sábado, 30 de julio de 2022

LA PLAYA DE LOS AHOGADOS


¡Qué poco tiempo ha tenido Domingo Villar para escribir! y qué pena para nosotros, lectores que lo hemos descubierto tarde. He terminado La playa de los ahogados. No conocía el título ni al autor; menos mal que mi hermana me lo recomendó y, además me dejó el libro. Lo he leído del tirón. En algunos momentos, Villar me ha recordado a Vázquez Montalbán, el grande desaparecido de la novela negra española; no es que tengan un estilo igual, ni sus protagonistas las mismas inquietudes, pero cada uno a su manera, supo transmitir, con un estilo ameno y penetrante, el amor hacia su tierra y el gusto por la buena cocina, algo que, en Domingo Villar aporta cierto halo costumbrista y, por supuesto, contribuye a valorar los elementos de la cultura popular. He de reconocer que, mientras leía la novela he sentido ganas de probar las castañas de Lola o la lechuga gallega. Alimentos sencillos pero sugerentes por la descripción que les acompaña. La cocina como marca de identidad rubrica la diferencia de valores, donde lo sencillo prevalece y lo tradicional se vuelve imprescindible «—¿Te estás cuidando? —No —aseguró. Es que aquí tienen una lechuga cojonuda. —¿Aquí? —En Galicia —Ah, ya».

Nécoras, camarones, pulpo, percebes, tortilla de patatas, ensalada, patas con garbanzos, fideos con almejas son una muestra de los platos que, naturalmente, comen los protagonistas, con la única pretensión de que sean alimentos frescos. Y sigo pensando que Galicia es una de mis asignaturas pendientes, de hecho las descripciones de la novela me han llevado hasta la costa gallega y me han avivado el deseo de conocerla, «…quedaba oculto por los árboles, pero podían ver el monte Lourido […] Baiona, con su fortaleza medieval, cerraba la bahía, y detrás se vislumbraba el cabo Silleiro, el último quiebro de la costa gallega antes de que el mapa trazase una línea casi recta de cuatrocientos kilómetros hacia el sur».

Tanto la trama como la estructura de la novela revelan, nuevamente, el entorno gallego y el carácter misterioso de su gente. Los capítulos, numerosos y bastante cortos, van enredando a personajes, lugares, actividades y caracteres. Todos comienzan por una palabra cuyos diferentes significados, según el DRAE, aparecen señalados. Uno de ellos tiene que ver con lo expuesto en el capítulo y el lector, cuando lo acaba, se da cuenta de qué acepción es. Todo es discutible, los hechos, las personas… No hay evidencias, hasta que no terminamos la novela, pero mientras la leemos nos acostumbramos a ver el mundo según los gallegos.

En la playa de Panxón aparece muerto un marinero con las manos atadas y dos marcas en la cabeza, que indican que fue golpeado por atrás y luego, caído o echado al mar. Todo queda construido alrededor de la investigación que llevan a cabo los policías Leo Caldas y Rafael Estévez, de la comisaría de Vigo, quienes parten además, de la posibilidad de un suicidio, ya que las manos atadas suele ser algo habitual en estos casos para imposibilitar un último arrepentimiento y salir nadando a la superficie.

Pero estamos en Galicia y los fantasmas aparecen, de manera que, por el pueblo, se va viendo al capitán Sousa, patrón del Xurelo, barco donde, en el pasado, faenaba el ahogado, Justo Castelo, el Rubio. El problema es que Sousa fue el único desaparecido en un naufragio, diez años atrás, en el que además del Rubio iban José Arias, quien a partir del accidente salió un tiempo de Galicia, y Marcos Valverde, que abandonó la pesca desde entonces para dedicarse a los negocios. Ninguno de los tres marineros se hablaba tras el naufragio. Ahora, no solo el Rubio ha muerto, los otros dos también están siendo amenazados «—Hay quien asegura que ha vuelto a ver a Sousa en el pueblo. Dicen que es él quien estaba amenazando a Justo Castelo. Estévez dio un paso atrás, resguardándose del salivazo que se producía una vez que alguien mentaba al capitán».

