Leer
a Alicia Giménez Bartlett supone
mantener una sonrisa mientras las páginas se van tintando de diferentes tipos
de negro. La lectura es tranquila, distendida; da tiempo a admirar la perfecta
sintaxis, el acopio de matices que, sin alardes, introduce en la narración. Si
vamos buscando esto al comenzar la novela no saldremos defraudados, al
contrario, la ironía, en ocasiones imperceptible, se adueña de los comentarios
y pensamientos de la protagonista. Tanto, que en ocasiones tenemos la impresión
de que es la voz de la autora la que sobresale.
Me
encanta Petra Delicado, no solo porque sea probablemente la primera inspectora
de homicidios española, no solo porque el subinspector Fermín Garzón le muestre
su fidelidad y apoyo una y otra vez por mucho que lo saque de sus casillas, no
solo porque el tándem Delicado-Garzón dé juego desde el principio hasta el
final y guste tanto que pocas parejas tendrán tanto éxito en televisión pues,
no podía ser de otra manera, la saga se llevó a la pequeña pantalla y he de
reconocer que cada vez que habla Fermín acude a mi mente Santiago Segura, creo
que inmejorable en aquel papel.
Pues
con esta buena disposición me dispuse a leer La mujer fugitiva ,
regalo de mi compañero Antonio, que espera paciente poder empezarlo él. No
decepciona. Los lectores nos llevamos más de una sorpresa en una lectura que va
enlazando la trama del trabajo policial con las vidas familiares de Petra y
Fermín. En esta ocasión, una feria gastronómica ambulante en la que se degustan
diferentes platos elaborados en las propias furgonetas, que sus propietarios
utilizan como lugar de trabajo y domicilio, es el lugar en el que se ha
cometido un crimen.
El
cuerpo de Christophe Dufour yace sin vida en la furgoneta; presenta varias
puñaladas, por lo que su compañero, Eduardo Castillo Montes, aparece como
principal sospechoso. Pero lo que en un principio parece algo claro, se va
oscureciendo con la falta de comunicación que había entre los dueños y socios de
la food truck. El
francés apenas hablaba, ni con Eduardo ni con el resto de los feriantes. Todo
se complica con dos muertes más, que llevarán a una tercera cuando el comisario
esté a punto de pasar los casos a otro departamento. Pero el final será
sorprendente y, como no nos puede dejar así, esperamos que la siguiente entrega
no se demore. Giménez Bartlett no puede abandonarnos con esta incertidumbre.
Está claro que la pareja Chris-Eduardo formaban
un contrapunto increíble. Uno mujeriego, con ganas de disfrutar, el otro,
depresivo, perdedor en todos los sentidos. Pero no podemos confiarnos, pocas
cosas son como parecen y en todos sitios hay gente que ve lo que no debiera
para conseguir hacer saltar las alarmas.
No quiero desvelar nada de la trama, pero sí
aludiré al estilo de la autora. Alicia Giménez, fiel a sí misma, no abandona la
ironía en sus personajes, tan fina que el humor está presente en todo momento,
o casi, sin necesidad de emplear chistes. Es suficiente mezclar atractivamente
expresiones coloquiales «—dijo con la
inocencia de un niño de pecho. […] trasplantado a Barcelona desde tiempo
inmemorial» con términos cultos que, a veces son científicos «que no ofendiera su ortodoxia lingüística» y
otras forman similicadencias «lo prefería
llorando a perorando».
Las traducciones que Petra hace de los
coloquialismos de Garzón son impresionantes «…e
intenta dar toda clase de detalles que no se le han pedido oculta algo. El
bosque verborreico tapa el hallazgo concreto». Y sus deducciones son
perfectamente acertadas «Descarte solo a
los niños, Fermín, y no porque no tengan instintos asesinos, que cada vez van a
más. Hay mujeres muy fuertes». No le falta razón a Petra, la fuerza de la
mujer es comparable a la del hombre. Pero nuestra inspectora no necesita utilizarla.
