Leer
Asesinos
supone realizar un recorrido por los crímenes más diabólicos y las causas que
llevan a cometerlos. Esta colección de horrores está formada por cuentos, de
los más prestigiosos del Realismo y Romanticismo. Como muy bien señala el
compilador, Álvaro
Abós, el crimen ha estado siempre presente en la literatura. Está claro que
Dante tuvo mucho que ver, probablemente haya sido fuente de inspiración para
torturas y sufrimientos variados, pero no debemos olvidar que asesinos ha
habido desde el principio de la humanidad y, por lo tanto, podemos encontrar
diversos ejemplos en libros de todas las lenguas y todos los tiempos. El hecho
de que los hombres se maten entre sí ha sido narrado de mil maneras.
En
cuanto a los autores de Asesinos no
cabe duda de que estamos ante un elenco de maestros, casi todos del XIX, si
bien de narración diferente. He de destacar la descripción llena de imágenes
gráficas del argentino Ricardo Güiraldes,
algunas de ellas con tendencia poética «Siguieron
el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido» aunque
esto no sea obstáculo para sacar a la luz en De mala bebida lo más sádico de un hombre ebrio que, sin embargo,
no pierde su perspectiva de poder sobre los demás. Los lectores acompañamos al
cochero del patrón Venancio Gómez mientras reflexionamos con horror hasta dónde
seríamos capaces de llegar para conservar nuestra vida.
No
podía faltar en esta antología el gran Conan
Doyle que, aunque en Perdimos el tren
expreso prescinde de Sherlock Holmes, no abandona la observación
sistemática para contarnos un crimen, la desaparición de un tren y la de quien
no se ha avenido a guardar el silencio necesario para que nadie pueda
relacionar a los implicados. Las motivaciones quedan a la vista del lector,
quien puede atar todos los cabos sueltos hasta que no quede ninguno, «no podemos correr el riesgo de que un
hombre de semejante condición hable con su mujer […] Perdimos la confianza en
él […] Debimos haberle informado a ella que podía volver a casarse cuando se le
ocurriera».
Sir
Arthur supo imprimir tensión en lo que escribía, así como dejó traslucir en sus
personajes la perseverancia que él tuvo en su trabajo.
La
fantasía de Thomas de Quincey
subvierte la lógica hasta que, en Asesinato
en la taberna de Williamson, nos surge la pregunta de si se puede tratar el
crimen como otra obra de arte, ¿prevalece en algunos la ética o la estética?
Está claro que cuando en doce días hay un saldo de siete muertos en dos familias
diferentes, nos enfrentamos a alguien inteligente que debe haber actuado con
precisión matemática y, como si se tratase de una obra maestra, el narrador
expone cómo debió ocurrir basándose en apreciaciones científicas, aunque luego
dé rienda suelta a las suposiciones «Del
cuadrante de los noventa grados que la puerta describiría para hallarse en
ángulo recto con la antecámara, quedaban expuestos por lo menos cincuenta y
cinco […] a juzgar por el terrible grito invocando a Dios que oyó el obrero […]
si una de las víctimas recobrase el conocimiento y prestase declaración (diría
que), se puso inmediatamente a
degollarlas».
Pero
además de la lógica, de Quincey asombra por la multitud de recursos que pone en
marcha, calificativos en aumento para reforzar la impresión negativa «un extranjero de apariencia siniestra […]
este extranjero repugnante»; alusiones que nos retrotraen al famoso bardo «con ese efecto glacial que producen los dos
asesinos en Macbeth cuando se presentan a Banquo…»; menciones de la mitología griega para aclarar las
descripciones «¡Qué cabeza de Medusa se
oculta bajo esos rasgos exangües…» y aumento del realismo al emplear dudas
en las impresiones narradas «Podrían ser
las doce menos veintiocho o menos veinticinco».
