¡Qué
poco tiempo ha tenido Domingo Villar
para escribir! y qué pena para nosotros, lectores que lo hemos descubierto
tarde. He terminado La playa de los ahogados. No conocía el título ni al autor;
menos mal que mi hermana me lo recomendó y, además me dejó el libro. Lo he
leído del tirón. En algunos momentos, Villar me ha recordado a Vázquez
Montalbán, el grande desaparecido de la novela negra española; no es que tengan
un estilo igual, ni sus protagonistas las mismas inquietudes, pero cada uno a
su manera, supo transmitir, con un estilo ameno y penetrante, el amor hacia su
tierra y el gusto por la buena cocina, algo que, en Domingo Villar aporta
cierto halo costumbrista y, por supuesto, contribuye a valorar los elementos de
la cultura popular. He de reconocer que, mientras leía la novela he sentido
ganas de probar las castañas de Lola o la lechuga gallega. Alimentos sencillos
pero sugerentes por la descripción que les acompaña. La cocina como marca de
identidad rubrica la diferencia de valores, donde lo sencillo prevalece y lo
tradicional se vuelve imprescindible «—¿Te
estás cuidando? —No —aseguró. Es que aquí tienen una lechuga cojonuda. —¿Aquí?
—En Galicia —Ah, ya».
Nécoras, camarones, pulpo, percebes, tortilla de patatas, ensalada, patas con garbanzos, fideos con almejas son una muestra de los platos que, naturalmente, comen los protagonistas, con la única pretensión de que sean alimentos frescos. Y sigo pensando que Galicia es una de mis asignaturas pendientes, de hecho las descripciones de la novela me han llevado hasta la costa gallega y me han avivado el deseo de conocerla, «…quedaba oculto por los árboles, pero podían ver el monte Lourido […] Baiona, con su fortaleza medieval, cerraba la bahía, y detrás se vislumbraba el cabo Silleiro, el último quiebro de la costa gallega antes de que el mapa trazase una línea casi recta de cuatrocientos kilómetros hacia el sur».
Tanto
la trama como la estructura de la novela revelan, nuevamente, el entorno
gallego y el carácter misterioso de su gente. Los capítulos, numerosos y
bastante cortos, van enredando a personajes, lugares, actividades y caracteres.
Todos comienzan por una palabra cuyos diferentes significados, según el DRAE,
aparecen señalados. Uno de ellos tiene que ver con lo expuesto en el capítulo y
el lector, cuando lo acaba, se da cuenta de qué acepción es. Todo es
discutible, los hechos, las personas… No hay evidencias, hasta que no
terminamos la novela, pero mientras la leemos nos acostumbramos a ver el mundo
según los gallegos.
En
la playa de Panxón aparece muerto un marinero con las manos atadas y dos marcas
en la cabeza, que indican que fue golpeado por atrás y luego, caído o echado al
mar. Todo queda construido alrededor de la investigación que llevan a cabo los
policías Leo Caldas y Rafael Estévez, de la comisaría de Vigo, quienes parten
además, de la posibilidad de un suicidio, ya que las manos atadas suele ser
algo habitual en estos casos para imposibilitar un último arrepentimiento y
salir nadando a la superficie.
Pero
estamos en Galicia y los fantasmas aparecen, de manera que, por el pueblo, se
va viendo al capitán Sousa, patrón del Xurelo, barco donde, en el pasado,
faenaba el ahogado, Justo Castelo, el Rubio. El problema es que Sousa fue el
único desaparecido en un naufragio, diez años atrás, en el que además del Rubio
iban José Arias, quien a partir del accidente salió un tiempo de Galicia, y
Marcos Valverde, que abandonó la pesca desde entonces para dedicarse a los
negocios. Ninguno de los tres marineros se hablaba tras el naufragio. Ahora, no
solo el Rubio ha muerto, los otros dos también están siendo amenazados «—Hay quien asegura que ha vuelto a ver a
Sousa en el pueblo. Dicen que es él quien estaba amenazando a Justo Castelo.
