Una
vez terminada esta novela tengo una sensación extraña. Por supuesto, antes de
analizarla, quiero agradecer nuevamente a Babelio el interés que despierta por
la lectura y el nuevo obsequio que me hizo llegar, que agradezco también a la
editorial Adarve. Realmente la web de Babelio me tiene enganchada. De hecho,
aunque esta última entrega no sea de las mejores que he leído, solo adentrarme
en sus páginas ya reporta beneficios porque hace que vaya hacia delante, relea,
compruebe… con lo que me sitúa en una mejor posición a la hora de reseñarla. El
“no me ha gustado” no me vale.
Puede
que algo se me haya quedado en el tintero, pero voy a intentar desmenuzar el
libro sin explicar aspectos que a futuros lectores puedan estropear su lectura.
El
ángel de la ciudad invisible
se desarrolla en San Ragosa, una ciudad pequeña (creo que inventada por Alberto Piedrafita) cuyo alcalde la
quiso dotar, cuando era Ministro del Interior, de un gran túnel subterráneo, de
170 Km, que la comunicase con la nación situada al norte; pero otros intereses
de la empresa farmacéutica Farmaclínic, relacionados con la fabricación del
dimetil sulfato metildomina, se interpusieron en el proyecto (y está claro que
el poder de las multinacionales no tiene límites en cuanto a comprar políticos,
medios de comunicación, banqueros… Todos tenemos un precio). El túnel quedó a
medio hacer y los terrenos pasaron a Farmaclínic.
Ahora
el alcalde, Sierra Morlanes, tiene otro éxito en su currículo al conseguir que
la sede de los Juegos de Verano sea San Ragosa y, por lo tanto, su nombre
adquiera fama mundial. No quiere sorpresas, así que el Sherman, Abelardo Escaria,
debe vigilar las obras. Pero algo se escapa a su poder. Hasta cuatro personas
aparecen muertas en las mismas circunstancias. Otras dos más, significativas
para la investigación de Escaria, y varios atentados en el recinto de los
juegos conseguirán dar al traste con el nuevo propósito de Sierra Morlanes.
La
relación de los hechos con la empresa farmacéutica es la que el lector va
descubriendo al leer la novela, incluso antes que el detective Escaria. Por eso
he dudado de que El ángel de la ciudad
invisible sea novela negra, género en el que el lector no debe saber más que
quien investiga los casos, para que el argumento mantenga el efecto sorpresa.
En realidad el protagonista no es un detective al uso, es un Sherman que
trabaja para el Ayuntamiento y colabora con la policía, aunque sienta un «profundo escepticismo sobre la utilidad del
estado y sus inescrutables tentáculos»; de hecho también se siente
presionado por los intereses del alcalde y los del comisario Antic. En
principio, Abelardo Escaria parece un personaje demasiado infantil, «mientras observaba el café que acababa de
salpicar su camisa impoluta […] —¿le traigo algo para limpiarse? —arriesgó el
camarero […] —No, me gusta así».
Después
confirmaremos que es algo incauto, pues necesita ver drogada a su madre, ver su
casa desvalijada y verse drogado él mismo dos veces para tener la certeza de a
quiénes se enfrenta, «Abelardo, alejado
un metro de ella, levantó la mano, aturdido. Habían respirado una parte insignificante
de la sustancia».
En
cuanto al estilo, las personificaciones y sinestesias aportan una lectura
tranquila que no termina de inquietar a los lectores «escarabajos travestidos que marcaban su territorio con aguas menores.
Un olor húmedo y templado le recordó la hora». Hay varias muertes pero no
son consideradas asesinatos. Hay varios atentados pero sin muertos que
lamentar. Todo queda excesivamente edulcorado. La muerte de María Antonia,
madre de Abelardo, tampoco se vive como algo excepcional, no hay ningún tipo de
alerta porque, en realidad, el sherman habla con ella desde el principio, a
pesar de que vive desde hace años como un vegetal en una silla de ruedas. Los
diálogos con María Antonia son realmente monólogos interiores de él, que no
varían de tono ni cuando fallece la anciana. El papel de ésta es la excusa para
que Escaria recuerde su infancia, aunque esos datos tampoco aporten nada a la
investigación ni a su inseguridad a la hora de trabajar «Recuerdo las noches; las noches eran hermosísimas en Saint Germain.
Primero hacías aquellas enormes ensaladas…».