Las
interrogaciones retóricas expresadas mediante una epanadiplosis refuerzan la
relación con el lector «¿Dónde estaba el
tercero? ¿Y el tercero dónde estaba?». El caso es que mantenemos la
atención hasta el final, con el alma en vilo, para llegar, de manera
sarcástica, a confirmar hasta donde pueden llevar las especulaciones.
El
maestro del cuento latinoamericano redacta, con grandes dosis de humor basado
en tópicos, El mono que asesinó «Podría
tratarse de un loco, pero ni el estilo ni la letra son de loco»; Horacio Quiroga no escatima en
malentendidos gestuales, en penosas circunstancias familiares, en la ignorancia
de quienes se consideran competentes y llegan a conclusiones inventadas, en
suposiciones inauditas, en comportamientos inconscientes, para establecer, con
grandes destellos hiperbólicohumorísticos el tema de la reencarnación, el
traspaso del alma de un humano a un mono, y viceversa.
En Asesinos encontramos relatos, como el de
León Treich, que comienzan in medias res, para aportar fechas
detalladas sobre la desaparición de mujeres a manos de un metódico asesino en
serie. A pesar de los informes policiales detallados no pueden probar la
implicación de Landrú, quien es
ajusticiado mientras deja con la incertidumbre a la policía, «En todas las batallas hay muertos».
Cualquier
tipo de psicópata imaginable tiene cabida entre estos autores que indagan en la
atracción y el terror que produce el hecho de observar cómo la vida de un
hombre, por más desaprensivo que sea, pende de un hilo.
Hay
veces en que algo parece más complejo que la esquizofrenia, si esto es posible.
León Tolstoi lo demuestra en La muñeca de porcelana cuando su mujer,
delicada, sumisa, se convierte para él en un objeto que puede manipular a su
antojo hasta que ella se rompe; interesante metáfora del lugar que ocupaba la
mujer en el matrimonio, «me la pasé de
una mano a otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la
mañana me levanté y salí sin mirarla […] Creí que todo había pasado. Pero cada
día al quedarnos solos ocurre lo mismo».
Al
hablar de locura no podemos olvidar al maestro de maestros; Allan Poe consigue que su protagonista
se sienta tan orgulloso de su crimen, y a la vez tan culpable, que no parará
hasta que en su monólogo atribulado de El
gato negro se delate ante la policía como asesino. También en este caso la
narración del feminicidio es la base de la locura del protagonista, que aunque
venga disfrazada por celos y abuso del alcohol, lo cierto es que no tolera que
nadie, ni un gato, le demuestre algo de afecto a su mujer.
Italo Svevo, otro pionero de la novela
psicológica, usó, como Poe, algunas teorías de Freud y, con un estilo informal
a veces, casi siempre irónico, describe a sus protagonistas recomidos por la
culpa. Solo así es posible entender que El
asesino de la calle Bellpoggio mate casi por accidente a alguien, tras
quedarse con su dinero y luego, al ser consciente de que será capaz de huir sin
ser visto, dé marcha atrás en sus planes. En realidad, el remordimiento no lo
deja en paz y, haciendo gala de una estupidez fuera de lo común, se delata.
Asimismo
Gaston Leroux, precursor de la
literatura de misterio en Francia, hace de El
hacha de oro un cuento para no dormir, en donde la lógica queda encerrada
en la tensión de la incertidumbre que la propia protagonista intenta aclarar.
El determinismo que subyace en el tema consigue arrastrar al lector a una
profunda desolación cuando es consciente de que nada puede cambiar. Son las
propias circunstancias las que impiden ser feliz «El único crimen que he cometido en mi vida es haberte ocultado todo».
En
esta antología no falta el crimen organizado, tanto que, a finales del siglo
XIX y utilizando un estilo totalmente naturalista, Jack London aporta, con Los
sicarios de Midas, cierto horror filosófico al demostrar cómo la sociedad
puede moldear a los ciudadanos consiguiendo que la culpa se instale en ellos,
cuando ellos mismos ponen en marcha técnicas psicológicas torturadoras. «Somos los fracasos triunfantes, los azotes
de una sociedad degradada. Somos las criaturas de una perfecta selección social
[…] Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados».
