miércoles, 6 de marzo de 2024

CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS

Ocho cuentos por los que no ha pasado el tiempo. Será porque la música que los envuelve es eterna. Será por la poesía que rezuman sus frases. Será por las metáforas, siempre presentes. Será por la elipsis de sus sintaxis, que no simplifica el texto sino que refuerza el contexto y la situación de lo narrado. Será porque la inseguridad, concepto atemporal unido al hombre, se proyecta en sus protagonistas. Será porque la fantasía se mezcla con la realidad para difuminar sus fronteras. Da igual. Siempre es el momento idóneo para leer a Julio Cortázar.

Carta a una señorita en París es un cuento que abre esta recopilación, que en 1994 llevó a cabo el periódico La verdad; su protagonista no tiene nombre. El narrador de Ómnibus relata las peripecias de Clara y otro pasajero (también sin nombre) en un trayecto de autobús. En La salud de los enfermos, mamá deja de vivir cuando su hijo Alejandro ya no la llama como solía, un apelativo que sólo ellos conocían; el resto de la familia no era consciente de esa identidad. A mamá le invade cierta inquietud sobre el paradero de su hijo y, aunque se lo ocultan por todos los medios, ella intuye que ha muerto.

El procónsul de Todos los fuegos el fuego tampoco tiene nombre. Esto afectará a la relación celosa que mantiene con Irene, su mujer. Al mismo tiempo, en otro tiempo y otro lugar, Roland no llamará a Jeanne por su nombre; ni siquiera ella, cuando habla con él por teléfono, se identifica, «negándose a creer que la mano que ha alcanzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas en su mano, que la voz que acaba de repetir “Soy yo”, es su voz, al borde del límite».

El protagonista moribundo de Liliana llorando sabe que el paso del tiempo lo ha vuelto invisible para su mujer, por eso queda innominado a su lado, desapareciendo mientras a ella la percibe feliz en compañía de otros; Liliana permanecerá rodeada, ayudada y querida por Alonso, Acosta, el Pincho, el doctor Ramos… Todos, menos él, la ayudarán a sentirse viva de nuevo. Pero la realidad a veces puede, con segundas oportunidades, jugar malas pasadas a la imaginación.

Asimismo aparece sin nombre el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, aunque él se lo ponga a las mujeres que le gustan y se cruzan en su trayecto del metro. Según le convenga, verá a Ana, seguirá a Margrit, Paula u Ofelia. Siempre habrá una Marie Claude para que él se refleje en su rostro y vea en ellos sus propias inestabilidades, «las arañas mordían demasiado». La inseguridad hace que aparezcan en nosotros sentimientos negativos.

El protagonista de Las caras de la medalla es Javier; aunque se siente unido a Mireille no logrará contactar íntimamente con ella pues Eileen, su mujer, imagen de lo rutinario que debe soportar sin atreverse a abandonarlo, es capaz de eliminar cualquier momento mágico fruto del deseo. La atracción da paso, entonces, a la decepción, puede que por miedo a que desaparezca. La magia cederá ante la tristeza que lo acompañará siempre, como consecuencia de su indecisión «En la penumbra Javier sintió que las palabras le llegaban como mojadas, un instantáneo ceder pero secándose ya los ojos con el revés de la manga…».

Para Diana, protagonista de Fin de etapa, cuento que da fin a la selección y a la situación de todos ellos, lo que ve le devuelve el concepto que tiene de sí misma tras una decepción amorosa. Entra a una casa museo donde se expone la obra de un «pintor ignoto» y los cuadros le devuelven su propia indecisión y soledad, con la impresión de «ver cosas como quien es visto por ellas, allí esa tienda de antigüedades sin interés […] también el color estaba lleno de silencio». Y, como si se tratase de un espejo dentro de otro, en el pueblo «entrevió en la penumbra una galería idéntica a la de uno de los cuadros del museo».

Diana vuelve a ver una y otra vez lo mismo, la realidad se le aparece constantemente, invariable, algo que despierta en ella cierta indolencia, rota solo cuando se descubre con claridad entre las figuras borrosas, anónimas, a ella misma sin vida, muerta. Solo podrá resurgir de la soledad a través de la muerte.

En los cuentos, los protagonistas miran hacia dentro, hacia el fondo de sus almas; les da miedo lo que ven, por eso intentan dar marcha atrás aunque deban retomar la rutina, puesto que la otra solución en esa huida es la desaparición. El desencanto, la mayoría de veces amoroso, no es sino el resultado de lo que hemos forzado con nuestra actitud monótona, carente de la magia del comienzo.

Los cuentos son más que eso, son novelas cortas, esferas perfectas por las que hacer viajes temporales que coinciden en un final aniquilador. En algunos, los triángulos sentimentales funcionan en espejo, en otros basta la pareja, o el propio protagonista que se percata de sus problemas, para ser conscientes de que no podremos funcionar sin violar la monotonía establecida. Cada vez que intentemos cambiar algo surgirán nuevos desórdenes que nos llevarán a la evasión.

La tensión provocada por terrores cotidianos, que no son sino el pesimismo ante la uniformidad social, es la consecuencia de la soledad. La fuerza del narrador, que se desdobla a veces en tres personas en un mismo párrafo, consigue despertar la ansiedad en el lector. «…sé que él se va a ocupar que no haya eso que llaman agonía… Ramos se me queda mirando a los pies de la cama […] pobre viejo. No le digas nada a Liliana, porqué la vamos a hacer llorar antes de lo necesario […] y decile a la enfermera que no me joda cuando escribo» Es un narrador omnisciente o testigo, pero esconde en las palabras alejadas de la razón, cierto humor que cuestiona el pensamiento convencional. Asimismo, en la narración, queda implícito el diálogo de los personajes para enriquecer la trama con su expresividad, algo que señala el amor por la escritura. La voz de Cortázar se abre paso a través del narrador y, nosotros, no tenemos claro el curso que tomará la historia pues, en el día a día la realidad se convertirá en fantasía y lo normal pasará a insólito. Lo real pretérito y lo ficticio futuro se unirán en un surrealismo presente y continuo donde vemos reflejado nuestro fracaso, «con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo, en Eileen».

Al leer estos cuentos tenemos la seguridad —fatídica— de que solo la rutina mata la magia de lo desconocido, magia que se mantiene en lo escrito.

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