La
narración evoca algo parecido a una serie de escenas, demasiado cortas, que se
alternan o repiten una y otra vez en las telenovelas, donde pasan de unas a
otras sin haber aclarado del todo lo anterior, dando la impresión de que el
tiempo desaparece, ni se detiene ni se acelera; aunque el DSM está presente,
una y otra vez desde el principio, afectando al investigador o intentando ser
parte de los sanatorios de la ciudad, los golpes de efecto son tan breves que
no llegan a intrigar. Incluso el narrador, valiéndose de la incertidumbre de
Abelardo, lanza alguna interrogación retórica con la que confirma al lector por
dónde debe discurrir la investigación, aunque este lo supiera desde el
principio «¿Quería comparar la enfermedad
con la miseria provocada por los hombres? ¿Acaso todo venía del mismo lado?».
Encontramos
asimismo alguna errata en la narración, pues en un mismo párrafo comenta dos
casos de asesinato de tal forma que parecen el mismo; mientras relata la visita
de Abelardo a los padres de la primera muerta, Rita Clavé, sin mediar ninguna
transición pasa al piso de la tercera asesinada, de la que aún no sabemos su
identidad, y sin embargo establece su nombre, Julia Artigas. Esto extraña al
lector y hace que pierda interés por la confusión generada «El marido se unió (a la madre de Rita) y juntos llegaron a encender la compasión del Sherman. Julia Artigas
era una mujer sin una vida anterior a su muerte…».
En
cualquier caso hay tres víctimas, Rita Clavé, que aparece en el capítulo 3, «La primera mujer», Sofía Pardo, en el
capítulo 9, «La segunda mujer» y
Julia Artigas en el capítulo 29, «Otra
mujer en el río». Sin embargo en el capítulo 34, «La apertura», volvemos a despistarnos con este narrador
desorientado que pretende «relacionar la
muerte de las dos chicas», liando la trama al no seguir una lógica.
Menos
mal que en el capítulo 39, el forense nos saca de dudas al nominar a los cuatro
muertos. En fin, que da la impresión de que el narrador no controla su
narración, de hecho no consigue manipular emocionalmente al lector para que
empatice con algún desalmado (o con el protagonista) y se lleve la sorpresa
final. Incluso cuando quien cuenta la historia se hace eco del pensamiento del
investigador, lo intuimos falto de reflexión, por lo que difícilmente
convencerá a nadie. Algo chirría en su manera de ver los hechos; Escaria no
cree que las chicas que aparecen muertas formen parte de la cultura patriarcal
machista que aún envuelve la sociedad, «Abelardo
sabía que rondaba por la escena el fantasma de la violencia de género. No
entendía. Violencia de familia, de pareja, pero de género implicaba una
generalización que criminalizaba la biología y no podía estar de acuerdo».
Pues no, Alberto Piedrafita debería informarse de que, aunque el género sea
gramatical, existe una violencia de género que alude no solo a una categoría
biológica, sexual, sino que implica una categoría sociocultural que designa
diferencias de orden social, económico, político, laboral… Aquí es donde tiene
sentido hablar de violencia de género. Tiene sentido y es necesario tratarlo
como tal en la realidad. Y aún más en la novela, donde todas las muertas son
mujeres, excepto el hombre, Marcelo Buenafuente, que murió accidentalmente pues
la verdadera víctima era su madre. Mujeres frágiles, fáciles de manipular,
víctimas de violencia de género encubierta. No importa si caen algunas siempre
que el ego masculino siga subiendo.
En
verdad, lo que no tiene sentido es comparar dos actos, totalmente diferentes,
para demostrar cómo puede cambiar nuestro concepto de moralidad según se
presenten los hechos «nadie iba a tolerar
aquello (lo subliminal). Sin embargo
podían aceptar que la chica abusada clavara unas tijeras a su agresor o que un
policía corrupto recogiera dinero sucio de las calles porque su sueldo era
insuficiente para defender a los pequeños delincuentes…».
Pues
he de decir, que no tiene sentido comparar a una chica que intenta salvar su
vida con un hombre que intenta calmar su avaricia. En el primer caso estamos
ante violencia de género y en el segundo, ante corrupción policial.
Puede que en El ángel de la ciudad invisible haya un excesivo interés por no salirse de los límites de lo políticamente correcto y, por el contrario se dé una ausencia de compromiso con los problemas de la mujer y de los más débiles, que quedan ocultos en los planteamientos de la historia.