Estévez dio un paso atrás, resguardándose del salivazo que se producía una vez
que alguien mentaba al capitán».
Estamos
en Galicia y hasta que no se despeje la bruma nada resultará claro, el hijo del
capitán vive en Barcelona y reconoció
el cadáver de su padre meses después de desaparecer, desfigurado por la acción
del mar y los peces. Las bridas que sujetaban las manos del Rubio no eran
españolas. Incluso hay desavenencias entre los inspectores a la hora de
decantarse por el arma y la causa del crimen.
Hay
sospechosos, aunque el principal es el fantasma que vaga por el pueblo
asustando a los vecinos y, sobre todo, a los dos marineros vivos del Xurelo. Si
a esto añadimos que el zamorano Estévez no termina de hacerse a la vaguedad expresiva
de los gallegos, nos encontramos con situaciones humorísticas que reflejan
tanto la forma de ser de estos como la forma de vida en los pueblos o el temple
de Leo Caldas.
—Tranquilo,
Rafa —trató de serenarlo el inspector —Ni que te hubiera echado un mal de ojo
—¡Qué
mal de ojo ni qué cojones! […] Me ha escupido en el zapato.
La playa de los ahogados fomenta la cultura popular aunque la
novela de Villar es literatura culta. Los términos técnicos, relacionados con
la pesca, conviven con expresiones populares y la investigación científica no
descarta apoyarse en creencias ancestrales. El autor conforma un homenaje a la
tierra y sus gentes, «noray, chalupa,
defensa, nasa, traje de aguas, escollera, leira, arriate, liquidámbar…» así
como un respeto hacia la labor policial y la esperanza en una sociedad mejor.
Leo
Caldas reflexiona, con su padre, sobre el paso del tiempo y la importancia del
hombre durante toda la vida, no solo en época laboral activa. La nostalgia del
pasado convive sin problemas con el presente. La importancia de la memoria es
evidente y, aunque débilmente, aparece cierta crítica a las gestiones de los
ayuntamientos en los pueblos y a la especulación inmobiliaria. Sin embargo no
es una novela negra del desencanto a pesar de que Caldas encarne una visión
desencantada del mundo, con cierto sentimiento de culpa ante un caos laboral
que le impide mantener las relaciones personales de antaño; arrastra algo de
frustración al ser consciente de que la cotidianeidad coarta la exteriorización
de sensaciones. Y es, precisamente esto, lo que hace de la trama una historia
profundamente humana y del inspector, una persona tremendamente cercana
—Yo
ya no sé qué creer —dijo Caldas y, tras sacarse el cigarrillo apagado de la
boca comenzó a tamborilear con los dedos en el encendedor de metal.
Estévez
le miró de soslayo.
—Inspector
—le advirtió—, si va a escupir, haga el favor de abrir un poco más la
ventanilla.
El
autor se separa de la creencia generalizada de que en la novela negra debe
haber un poso de malestar social y crea a Caldas, un hombre con dificultades
para perfeccionar sus pasiones individuales. El lector tiene poca información
sobre la vida personal del protagonista, esto genera cierta tensión, también
las coincidencias que se van dando en el presente con el pasado. Y, por
supuesto, nada mejor que los rodeos gallegos para mantener el secreto y la
intriga
—¿Y
cómo fue la noche? —se interesó Caldas
—Fue
—contestó el viejo, arrancando un carraspeo al agente Estévez
Caldas
sonrió
—Dicen
que hay poca pesca
—Mucha no hay —confirmó—
El ritmo de la novela es lento, esto da tiempo a ir construyendo los hechos hasta que creemos que tenemos la historia, sin sorpresas. Pero los rodeos, las disquisiciones, las posibilidades van de un lado a otro de la cabeza de Caldas hasta solucionar, no uno sino dos casos y dejarnos admirados, con pena de no seguir las andanzas de este inspector que, no cabe duda, fue creado para formar una larga saga y se ha quedado en brillante emblema de la novela negra española.