Cuando
la realidad sale a la luz en un conjunto de actos trastocados. Cuando no
tenemos claro si el nombre de los personajes alude a su forma de ser. Cuando
los juegos de palabras se multiplican hasta exprimir todo lo que puede dar de
sí una escena. Cuando las situaciones devienen raudas en algo imposible. Cuando
al leer ciertas páginas no podemos contener la carcajada y en la siguiente nos
vemos calculando la dureza escondida, o no tanto, en las circunstancias, lo más
probable es que tengamos entre manos una novela de Eduardo Mendoza. Es inigualable. Su prosa aun estando plagada de
palabras cultas es para todos los públicos porque cualquiera de sus novelas
consideradas de humor tiene varias lecturas, la que expone una bufonada, un
absurdo; la que enarbola una crítica social y otra más íntima, que nos toca la
fibra y hace que nos replanteemos muchas ideas que pensábamos firmes y, a lo
mejor, se tambalean si hurgamos un poco en ellas «Todo lo que me cuentan los clientes no es más que un saco de
frustraciones, indignación y resentimiento».
Tres enigmas para la organización
es la última novela de este barcelonés que ha acumulado gran cantidad de
premios a lo largo de su carrera y esperemos que continúe, porque no solo nos
hace reír; al pensar en Sin noticias de Gurb,
El rey recibe, El negociado del yin y el yang, Transbordo en Moscú… o en Tres enigmas para la organización nos invade un optimismo
revitalizante, algo que pocos autores consiguen; no solo divertirte, Mendoza
nos predispone a la bonhomía y a la felicidad.
El
espíritu del ciudadano español está en los personajes-protagonistas, porque en
esta novela todos los agentes “secretos” lo son. Sin tener medios, ni mucha
idea, se lanzan a ayudar al prójimo y, de paso, investigan los tres enigmas que
se les van planteando (o más). Por el camino van esparciendo, como si fueran
menudencias sociales, el hambre, el desempleo, la ineficacia administrativa, la
corrupción política y eclesiástica, la soledad…
La
trama parece en principio redactada mediante el absurdo, caracterizado por
contener ideas sarcásticas y disparatadas. Las acciones pueden parecer
incongruentes «—Grassiela, ya sabes que
no estoy […] No existo. Esto no es una oficina normal […] El carácter secreto
de este recinto es nuestra máxima prioridad […] —Vaya pregunta. Si cada mañana
se la tengo que recordar a José Mari, ve a la calle Valencia, a hacer de agente
secreto». Pero una vez terminada la lectura encontramos un argumento, si no
razonable, sí reflexivo, en el que lo irreverente no es sino la consecuencia de
cuestionar la existencia humana tal como la conocemos y la vivimos, con
incongruencias e injusticias políticas, morales y sociales; injusticias que se
mantienen con el paso del tiempo, por eso los personajes no cambian su actitud
a lo largo de la trama, por eso son representantes de estereotipos sociales,
por eso no van a superar su situación personal, por eso interactúan con el
medio de forma totalmente irracional. Ahí está la crítica de Eduardo Mendoza; casi
cincuenta años escribiendo y aún no se ha cansado de denunciar porque en el
fondo, el barcelonés, es un enamorado de Barcelona, de España, del planeta y un
optimista ante la vida, «volverá el
compañerismo a la hora de afrontar riesgos, de ayudarse mutuamente».
Cerca
del Paseo de Gracia existe un local, secreto, que acoge una Organización
secreta que se dedica a desagraviar a personas o investigar daños. A esta
organización llega Marrullero Vicente, «—Así
me llamo […] Vea la cédula de identidad […] Tengo otra a nombre de Buenaventura
Adelantado», quien va a pasar a ser «el
nuevo» por antonomasia.
