Los errantes es un
libro completo, redondo, escrito con diferentes tipos de narrativa que, unidos
a dibujos y mapas pretende ser el retrato más íntimo del ser humano.
Uno
de los mayores temores del hombre es enfrentarse a la pérdida, de ahí que Olga Tokarczuk proponga una vida
nómada, la vida más difícil porque, aunque supone no sentir un apego desmedido
por algo o alguien, evita afrontar la amargura del deterioro desde el momento
en que «la pérdida y el duelo se convierten
el algo cotidiano». Otro temor que nos amenaza es no controlar lo que nos
rodea. En una sociedad avanzada como la del siglo XXI tenemos la impresión de
que todo lo dominamos; vivimos en la era de la comunicación… pero es solo
impresión, de ahí que la autora nos anime a abandonar nuestra posición para
mirar el mundo desde otro punto de vista, para conocerlo realmente, «el París al que llegan no se parece en nada
a la ciudad que han conocido a través de las guías, las películas y la televisión».
En Los errantes subyace la necesidad de escuchar
otras voces para que, al conjugarlas todas, podamos entender al ser humano. A
través de lo cotidiano explora el interior del hombre, probablemente porque la
autora es consciente de que no hay tantas diferencias entre nosotros «El postulado “una personalidad = una
persona” siempre me ha parecido excesivamente reduccionista».
El
viaje interior alude al exterior experimentado desde el tiempo interior,
subjetivo, por eso Tokarczuk se prepara para enfrentarse a lo posible con la
utilización gramatical del futuro. «Encontraremos
allí de todo». El momento que más sorpresa causa en el lector es cuando
toma conciencia de que no existe un espacio determinado ni un tiempo posible «Porque si el futuro y el pasado son
infinitos, en realidad no existe ningún “tiempo ha” y, por supuesto, cuando
afronta con lucidez el hecho de que el lugar no debemos tratarlo como algo
donde tenemos que llegar con un fin determinado, «da igual dónde. Aquí. Aquí estoy». Este podría ser el objetivo
principal del ser humano, estar para los otros, o para sí mismo, el cuándo y el
dónde son lo de menos. Algo de contenido tan filosófico contiene sin embargo
una pragmática usual, por eso durante la lectura, y en bastantes ocasiones,
experimentamos cierto desconcierto, porque somos conscientes de que la idea de
estar de manera continua en un mismo lugar nos sobrepasa; queremos conocer
otros entornos aunque lleve aparejado cierto temor al intentarlo. Nos da miedo
abandonar las comodidades a las que estamos acostumbrados, así que nos
trasladamos con aquellas que nos aportarán la seguridad de lo conocido, «reproducción a menor escala de la vida
sedentaria, como una miniatura de la misma, divertida y un tanto infantiloide».
Nos da miedo encontrar nuestros orígenes, perder la certeza de lo que somos, en
lo que creemos, «Apenas comenzaba su
viaje, y se le veía bastante agobiado por todo ello».
Y a pesar
de este desasosiego ¿por qué somos errantes? Creo que el desencanto con la
sociedad en la que vivimos hace que busquemos otros modos de vida; en el fondo
anhelamos una existencia sin prejuicios, sin pobreza, sin inconsciencia, sin
opresión, sin crueldad. De ahí el movimiento constante que, persistentemente,
desemboca asimismo en la miseria, en la mentira, dejando en el hombre la
desesperanza del que añora, «Era
necesario resignarse al hecho de que no volvería a haber ecosistemas cerrados.
El mundo se había fundido en un solo lodazal».
Cualquier
lector queda satisfecho al leer Los
errantes; no solo podemos enlazar unos relatos con otros hasta concluir que
nuestra vida es la que elegimos, que siempre podemos cambiarla sin huir de la
que tenemos sino acercándonos a otra con ilusión, porque lo cierto es que
nuestra actividad persiste y provoca sentimientos que van desde la confusión
hasta la incomprensión o la pertenencia «Las
playas de arena le pertenecían no en menor grado que sus propios pies y manos».
También
podemos leer por separado alguno de los microrrelatos que lo forman, aspectos
autobiográficos de la autora, biografías de personajes que, como Chopin,
dejaron parte de ellos en varios lugares hasta ser ciudadanos del mundo,
relatos de personas que, aun viviendo en un sitio determinado trasladaban su
pasión a donde fuesen, cuentos imaginados, y tan reales, que retratan con
ternura la vida cotidiana, tal como la vivimos, sin énfasis, porque no
encontraremos en ella grandes situaciones, todo forma parte de lo ordinario, de
lo sencillo. El efecto producido es lo que confiere la personalidad a cada protagonista
y aporta, a su vez, la profundidad al escrito «Pagará facturas, hará la compra, irá a buscar recetas para Petia, al
cementerio, y finalmente viajará al otro extremo de esa ciudad inmensa e
inhumana para sentarse en la penumbra a llorar».
Hay
relatos que se prestan a la exposición de cartas; es lo que ocurre al leer Viajes del doctor Blau, donde, no sin
humor, expone la técnica de la plastinación algo con lo que, dado el amor que
sentimos por nuestro cuerpo, cualquiera de nosotros debería estar de acuerdo,
incluso los católicos más intransigentes pues «Jesús mostrando su carnoso corazón sangrante podría ser el patrón de
la plastinación». Una vez asumido que existe un museo científico, leemos
con estupor y angustia las tres cartas de Joséphine
Soliman a Francisco I, emperador de Austria en las que expresa el dolor por
la brutalidad absurda de aquellos que se consideran superiores a los demás «¿Basta con que una persona sea diferente, […]
para que no le sean aplicables las leyes y costumbres socialmente aceptadas por
todo el mundo?»
Casi
todos los viajes que realizamos, y por ende los que aparecen en Los errantes, marcan la vida, de hecho
la propia vida es un viaje metafórico. El viaje es el eje donde la autora
ensarta temas como la búsqueda de la verdad, la felicidad, la espiritualidad o
el empeño por corporeizar lo espiritual, la tristeza por la situación inferior
de la mujer, la impotencia ante la violencia hacia menores, la crítica a la
prensa amarilla, el maltrato animal…
La
angustia de la duda, el deseo de no afianzarse en el presente tintado de oscuro
pasado, la necesidad de cambio, son síntomas de fracaso personal que lleva
implacablemente a la inadaptación social. De manera inquietante asistimos al
permanente conflicto con la realidad, lo que lleva a soñar climas sombríos
donde residimos mediatizados por el miedo y la crisis de identidad. Con el
viaje soñado buscamos, como Kunichi, nuevas vías para afrontar el
desmoronamiento personal «Espera poder
llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el
mar».
Debemos
leer a Tokarczuk y asistir junto a esta reciente Premio Nobel a la exaltación
de lo imperfecto, a la mirada escéptica de un mundo que no cambia tanto como
nos gustaría.
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