viernes, 18 de agosto de 2017

LA VIDA NEGOCIABLE

 
Hay algo inquietante en La vida negociable, y es que con una absoluta normalidad se mezcla en la novela lo trascendente con lo ridículo y lo natural con la violencia despiadada.

Hugo Bayo, su protagonista, es como poco, un ser raro, como mucho, un enfermo mental, a veces psicótico, otras sádico pero siempre vago «Si yo me pusiera a estudiar, seguro que sería el número uno del colegio [...] pero yo estaba llamado a otro tipo de tareas [...] y entretanto lo que me gustaba era abandonarme a mi mundo impreciso»; lo que le ocurre a Huguito es que no le gusta trabajar o no le gusta nada de lo que le ofrece la realidad, por eso su imaginación está en constante movimiento para dar con su ocupación perfecta, con su forma de vida ideal, y cuando ya lo tiene todo pensado siempre ocurre algo que impide llevarlo a cabo y siempre, irremediablemente, culpa a los demás de sus fracasos «yo era un instrumento de la justicia y la castigaba por su pecado [...] pero lo más inquietante es el goce que sentía al dominar a mi madre [...] la convicción de que eso era lo justo, lo necesario...».

Luis Landero ha creado un personaje sin escrúpulos, amoral desde su infancia o adolescencia, en la que no le importa chantajear a sus padres hasta el punto de que, de la forma más original, es echado de su casa y apartado de ellos para siempre «Ese mismo día fui al piso, y lo encontré limpio y con olor a limpio, las ventanas abiertas [...] y sin ninguna señal, ni ropa, ni objetos personales, ni un detalle, ni siquiera una foto que recordara a mis padres».

La estructura de la novela, así como la narración, son impecables. Se divide en dos partes casi iguales, trece capítulos cada una y ambas tienen un comienzo —la primera— y un final —la segunda— exactamente igual, la apelación del protagonista al lector a que lo escuche, a que le preste atención porque tiene mucho que decir, tal es su egocentrismo, «Y para mejor contar mi vida, con orden y con rigor, me he imaginado que me dirigía a un auditorio fiel de pelucandos: Señores, amigos, cierren sus periódicos y sus revistas ilustradas, apaguen sus móviles, pónganse cómodos y escuchen con atención lo que voy a contarles». Así pues podemos decir que es una novela cerrada, y sin embargo la vida de Hugo Bayo no se cierra de ninguna manera sino que termina, eso sí, con las mismas expectativas imaginarias que lo acompañaron desde pequeño pero, al ser adulto y en su nueva condición, resulta penoso y más escalofriante que cuando empieza a narrar su historia. Si al final de la primera parte, de su juventud, termina hundido por la realidad, al final de la novela es él quien se lleva por delante su realidad y la del único ser que ha sido capaz de permanecer a su lado. Demoledor «No sabía si quería o no ser campesino. Me sentí cansado, sin ganas ya de pelear, y sin fuerzas ni voluntad para enfrentarme al porvenir [...] pero yo sé que los dos sentimos el roce de la fatalidad [...] me reafirmo en lo mío y sigo pensando, como ya dije al principio, que dentro de mi hay magníficas cualidades innatas...».

La vida negociable es una novela irónica, dura pues destaca la violencia en las relaciones del narrador-protagonista que en ocasiones llega a desarrollar una personalidad psicópata en una realidad turbia en la que es capaz de desmoronarse y ascender una y otra vez haciéndose daño él mismo unas veces, otras a los demás y siempre de forma cruel y grotesca «...en el banco de un parque, le puse la mano en la nuca y lo incité a bajar la cabeza para que me hiciera lo mismo que había visto hacer a la madre de Leo con su marido, y él obedeció, sumiso [...] y a veces al final, ya saciado y avergonzado, le decía: Eres un maricón, me das asco. Y él no contestaba [...] Parecía una araña mojada». Es cierto que siempre achaca sus miserias a su infancia, en la que descubre que su madre engaña a su padre, que su padre, al que creía ser un beato santurrón, engaña y defrauda a todo el mundo, y que el amor no es sino pornografía. Está claro que todo a la vez es para marcar a cualquiera, por eso, es él quien coacciona y extorsiona a sus padres, que llegan a vivir atemorizados hasta el punto de que su madre abandona el hogar consiguiendo que su padre, otra personalidad rara, enferme y vaya a la cárcel para salvarlo a él de los robos cometidos. Si Hugo tiene algún remordimiento por sus actos lo desecha al momento y no sólo con sus padres; con aquellos que se le acercan para ser sus amigos también se comporta a veces como un niño, otras como un amoral sin sentimientos haciendo gala de una crueldad extrema «Comimos los tres en silencio [...] mi madre, quizá alarmada por el temor de que hubiese podido contarle el secreto a mi padre [...] mi padre, cohibido por mi presencia y avergonzado de sus fechorías, no se atrevía tampoco a mirarnos [...] Pero yo era dueño de aquel silencio [...] Antes del postre, me levanté, cogí dinero del bolso de mi madre [...] allí los dejé, cautivos en el silencio, en la incertidumbre y en la culpa».