Estamos en Galicia y hasta que no se despeje la bruma nada resultará claro, el hijo del capitán vive en Barcelona y reconoció el cadáver de su padre meses después de desaparecer, desfigurado por la acción del mar y los peces. Las bridas que sujetaban las manos del Rubio no eran españolas. Incluso hay desavenencias entre los inspectores a la hora de decantarse por el arma y la causa del crimen.

Hay sospechosos, aunque el principal es el fantasma que vaga por el pueblo asustando a los vecinos y, sobre todo, a los dos marineros vivos del Xurelo. Si a esto añadimos que el zamorano Estévez no termina de hacerse a la vaguedad expresiva de los gallegos, nos encontramos con situaciones humorísticas que reflejan tanto la forma de ser de estos como la forma de vida en los pueblos o el temple de Leo Caldas.


—Tranquilo, Rafa —trató de serenarlo el inspector —Ni que te hubiera echado un mal de ojo

—¡Qué mal de ojo ni qué cojones! […] Me ha escupido en el zapato.

La playa de los ahogados fomenta la cultura popular aunque la novela de Villar es literatura culta. Los términos técnicos, relacionados con la pesca, conviven con expresiones populares y la investigación científica no descarta apoyarse en creencias ancestrales. El autor conforma un homenaje a la tierra y sus gentes, «noray, chalupa, defensa, nasa, traje de aguas, escollera, leira, arriate, liquidámbar…» así como un respeto hacia la labor policial y la esperanza en una sociedad mejor.

Leo Caldas reflexiona, con su padre, sobre el paso del tiempo y la importancia del hombre durante toda la vida, no solo en época laboral activa. La nostalgia del pasado convive sin problemas con el presente. La importancia de la memoria es evidente y, aunque débilmente, aparece cierta crítica a las gestiones de los ayuntamientos en los pueblos y a la especulación inmobiliaria. Sin embargo no es una novela negra del desencanto a pesar de que Caldas encarne una visión desencantada del mundo, con cierto sentimiento de culpa ante un caos laboral que le impide mantener las relaciones personales de antaño; arrastra algo de frustración al ser consciente de que la cotidianeidad coarta la exteriorización de sensaciones. Y es, precisamente esto, lo que hace de la trama una historia profundamente humana y del inspector, una persona tremendamente cercana


—Yo ya no sé qué creer —dijo Caldas y, tras sacarse el cigarrillo apagado de la boca comenzó a tamborilear con los dedos en el encendedor de metal.

Estévez le miró de soslayo.

—Inspector —le advirtió—, si va a escupir, haga el favor de abrir un poco más la ventanilla.

El autor se separa de la creencia generalizada de que en la novela negra debe haber un poso de malestar social y crea a Caldas, un hombre con dificultades para perfeccionar sus pasiones individuales. El lector tiene poca información sobre la vida personal del protagonista, esto genera cierta tensión, también las coincidencias que se van dando en el presente con el pasado. Y, por supuesto, nada mejor que los rodeos gallegos para mantener el secreto y la intriga


—¿Y cómo fue la noche? —se interesó Caldas

—Fue —contestó el viejo, arrancando un carraspeo al agente Estévez

Caldas sonrió

—Dicen que hay poca pesca

—Mucha no hay —confirmó—

El ritmo de la novela es lento, esto da tiempo a ir construyendo los hechos hasta que creemos que tenemos la historia, sin sorpresas. Pero los rodeos, las disquisiciones, las posibilidades van de un lado a otro de la cabeza de Caldas hasta solucionar, no uno sino dos casos y dejarnos admirados, con pena de no seguir las andanzas de este inspector que, no cabe duda, fue creado para formar una larga saga y se ha quedado en brillante emblema de la novela negra española.

1 comentario:

  1. Estupenda reseña, puede ser una buena lectura para iniciarme con el compatriota 💜

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