Se vale de su inteligencia, de la reflexión (y de la buena suerte) para
descubrir al asesino aunque sea cuando está a punto de claudicar. La pareja de
policías no son héroes, no aciertan a la primera, son un reflejo de la
realidad, donde en ocasiones se atina antes y en otras después. Ambos son
diferentes a la hora de ver la sociedad; Garzón hace gala de más prejuicios, es
el prototipo de «mucha gente que vive en
el Pleistoceno, créanme» y el prototipo de hombre primario que disfruta con
lo básico: comer, «Aunque le pongan
delante a la madre de todas las coliflores no le hinque el diente, se lo ruego»
y sobre todo, preocuparse por poco más que su trabajo «¿Cómo se puede sacar la conclusión de que uno ya no quiere a su esposa
porque no se interesa por unas putas cortinas?».
En fin, Garzón representa bastante bien al
tópico machista, si bien en el fondo tiene gran corazón. Por el contrario,
Petra hace gala de un feminismo acorde con la actualidad aunque no cabe duda de
que fue pionera en valorar la inteligencia de la mujer. De hecho, sus
expresiones están cubiertas de un lenguaje perfecto, cargado de latinismos, «se había largado sin decirme adiós “Sic
transit gloria mundi”, pensé, y como era lo único que sabía de latín, no añadí
nada más». Puede que no sepa demasiado latín pero es experta en ironizar
sobre «nuestra querida y soleada España»
burlándose de las expresiones cuyo significado no se corresponde con el
significante: un momentito, un segundo,
un ratito, ya está casi, pierda cuidado, no se preocupe,… Las expresiones
vulgares conviven en armonía con las cultas «acabas
con la picha hecha un lío, como dicen los clásicos […] La panda de
saltimbanquis gastronómicos».
Giménez Bartlett es una maestra del uso del
castellano y lo demuestra en una novela negra, donde el vocabulario culto no es
frecuente, más aún cuando las expresiones soeces ocupan parte de los diálogos «algo lacerante», «el otro cabrón», «concitar
verdadera atención» «y yo, qué coño
sé». Las expresiones coloquiales están perfectamente traídas a la escena «A buenas horas mangas verdes». Los
pareados humorísticos «Sin haberlo
sospechado, una bronca me han echado» conviven con metáforas «¿Qué demonio tenía Marco en el imaginario
mental?» y con sinécdoques «los
plumillas sí rondaban a la poli» para dar fe del acierto de las frases
populares «las prisas son malas
consejeras». Todo es motivo de humor, incluso en los tópicos que acusan a
los españoles de vagos, «cumpliendo con
la sagrada obligación de todo trabajador español que conozca sus derechos: el
café de las once en el bar». Con el humor más elegante y cáustico a la vez,
la autora es capaz de llamar la atención sobre el funcionamiento de una
sociedad que no avanza todo lo que debiera, obligando a los jóvenes a buscarse
la vida con trabajos con los que no soñaban, como el matrimonio que vendía
comida vegetariana «Elisenda era licenciada
en sociología, Javier, químico».
También la relación de los clientes con los
bancos se va convirtiendo en inexistente, provocando cierta deshumanización
social, «todo funciona online. En
realidad solo comprobamos […] impagos anteriores, fiscalidad adecuada…».
La rivalidad entre distintos cuerpos policiales
es un espejo de la competencia que existe, en un afán por sobresalir sin
importarnos los demás «Eso que todos
negamos de boca para afuera resulta que existe de verdad». Y por supuesto,
como responsable de todo esto queda la escasez de cultura, algo cada vez más
habitual y mejor visto, «¿Por el hecho de
que trabajes como funcionario de limpieza no puedes leer algún puto libro de
vez en cuando, ver un programa cultural en la tele, comprar algún maldito
periódico? No, fútbol, bar y noticias de cotillero, eso es lo que hay. ¡Vaya
país de mierda el nuestro, Garzón».
Pues nada que añadir, larga vida a Petra Delicado.
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