Hugo Bayo sigue la máxima de su padre: La vida es negociable y ahí es donde se equivoca porque no todo se puede vender, como le demuestran primero Marco y después Olivia «Chaval, tú eres tonto [...] Ni se te ocurra volver a llamarme o a verme, ni te cruces nunca en mi camino, porque en ese mismo momento llamo a la policía». Los momentos picarescos se transforman en desquiciantes para el lector que ve cómo cuenta, en primera persona y con un tono de lo más amable, la vida de un vago embaucador que utiliza a los demás para llevar a cabo las imaginaciones de poder, felicidad y fantasía que pretende sea su vida, sin darse cuenta —o sí— de que la realidad es otra. Realidad actual que Landero ha sabido retratar de forma magistral, en todas sus variaciones: la vidente y su público, la que presuntamente engaña a su marido, un santurrón obsesionado con la religión, o simplemente necesita la ayuda de un psicólogo que la ayude a soportar en plena juventud un matrimonio algo oscuro, el santurrón corrupto cuya impotencia para hacer feliz a su familia lo lleva a la extorsión para poder conseguir todos los deseos de su mujer e hijo, el chico homosexual, temeroso e inseguro, que busca angustiosamente un amigo y se da de bruces con un abusador, la chica de difícil infancia harta de una sociedad caduca y embustera que se enamora —o no le queda otro remedio— del más caduco, embustero y maltratador, pero al que no puede dejar aunque lo intenta, porque en su cortedad de miras o sentimientos, es lo único que tiene.

Realidad actual que, no hace mucho tiempo diríamos ser excepcional, correspondiente a una minoría de los bajos fondos, pero hoy sentimos cercana, muy cercana, la volubilidad y violencia en niños y adolescentes, el maltrato físico y psicológico en jóvenes y adultos, el desequilibrio de un alto número de ciudadanos y el oscuro porvenir de otro número cada vez más elevado.

Luis Landero consigue que nos introduzcamos en ese mundo, que lo vivamos en nuestra propia piel intentando imaginarnos hasta el final una posible salvación para el protagonista; pero el autor va avisando con repeticiones de que el desenlace no será sino otra reincidencia en la vida de Hugo, en la vida de tantos Hugo que van ocupando la sociedad; de esta forma la narrativa, siempre amena y embargante, nos permite reflexionar en lo más desesperanzador de la existencia.

La magia del autor es conseguir que este personaje depravado cuente su vida en clave de humor, como si fuera un juego; a veces cuesta distinguir si Hugo es estúpido, demente o psicópata, por eso el humor, aunque en ocasiones nos haga soltar una carcajada, es en su mayoría un humor triste, agrio e incluso negro.

Lo triste no es que el protagonista sea un inútil, por lo que nos cuenta tiene habilidades para manejar las tijeras y el peine; lo asombroso es que esa cualidad se la descubra durante el servicio militar, el peluquero del cuartel. En todas las ocasiones que ha trabajado en una peluquería, ha tenido éxito, los clientes han salido contentos con el trabajo y sin embargo siempre ha habido algo que lo ha hecho abandonar, sacando a relucir su personalidad agresiva y violenta.

Lo más triste es que Hugo es un inestable, no sabe lo que quiere ni de pequeño, ni de mayor; todo lo hace de forma impulsiva, ahora deja los estudios, ahora piensa que los retomará, ahora conoce a Olivia y decide estudiar de todo para impresionarla hasta que se harta «entonces rompí las fichas en pedazos menudos, y el cuaderno con la retahíla de tareas que me había impuesto para ser admirado y amado [...] Me presentaré ante ella tal como soy...» y entonces viene la gracia, pues, ante la pregunta de Olivia hacia sus proyectos, empieza a enlazar una mentira con otra, «ser médico en África [...] Tocar el saxofón. Aprender lenguas y costumbres primitivas. O escribir [...] Tan eufórico me sentía, tan sobrado de mí mismo, que de pronto, en el colmo de la inspiración me puse a cojear [...] Nada, que ayer me torcí un tobillo trepando a un árbol y me acaba de volver el dolor».


Lo más triste es que, en el fondo de su conciencia que irónicamente deviene, cuando se emborracha, con la segunda persona, sabe que lo suyo es la pereza, que es vago hasta para decidir «con la secreta y heroica convicción de tener por enemigo al mundo, me fui a dormir la mona». Y lo más alentador es, por supuesto, la narrativa de Luis Landero quien, con un vocabulario totalmente coloquial consigue acercarse a los clásicos, en ocasiones me ha recordado al Siglo de Oro, como cuando define el silencio por contrarios, al igual que Lope hizo para el amor «te obliga a decir lo que no quieres y a callarte lo que anhelas decir, urdidor de equívocos, espada que hiere y elixir que alivia...». Con una narración seductora y aguda nos introduce en los entresijos más feos del ser humano «yo tengo cualidades innatas [...] soy formal y simpático».

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