He
terminado una novela ambiciosa. En el sentido de que, en 417 páginas, introduce
casi todos los problemas a los que suele enfrentarse la policía, al menos los
cuerpos especiales como Homicidios: largas temporadas en las que la familia
queda relegada, dejando en los agentes cierta sensación de impotencia, «siente que su infancia se le escapa […] Por
eso odia que le toque trabajar uno de los dos fines de semana al mes que puede
tenerlo con él»; tampoco es fácil para aquellos que mantienen el núcleo
familiar, porque sienten cierto desmoronamiento paulatino, «Esa noche cenarán mientras su hija chatea […] su hijo ve alguno de
esos vídeos […] Sin hablar, sin contarse qué tal les ha ido el día». Son
problemas que marcan porque, aunque deberían ser ocasionales, están a la orden
del día «como esa mujer, en el suelo,
desmadejada por el llanto y presa del pánico».
Los
lectores somos conscientes de que la población se derrumba. Valencia roja indaga en la vida, en determinadas conductas que hoy son propias
de personas cada vez más jóvenes. Las redes sociales tienen mucho que ver,
internet también. Los adolescentes están al tanto de prácticas sexuales que, a
fuerza de verlas, consideran normales. Y no lo son. El sexo que implica
violencia o dominio del hombre sobre la mujer no es normal. Esto es la base de
la pornografía; algo reservado a los adultos, oculto en una sociedad no muy
pretérita, porque supuestamente los hombres de bien no participaban en sus
prácticas, tampoco de visionados. En teoría se debían a sus mujeres.
Esto
era en teoría. A la hora de la verdad, los hombres miraban para aprender y
cuando los hechos se subían de tono y era impensable practicarlos con la
pareja, por condicionamientos religioso-morales, siem-pre quedaban las
prostitutas para ponerlos en marcha. Con ellas se daba rienda suelta a la
imaginación. Pero ahora todo está en internet, al alcance de cualquiera. Y la
mente infantil puede confundir el sexo con la violencia, con el machismo; y
verlo como algo normal, «Lo que está
viendo por esas pantallas son actos fruto de una mente perturbada o de alguien
que sufre algún tipo de psicopatía; son padres de familia, altos cargos,
jóvenes universitarios…».
Ningún
padre quiere que sus hijos queden dañados por esas prácticas. Ana Martínez Muñoz lo expresa sin
tapujos en Valencia Roja, en la que,
bajo el lema «El porno es cultura» se
desatan todo tipo de manifestaciones por parte de aquellos que quieren
desestigmatizar el sexo libre.
No
es lo mismo sexo para adultos que pornografía violenta o machista. Y por
supuesto, la pornografía no es cultura. Y, por supuesto, los adictos a ver pornografía
dura también tienen la mente perturbada del que la practica, aunque sean padres
de familia.
Las
demostraciones en contra del espectáculo aparecen, así como el cadáver de un
director de cine porno. No cabe duda de que ha sido torturado y asesinado en
unas condiciones que se asemejan a lo que él ha hecho pasar a determinadas
chicas.
Nela
Ferrer viene de Madrid para refugiarse de su experiencia personal en una ciudad
que le haga olvidar un pasado tortuoso. Nela es nombrada jefa del Grupo de
Homicidios de Valencia, por lo que ni el cargo ni el primer caso al que se
enfrenta le servirán de terapia. Al contrario, otros cadáveres, martirizados
según prácticas sexuales crueles, la llevarán a casos de trata de mujeres, de
violencia machista y de torturas difuminadas, porque quienes las cometen son
hombres de posición social elevada a los que todo, o casi, les está permitido.
Esta
es nuestra sociedad actual y la autora razona estos hechos como algo abominable
que debemos denunciar.
En
este principio se encuentra el nervio de la novela. Los hechos del argumento le
han servido a Martínez Muñoz para ensalzar el papel moral genérico de la mujer
y para sensibilizar a una sociedad que se va endureciendo y se va despojando de
humanidad.
Por
otro lado, creo que la novela negra tiene un punto ambivalente, pues queda al
margen de implicaciones morales. A veces, incluso el lector empatiza con el
asesino aunque no tenga dudas de que al final, aun a su pesar, debe ser
castigado.
En Valencia Roja el lector no es capaz de
librarse del abrazo moralista; en ningún momento entiende al asesino, al
contrario, lo ve como a un psicópata incapaz de vivir en libertad pues, su mera
presencia es una lacra para los que lo rodean. El asesino no nos hace reflexionar
sobre nuestro ser contradictorio, ese que en un instante determinado puede
quedar cubierto de sombras que nos arrastren a una caída en espiral.
En
todo momento es la narradora quien reflexiona y, de manera didáctica, expone lo
sucedido, las causas y las consecuencias del mal, así como la forma de
evitarlas.
Valencia Roja promueve la educación en valores para
una sociedad que se viene abajo «Que,
para que evolucionemos como sociedad, debemos replantearnos las cosas, no
seguir repitiendo patrones por simple tradición o costumbrismo». El mensaje
de Ana Martínez es claro: urge apartar a la infancia y adolescencia de
prácticas que sus mentes no pueden asimilar pues esto redundará en adultos
traumatizados, violentos y deshumanizados. Lo estamos viendo ya. Los menores
son cada vez más jóvenes cuando están dispuestos a dañar al prójimo que,
curiosamente, es más débil o diferente; y lo están, no porque quieran provocar
daños irreversibles, al menos al principio, sino porque no son conscientes del
nivel de acoso; lo han normalizado en las constantes visiones que ofrecen las
redes sociales «Si alguien quiere haceros
fotos o grabaros o si lo hacéis vosotros mismos […] debéis tener en cuenta que
es bastante probable que no sean los únicos que lo vean».
Valencia Roja aporta una serie de características
de la novela negra como el papel atormentado de la inspectora jefe, aunque su
comportamiento no la delate en el trato hacia los compañeros o con los
sospechosos. Nadie del equipo se sale de la norma, a pesar de que Fran Valbuena
se sienta dolido porque él se esperaba el ascenso o pese a que Julia Sagarra
deba demostrar que puede realizar el mismo papel autoritario que cualquier
compañero.
Todos
funcionan según lo esperado. Asimismo las víctimas han sido antes verdugos, por
lo que tampoco se crea en los lectores la atmósfera inquietante que mantiene en
vilo mientras intentamos descubrir quién será el siguiente.
Valencia Roja es negra por el ambiente oscuro en el que se desarrolla, pero la finalidad de la narración no es tanto la resolución de los crímenes o el desarrollo psicológico de los personajes como la enseñanza que transmite, el poso didáctico que nos deja y la advertencia sobre acciones perniciosas «—Está castigando a las víctimas. El modus operandi está relacionado con lo que hacían cada uno de ellos». En mi modesta opinión, podría haberse cocinado la solución de forma más elaborada, exponiendo alguna pista apenas perceptible durante la trama, porque al final tenemos la impresión de que hay puntos que se han resuelto algo apresuradamente. No obstante estoy totalmente de acuerdo con lo expuesto en esta primera novela de Ana Martínez Muñoz y creo que, como escritora, tiene muchas posibilidades de futuros éxitos.
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