La
última novela de Estela Melero Bermejo
es íntima, puede que forme parte de esa literatura que sale de dentro y se nos
muestra sin represión. La voz de Isaías sobresale a la tercera persona del
narrador y nos lleva a lo oculto de los hogares, de las cocinas, de los grupos
que, en secretos a voces, saben lo perteneciente a cada uno de sus componentes.
No hay enigmas en el pueblo de Isaías. La falta de discreción es tan importante
que incluso queda personificada, es otro personaje de Yerro: «El simple acto de
apartar la cortina de tiras de plástico provoca que el estruendo del interior
salga como buscando una escapatoria».
Esta
novela corta es literatura que mira de dentro hacia fuera. Isaías relata, como
en un diario, los sentimientos que surgen en él desde que regresa a su pueblo y
rememora las experiencias de antaño, las que pertenecían a su yo más íntimo; «se terminaban las frases o las decían a la
vez. Después, esa primera mirada de fuego, esa que a ambos les hizo arder».
Al
enfrentarse a sus antiguos vecinos, acuden a su mente aspectos que quedaron en
el olvido; de ahí el tono lírico, que los paralelismos de la autora resaltan,
mientras Isaías busca el sentido de la vida cuestionando aquello con lo que se
había identificado y consiguiendo, mediante la función apelativa de las
interrogaciones retóricas, que los lectores también dudemos:
¿A
quién debe fallar?
¿A
quién va a fallar?
¿A
quién va a elegir?
No
vamos a encontrar héroes en Yerro,
tampoco extensos diálogos, sí profundos y directos; no vamos a localizar
detalladas descripciones de lugares, sí una naturaleza dominante desde el
principio «Un viento frío y seco azota
los girasoles con la rabia de quien ha estado encerrado un verano entero».
Y por supuesto nuestra mirada acompaña a la sensualidad que Estela Melero ha
depositado en sus personajes para que exploremos con ella la condición humana.
La autora reflexiona sobre cómo el entorno influye en nuestra manera de pensar
y actuar; cómo las situaciones determinan nuestra manera de sentir dejando
aflorar el miedo al qué dirán en forma de ira, «dicha con ese asco, con esa furia, con esa falta de comprensión».
La
maledicencia es otra de las ideas de Yerro.
En los pueblos pequeños se criticaba, probablemente por aburrimiento, hasta
llegar a difundir falsedades sobre otra persona. Era usual. La gente no se
preocupaba por superarse pues las condiciones de vida eran duras y limitadas,
así que había que hacer lo que fuera para destacar, para conseguir que otro
fuese visto como inferior. Era una forma, algo infantil, de creerse mejor que
los demás. Pero cuando no se es niño, las mentiras pueden marcar al que van
dirigidas; tendemos a creer lo que oímos sin pararnos a reflexionar, a
comprobar. Lamentablemente esta actitud llega hoy de forma descarada a algunos
políticos que mienten, calumnian y difaman a los oponentes solo por sentirse
superiores.
Pero
este no es el tema. Estela Melero se ha quedado en el pueblo, en la vida
opresora que llevan los habitantes de pequeñas villas que van viendo cómo
desaparecen En este ambiente, el comentar los defectos de los demás causa una
impresión de victoria que es falsa pues no nos hace sentirnos bien sino llenos
de ira y rencor.
Isaías
intentará cambiar, con amor, esa situación. Por eso no huye de sus sentimientos
ni de la rabia de sus vecinos y demuestra que, a veces, un simple gesto puede
cambiar ese afecto haciendo que, como en una cadena, se renueven hechos y
pensamientos sin que se abandone del todo el tono nostálgico de la novela, «pero al llegar al café, es Blas quien se
levanta y se ofrece, para sorpresa de todos. Pepita mira a su hijo».
Yerro es una novela corta en la que la
inseguridad que se vive en los pueblos y la posición que ocupa la mujer en
ellos es la idea principal; esta nos llevará, por supuesto, a la dureza a la
que se enfrentan sus habitantes cada día, marcándolos con cierto resentimiento
y resignación capaces de herirlos en cualquier momento. Todos adquieren un
compromiso infranqueable con cargas y estereotipos. Vivir en un pueblo es algo
parecido a tener una familia, no demasiado bien avenida, en la que todos
quieren destacar, todos aspiran a la admiración, a ser vencedores. Es la
envidia que aparece con el roce continuo cuando faltan alternativas a la
situación establecida.
Isaías
se enfrenta con dudas a su futuro hasta que decide, en una catarsis liberadora,
pensar en su propio bienestar, dejar a un lado las habladurías, las críticas,
para abrazar la vida que elige. Puede que la que había vivido hasta el presente
no la hubiera seleccionado libremente sino llevado por las ansias de su madre
de tener un hijo que fuera “alguien”.
La
reflexión que el protagonista lleva a cabo en el pueblo es una terapia, como
también parece que ha sido terapéutico para Estela Melero escribir Yerro, donde podemos intuirla en las
reflexiones del narrador. También las reflexiones de Isaías están plagadas de
memoria, recuerdos vividos que aparecen sin orden según señales que le llegan a
través del oído, de la vista, del olfato. Asimismo Estela revive sensaciones de
vacío o plenitud, mientras nos aleja o acerca a los hechos, consiguiendo
establecer con el lector una función apelativa constante que deviene, tras la
nostalgia y la reflexión, en una liberación. Nos creemos capaces de seguir
nuestros sueños, nuestros deseos, sin importarnos el qué dirán.
Al leer Yerro nos sentimos bien y nos invade el presentimiento de que poco a poco todo puede cambiar, la vida opresiva, el juicio gratuito a los demás y la culpa callada que, por efecto de la adquisición o recuperación de la autoestima, desaparecerán.
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