viernes, 7 de febrero de 2020

DEL HONOR EN EL TEATRO ESPAÑOL



Acabo de terminar un libro, corto, que es una joya literaria, tanto por el contenido, escrito por uno de los padres de la filología, como por la forma, ya inusual en esta época.

En cuanto al contenido, Menéndez Pidal repasa, con mayor o menor acierto, los diferentes casos de honor que reflejaba el teatro aurisecular y los enfrenta a otros aparecidos en la narrativa incluso anterior a esa época.

Aquí es donde reside el problema. Todo este mundo literario manifiesta la realidad legislativa de una sociedad medieval, jerárquica. Desde el momento en el que la Iglesia ocupaba, junto al Estado, la cúpula de la pirámide social, no había otro razonamiento. El rey, enviado celestial, podía actuar de la manera más cruel con sus súbditos, emulando el comportamiento que desde tiempos inmemoriales venían ejerciendo los dioses respecto de aquellos mortales que se encontraban en inferioridad de condiciones.

El honor es uno de los conceptos más importantes de la sociedad patriarcal. En Del honor en el teatro español, Menéndez Pidal corrige incluso a Menéndez Pelayo al afirmar que esta cualidad no era un asunto individual, «Menéndez Pelayo escribió que el móvil del honor obedecía al impulso de un egoísmo enfermizo. Yo observaré que es muy impropio llamar egoísmo […] ese depender el honor de la opinión de los demás arguye precisamente en favor de su carácter no egoísta, sino eminentemente social». En fin, hoy lo llamaríamos machismo, pero no vamos a exagerar intentando calibrar una sociedad de hace cuatrocientos años con un punto de vista actual. En el siglo XVII aún no existía el sentimiento machista, por eso se veía normal que el portador del honor fuese exclusivamente el hombre, y dentro de este sexo el hombre noble. Ya se sabe, el pueblo, ya era feliz con tener vida o algo parecido.

No es raro encontrar en el teatro a nobles sin honor por no obedecer las leyes, o a caballeros privados de él cuando han sido víctimas de un agravio y obligados por lo tanto a vengarlo. La ley amparaba estas venganzas y el agraviado podía disponer de la vida de su agresor. Si tenemos en cuenta que la mujer no tenía honor y que era otra posesión más del padre o marido, el espectáculo estaba servido. Cualquier desliz amoroso, real o imaginado, se escarmentaría en el momento con la muerte de la dama. El caballero, según su posición social, podía incluso ser exculpado. Bajo este prisma hemos de asistir al teatro del Siglo de Oro. Por eso no dejan de admirarnos autores como Lope de Vega que intentan una solución más justa para la mujer, aunque la verdad sea que quieren dejar bien alto el pabellón monárquico (la censura, que aparece de variadas formas). El reclamo de justicia de los habitantes de Fuenteovejuna, la decisión de El alcalde de Zalamea y la de Peribáñez son meras excusas para que el rey quede ante todos como justo y bondadoso; esta es la lectura entre líneas, subliminal, porque lo que veían los espectadores es que a la mujer se le perdonaba el desliz de haber sido ultrajada e incluso quedaba recompensada.

Menéndez Pidal alude a otras comedias menores, por la comicidad de las soluciones, en las que la mujer burla al marido o el padre mata a su yerno ante las quejas de éste hacia la fidelidad de su hija casada. Al no tener marido, la hija no ha quitado el honor a nadie. ¿Cuándo se ha visto esto en la literatura? Desde siempre. La comedia clásica grecolatina cuenta con algún ejemplo en el que la mujer burla a su marido sin ser castigada. En la narrativa, los cuentos del Decamerón son asimismo un ejemplo. Pero no nos engañemos, todo está tratado desde una óptica cómica, menor. La religión ha tenido mucho peso en la sociedad, en la forma de pensar, de hecho, el propio don Ramón Menéndez Pidal no puede resistirse a dejar alguna prenda en sus comentarios, pues es casi cómico pensar que la mujer tenía a sus pies al marido «El honor marital quedó bajo muchos aspectos incomprensible después del siglo XVIII […] toda dama casada tenía […] a ciencia y paciencia del marido, un galán que la obsequiaba hasta en la mayor intimidad». Está claro que al creador de la escuela filológica española se le pasó por alto la entrega absoluta que toda mujer casada debía a su marido; de hecho la obra de su propia mujer, lingüista, crítica literaria, filósofa… compañera de María Lejárraga, apenas es conocida. Así pues, hemos de olvidar en lo posible la conjunción Religión-Estado; si queremos tomar en serio a la mujer hemos de hacerlo desde el punto de vista de la ciencia, no desde la Iglesia.

Solo con este ánimo, recordado por M. Pidal, asistiremos al teatro aurisecular «es una impertinencia juzgar los dramas de honor con el criterio de hoy en día». Al tener en cuenta esta premisa podremos disfrutar de lances, enredos, sugerencias veladas, ocurrencias, vestuario, y un verso increíble, inteligente, irónico y emotivo que nos hará vibrar las dos horas de la representación.

Por eso, al leer esta afirmación, algo atrevida del maestro, no podemos pasarla por alto

…a pesar del tercer verso ripioso, sin duda estropeado en la imprenta:

Los padres viejos romanos
por la patria o el honor
los hijos con más furor
degollaban con sus manos.

Es una estrofa de versos octosílabos que riman en consonante a – b – b – a. Creo que esta redondilla cumple con las normas, como casi todo Lope.

La forma del libro es lo que certifica absolutamente su valor; de hojas cuadradas en sepia, de papel durísimo (Offset) con portada en cartulina estucada, está plagado de grabados, cuadros renacentistas y láminas de Goya. La letra de color marrón tipo New Roman grande aporta al conjunto cierta sensación de cuidada antigüedad. Una maravilla que debo agradecer a un amigo ya no tan virtual. Este volumen ocupa un lugar señalado en mi biblioteca. Muchas gracias, David.

2 comentarios:

  1. ¡Menuda disección! Probablemente tu podrías escribir un tratado actualizado sobre el tema. Da gusto leer tus opiniones razonadas sobre cualquier libro, ya sea ensayo o ficción.

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  2. Muchas gracias! Creo que eres demasiado benévolo. Seguimos leyendo!

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