Cuando
leemos un libro sobre abusos infantiles se despiertan en nosotros sensaciones
encontradas, de odio hacia el maltratador, de protección al menor. Desde el
primer momento en que somos conscientes de que un adulto sufrió abusos, pensamos
en la infancia tan horrible que debió pasar ese niño, sin poder mantener nunca
relaciones ordinarias con el resto, abrumado por la vergüenza e incluso por la
culpa, sentimientos que perdurarán en él durante toda la vida si esas torturas
vienen de los más allegados.
Cuando
una novela trata sobre el sentimiento de culpa que arrastra un personaje por no
haber podido actuar de determinada manera, estamos convencidos de que en
cualquier momento su pecado se agrandará por lo que piensa hacer en un futuro.
En cualquier caso, tenemos ante nosotros a un ser atormentado que nos mantendrá
en tensión con cada una de sus acciones.
Cuando
en un capítulo cualquiera somos testigos de la reivindicación sexual que lleva
a cabo una mujer, sabemos de antemano que algo ocurrirá, algo le cortará las
alas a esa chica, porque aún falta mucho camino para que quede instaurada en la
sociedad esa igualdad de género tan ansiada por unos y ninguneada por otros.
He
leído El ilustrador paciente y, desde la primera página, he sufrido
cierta angustia generada por estos tres temas que Lorena Escobar ha relacionado a la perfección hasta hacer de unos
la consecuencia de otros.
La trama
de la novela nos lleva hasta un depravado, que no tenemos claro quién es, y
sobre todo por qué lo es, que rapta y mata a una serie de chicas mientras la
inspectora de policía Daniela Almela trabaja con su equipo de homicidios para
encontrarlo, sin obtener los resultados esperados.
El
principal sospechoso, una vez localizado, desaparece. Los lectores sabemos la
causa, pero el equipo formado por Hugo, Iona, Martina y Toni, leal a Dani y
desconocedor del motivo, deberá buscar la manera de seguir la pista que Juan,
el ilustrador paciente, va haciendo llegar en forma de dibujos. Retratos tan
precisos que suponen un testimonio mejor que cualquier fotografía. Las pinturas
de este chico hablan todo lo que él no puede, pues fue invisible para quienes
lo rodearon desde pequeño, identificado como el retrasado, el mendigo, el «mudo, como todos le conocían», sin que
él mostrase en ningún momento la más mínima actitud de rebelión. El equipo no
consigue avances significativos por lo que el comisario, José García, empieza a
perder los nervios, más, cuando el puesto de Dani peligra al mantener
relaciones con un subordinado.
Todo
se complica y los lectores no llegaríamos a entender los hechos si no fuese
porque el narrador se desdobla en tres voces a lo largo del argumento. Hay tres
puntos de vista que nos van poniendo en situación; conocemos a Juan, el
ilustrador paciente; a Toni, el hombre tranquilo y a Dani, la policía. Cada uno
aporta su perspectiva con la pretendida objetividad de la tercera persona,
mientras que deja aflorar, con la primera, cierta subjetividad para conseguir
que los lectores interpretemos sus acciones de forma imparcial. Sin embargo,
esa primera persona se desdobla, a veces, en la segunda, actuando como
conciencia del personaje; el narrador cuenta entonces lo que le sucede
dirigiéndose a sí mismo, le habla a una proyección de su propia intimidad
consiguiendo que nos sintamos aludidos, «No
puedo volver a perder los papeles de esta forma […] Daniela alargó el brazo y
le cogió la mano […] —Tienes que contarme […] No deberías hacer esto, Dani.
Nunca se toca, nunca nos acercamos demasiado a ellos […] ¿Qué coño pasa contigo?».
Es
una narración complicada la de Lorena Escobar, porque hay que hilar muy fino
para introducir los tres tipos de narrador en un mismo personaje. Y la autora
lo hace. Y consigue que incluso, a veces, nos sintamos protagonistas de unos
hechos terribles; si no protagonistas como tales, sí empatizaremos con ellos
desde el primer momento. Creemos en ellos. El problema es que son tres
personajes quienes emplean esta técnica, por lo que Escobar juega al escondite
con nosotros. Los finales de capítulo conllevan una sorpresa encerrada, algo
que el protagonista de ese capítulo ha descubierto y que más tarde, otro
personaje nos desvelará, cuando lo haga él mismo, «Fue Toni quien le dijo que lo despertaron sus gritos y que al llegar
al salón la vio con el dibujo en las manos y el rostro cubierto por una máscara
del más inconfesable terror».
La
autora se vale de analepsis para acercarnos el argumento y facilitar la
comprensión de la trama; constantemente Dani, Toni o Juan, los tres narradores
de la novela, se valen de asociaciones visuales o auditivas para evocar, de
manera involuntaria, sucesos ocurridos en el pasado que influyen en sus
presentes y los actos que llevan a cabo. Percepciones sensoriales que estimulan
la memoria del personaje con recuerdos plagados de emociones latentes que no lo
han abandonado, «por un momento todo
alrededor de ella se desvaneció y solo quedó aquel viejo pupitre, ocupado por
un alumno de pelo oscuro y encrespado […] y gesto ausente, siempre ausente».
Aún
hay algo que reseñar de la narrativa de Lorena Escobar y es su capacidad de
exponer de forma lírica la realidad más descarnada. Con bellas metáforas
conocemos algunos personajes, y llegamos a admirarlos, hasta que otros nos harán
dudar de la imagen que nos habíamos formado. Nada es lo que parece en El ilustrador paciente. Solo cuando
quiere la autora, al final, sabremos la verdad y aun así quedará en nosotros
cierta inquietud. Mientras, disfrutamos con los recursos narrativos de Escobar.
Predominan las metáforas, «Martina
Orenes, una pasión azabache de bruscas maneras».
Las
sinestesias están presentes de forma continua en las descripciones,
consiguiendo dotar de cierto misterio y belleza a la narración, mientras que al
personaje lo envuelve en una actitud mística, multisensorial, «Tenía una sonrisa hechicera, bruja. Llena
de promesas incumplidas. De noches sin luna y amaneceres fingidos».
Las
comparaciones narrativas aúnan el arte literario con el pictórico para
corroborar lo que en algún momento afirmó Vincent van Gogh «La belleza perece en la vida pero es inmortal en el arte». Lorena
Escobar ha querido que en su novela dura, terrorífica, amarga, inhumana
aparezca cierta pincelada artística, consiguiendo que reflexionemos sobre la
permanencia de lo bello en el retrato de aquél que vemos en un lienzo o en el
que ocupa nuestra mente al pensarlo. Tanto el arte como el recuerdo son eternos,
«La vio […] Con una efímera luz
descendiendo por sus curvas como un manto de inmortalidad».
Reduplicaciones,
anadiplosis, inclusos paralelismos son válidos a la autora para intensificar los
sentimientos, las acciones o a las propias personas; técnica propicia para
pasar con facilidad de la narración más descarnada a la prosa más lírica, «una punzada de angustia le ascendió en
forma de arcada […] Porque la encontró a ella, y ella ya no podía volver a
inundar […] No podía hablar más…».
Se nota que esta murciana, redactora de la web Dentro del monolito, tiene madera de escritora. Hay que seguirle la pista a Lorena Escobar.
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