Merece
la pena reseñar al marqués de Sade,
quien, fiel a su fama y haciendo gala de un humor corrosivo y desestabilizador,
nos recuerda tanto a los cuentos de Bocaccio como al más sádico Castigo sin venganza del Fénix
aurisecular. En La castellana de
Longeville o La mujer vengada, Sade expone la felicidad que vive un
matrimonio gracias a las infidelidades cometidas por ambos; sus vidas van de
gozo en alegría hasta que él es consciente de que ella lo engaña; de inmediato
pone en marcha un plan, que finalmente le dará justo lo que deseaba para su
mujer. Haciendo uso de la función apelativa y fática, expresa la desfachatez y
el cinismo machistas y la inteligencia femenina para destacar el espíritu libre
del escritor frente al despotismo aristocrático. «No te rías lector […] el vicio decente y secreto puede servir de
modelo, ¿hay algo más feliz que pecar sin escandalizar al prójimo?».
A Ivan Turgueniev le interesa destacar la
falta de moralidad y ética de la sociedad del siglo XIX en La ejecución de Troppmann donde, con cierto humor negro, expone la
parafernalia cruel e innecesaria que rodeaba a los ajusticiamientos en la
guillotina, «un océano entero de seres
humanos, hombres, mujeres y niños movía sus olas desagradables y sucias».
Asimismo
Victor Hugo, en Guillotina, declara que el hombre es mucho peor que el propio
patíbulo, porque es quien lo construye. Y no cabe duda de que si hay algún
relato en el que la neurosis y la locura se alían perfectamente, a pesar de
dejar una sensación oscura e intrigante de terror, es La casa del juez; Bram
Stoker traspasa los umbrales de la vida para advertir, a través de su juez,
que estamos indefensos ante las maldades de los poderosos. Todo se confabula
para protegerlos. El relato contiene condensados el total de los elementos de
la novela gótica: La casa abandonada llena de ruidos a la que nadie quiere ir,
la soledad oscura reavivada por la tormenta, los chillidos de animales
diabólicos, como las ratas, la incompatibilidad con la religión, la repetición
de escenas de horror, la conjunción de características morales y físicas,
situaciones macabras hiperbólicas acentuadas por la concatenación de expresiones
que llevan a lo sobrenatural…
Todo
hace que, en medio de la tensión, descubramos el poder implacable de la mente «Allí, en la silla del juez, con la cuerda
colgando de ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma
fúnebre mirada que este, ahora diabólicamente intensa».
El
primer antecedente del relato policíaco en España lo tenemos también en Asesinos, se trata de El clavo, escrito en 1853 por el
granadino Pedro Antonio de Alarcón
quien con bastantes recursos realistas, repeticiones y una ágil narrativa nos
adentra en la falsa identidad y el peso irremediable de la justicia, siempre
por encima de sentimientos personales «¿Por
qué iba sola? ¿Era casada? ¿Era viuda? ¿Era…? ¿Y su tristeza? ¿Qué la causa?
[…] Ahora bien esta acusada, esta sentenciada ¿sería inocente? ¿Lograría
sincerarse? ¿Se vería absuelta?».
Resulta
curioso; en unos cuentos la mujer no es indultada a pesar de tener sus razones
para el asesinato, sin embargo, en El
indulto de doña Emilia Pardo Bazán,
sí hay liberación para el marido de Antonia, un asesino que la amenazó con
matarla cuando saliera de la cárcel. Y sale, y no la mata con sus propias
manos. Pero Antonia encontrará igualmente la muerte tras una de las escenas más
tremendas y turbadoras de maltrato psicológico «Incorpórase el marido y, extendiendo las manos, mostró querer saltar
de la cama al suelo. Mas ya, Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava,
empezaba a desnudarse».
Gracias
a Álvaro Abós por ser el compilador de los mejores relatos de terror escritos,
sin duda, hasta ahora.
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