El
nuevo llega a tiempo de resolver, junto a sus veteranos compañeros: el
jorobado, Grassiela, Pocorrabo, Buscabrega, Monososo, la Boni y el jefe, tres
enigmas: un asesinato, una desaparición y el declive de una conservera. Por
supuesto, cuentan con la ayuda inestimable del taxista y de Irina, además de
otros personajes que van entrando poco a poco hasta formar una situación global
hilarante que no deja títere con cabeza.
En
el transcurso de las resoluciones aparece una crítica hacia nuestra sociedad,
que sabe y consiente, con cierta actitud apática, la esclavitud, la trata de
mujeres y de inmigrantes «atraídas por
engaños […] huyendo de la guerra, del hambre, de matrimonios forzados […]
expuestas a enfermedades y malos tratos por parte de organizaciones criminales
y rufianes…»; Mendoza denuncia un mundo que vive en la urgencia, y otro que
forma parte del fracaso connatural. En ambos falla la relación paternofilial; por falta de tiempo o por ignorancia se obvia la necesidad de contacto
con sus progenitores que tienen los niños «su hijo nunca le ha
contado lo que ahora cuenta sin cortapisas a una desconocida».
Eduardo
Mendoza acusa a una ciudadanía que permite a jóvenes preparados trabajar de una
manera precaria aun sabiendo que lo contrario redundaría no solo en el
bienestar de los trabajadores sino, sobre todo, en el progreso social «A mí la policía y el hotel me traen sin
cuidado y tanto si hago las cosas bien como si las hago mal, dentro de una
semana me pondrán en la calle».
Delata
a una sociedad que ya no se esconde para proclamar su odio a personas de otra
raza, necesitadas, porque cree que sus integrantes son los elegidos, «No sé de dónde son. De Mauritania, diría
yo, por la pinta. Gente obtusa, sin modales. Ahora encima, sin dinero».
Y en
esta sociedad, que ya de por sí es una astracanada, el autor reflexiona con
nostalgia sobre el paso del tiempo y la importancia de dejarse llevar por la
alegría de la inocencia, pues al final «todo
lo aprendido es inútil, toda experiencia es tardía y toda vida es de una
vulgaridad sin paliativos».
Lo
que no es vulgar es la persona de Eduardo Mendoza, mucho menos su pluma; gran
conocedor de nuestra lengua, juega con ella como quiere, introduce metátesis en
palabras, para escarnio de algunos funcionarios, «suspendido de una soga […] atada a una viga de madera. En el atestado
dice “una higa”, pero sin duda se trata de un error tipográfico». Abundan
también las ambigüedades, las evidencias humorísticamente revocadas, las
expresiones sin atenuaciones ni eufemismos, «El
jorobado dijo que prefería quedarse de pie. Una vez se había encaramado a un
taburete alto como aquellos y, al bajar, se había ido de bruces». No hay
piedad con los defectos ni con los que gestionan mal su trabajo «—Mire, dijo el agente, un tanto perplejo
[…] —Sólo por esta vez, voy a hacer la vista gorda».
Eduardo
Mendoza es capaz de unir los hechos más disparatados utilizando de forma
magistral términos cultos: escandallo,
malevolencia, lacustre, alabeadas; expresiones vulgares: «tocándome el pirindolo», «Me han dao bien dao»; locuciones en
desuso: «sin parar mientes»; palabras
mal empleadas: «no estoy muy impuesto en
el tema»; mezcla de coloquialismos y cientifismos: «¿no le parece fetén la injerencia? Todo ello, por supuesto,
aludiendo al mismo tiempo a series populares «Los taxistas somos gente honrada» y a obras de grandes literatos «—¿Nunca gana? —preguntó él. —Sí —dijo ella
[…] ¿No has leído a Dostoievski?».
En fin, se me ocurre que, al igual que el innominado del psiquiátrico protagonizó una serie: El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras, El enredo de la bolsa y la vida, El secreto de la modelo extraviada, nuestra Secreta Organización podría resolver muchos más interrogantes.
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