, «En dos días la gente se habrá
olvidado del asunto». En este contexto, la muerte de los más desfavorecidos
no genera intriga porque es la consecuencia de la corrupción a niveles elevados,
judicial, eclesiástico, castrense.
La
investigación del asesinato pasa por una reflexión sobre el ambiente donde se
ha desarrollado y el lector es capaz de discernir la importancia que adquieren
la injusticia social y la violencia subyacente «—Trinca a esos hijos de puta. Y si tienes ocasión no dejes que vayan a
juicio».
He
comentado antes que Un ángel en Carabanchel
es más que novela negra. Hay un puente que nos lleva directamente a la novela
criminal; en el que la reflexión sobre la investigación y los delitos cometidos
se complementa con hábitos y referentes de determinadas comunidades, de manera
que tenemos muy clara la diferencia entre los colectivos que andan en juego y
somos conscientes de que los poderosos no van a perder, por vía judicial o
legal, porque están respaldados «No debes
inquietarte. Este número está ahora registrado a nombre de un muerto» y de
que los humildes seguirán en su agujero,
«la mujer se contempló el delantal anudado a la cintura y las piernas sin
depilar». Estamos seguros de que es una novela criminal cuando la sentimos
testimonial «El Lato se quedó unos
segundos contemplando el devenir de un país acostumbrado a bostezar y a no
tener opinión».
La
perspectiva polifónica de la narración es evidente, la tercera persona, casi
omnisciente, permite un punto de vista objetivo e incompleto de la situación;
el enfoque de este narrador es intencionadamente parcial, desde el momento en
que pone límites al conocimiento de la historia para que algunas partes queden
en penumbra; el narrador no puede llegar a la mente de todos los personajes ni
al conocimiento total de los hechos. Como si se tratara de una cámara
cinematográfica cuenta lo que ve al tiempo que deja paso a la primera persona
del monólogo interior, del pensamiento, de lo escrito en el diario, de lo
expresado en las cartas, para que sean los mismos personajes quienes revelen su
personalidad.
Hay
cierta complejidad armónica en una narrativa totalmente dura que aparece
reflexiva en el narrador al tiempo que se suelta en diálogos totalmente
espontáneos. La estructura va más allá de introducir analepsis o prolepsis; los
saltos temporales se suceden, casi atropellándose, para que el secuestro,
tortura y muerte de Reme nos mantengan atrapados o nos den un respiro
tranquilizador, según quiera el autor.
La
fluidez dialógica acompaña a la intriga y la angustia, a la dureza probatoria
que representa, porque el caso de Reme, tal y como atestiguó Coral, la
asesinada treinta años atrás, puede ser el de muchos menores desaparecidos sin
que la justicia haya velado por ellos. La novela es una mezcla de suspense y thriller que no da tregua al lector
hasta que no llega al final. Será entonces cuando establezcamos el perfil
completo de los personajes.
Los
asesinos no tienen motivación para actuar, el autor los ha relegado a sádicos
psicópatas, gente poderosa que disfruta infligiendo dolor. No hay solución para
ellos. Son dioses que todo merecen, desde su propio placer hasta el dolor ajeno
y cuando el daño no ha sido suficiente, se encolerizan. Son odiados y temidos
por los mortales, gente miserable dispuesta a ofrecer su cabeza por mitigar
algo el sufrimiento «Se ha declarado
culpable […] El fiscal debe de haber ofrecido una condena de risa […] y el
abogado del muchacho, que no es tonto, le ha aconsejado aceptarla». El
lector es incapaz de sentir algo de empatía, experimenta un rechazo absoluto
ante mentes que se han ido pudriendo junto a los cuerpos con el paso del
tiempo, son personas que han involucionado para dejar su podredumbre en un
entorno determinado que, para los que viven allí, representa una tela de araña
de la que no pueden escapar aunque se dan cuenta tarde, «Todo es mentira. El dolor es mentira. La vida es mentira».
La
brutalidad que implican las confesiones en primera persona supera las trabas de
la ficción, por eso aparece el narrador en tercera persona, para tomar
distancia del personaje aludido. Sin embargo este narrador no consigue
despegarse del Lato, antes bien, lo acerca al lector mediante la admiración y
la ternura que despiertan algunos animales. Como aquellos con los que se
compara, Carmelo hace gala de una total espontaneidad. A través de la
animalización lo vemos imperfecto aunque profundamente humano. Su cuerpo de
barril le aporta un aspecto agresivo y vigoroso «se interesó el Lato; inclinando el cuello de jabalí» «volcó el líquido en su boca de hipopótamo»,
aunque es noble y resistente «le dirigió
una mirada suspicaz, de mulo resabiado». Fuerte y salvaje, puede atacar si
se siente amenazado, «le recriminó
haciendo descender el bigotito […] que por momentos parecía trasformado en un
caimán prehistórico». Pero cuando le interesa puede mostrarse tranquilo,
incluso amigable «Sobre el asfalto se
asemejaba a una perdiz en busca de lombrices». Aunque nuestro policía viva
en solitario, poniendo a prueba las astucias de sus depredadores con su alta
capacidad de camuflaje, «volvió a adoptar
la misma postura de cefalópodo descansando plácidamente en el fondo del mar»,
siempre está alerta, dispuesto a atacar «continuó
acariciándose el mentón de marrajo».
Por
todos estos rasgos sabemos que será capaz de hacer justicia, aunque sea una
justicia personal; no cabe duda de que su experiencia y aptitudes deductivas se
verán reforzadas por la ayuda de otros factores, donnadies cansados de ser las
víctimas y pasan a ser los verdugos. Al Lato, que no es triunfalista, no le
importa usar la violencia o el engaño para conseguir su objetivo y así, por
momentos y sin ser consciente, transformarse en un ángel que ayuda a los
desheredados de Carabanchel.
Después de leer la novela y conocer al personaje esperamos que el haberse jubilado no sea un impedimento para llevar las riendas de otro caso. Confiamos en que Jorge García siga viendo a los demonios que pueblan esta distopía que tenemos por sociedad.
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