Este
cuento forma parte de una antología recogida por Alberto Fuguet y Sergio Gómez
en McOndo,
editada en 1996. Indudablemente el título ya es provocador pero el prólogo,
escrito por los autores y editores mencionados arriba, lo es más. Este prólogo supone
una denuncia a la imagen anticuada que EE.UU., y el resto del mundo, tiene, o
tenía de Latinoamérica; en la mente de los sudamericanos no entra que surjan
momentos mágicos ni que nazcan niños con rabo de cerdo, ni mucho menos que las
lágrimas caídas a la masa de un pastel consigan emocionar a todo aquél que lo
coma. Latinoamérica es un continente formado por países diferentes con
tradiciones distintas y recorridos políticos desiguales. Por eso la antología
da cabida a escritos de Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Perú… Y como el
resto del mundo han evolucionado. A punto de entrar en el tercer milenio las
preocupaciones de los escritores eran otras; ahora algunos jóvenes viven en
ciudades que tienen gran influencia de EE.UU.; otros, debido a la migración
residen en España, escriben en español y denuncian lo que ocurre en el mundo.
No
hay una literatura toda igual para ellos, no la quieren; pretenden que las
voces sean individuales, que cada autor aporte sus vivencias, su intimidad, la
evolución surgida en su país desde ese Macondo de los 60. De hecho, la
literatura de cualquier lugar se va transformando con el paso del tiempo ¿Por
qué se le exige a todo un continente que permanezca anclado en el pasado?
Pero
se formó un grupo, posterior al Boom, que intentó perpetuar el realismo mágico
y sólo consiguió obras menores. Si llegamos a creer en los Cien años de soledad de
la familia Buendía, porque intuíamos la metáfora de hechos y sentimientos de
distintas generaciones, la magia de Como
agua para chocolate no es creíble, de manera que, al leerla, tenemos la
impresión de estar efectivamente ante una obra menor; una comedia romántica con
la que lloramos pero estamos seguros de que es ficción.
Esto
es lo que quieren evitar las nuevas generaciones. Por eso en McOndo hay cuentos diferentes, unos más
acertados que otros, es cierto, pero en todos se nota que en sus personajes no
hay ingenuidad. Son personajes actuales, del mundo, atrapados por la
globalización que nos envuelve y que, queramos o no, está presidida por EE.UU.,
está presidida por la era virtual.
Cuentos
que quieren ser publicados en su lugar de origen porque las propias capitales
latinoamericanas publican literatura estadounidense o española pero no las
autóctonas. Es curioso cómo, de forma callada, pero inteligente, desde el año
2000 se han levantado voces argentinas, bolivianas, chilenas, mexicanas… sin
necesidad de usar el realismo mágico, y han conseguido el reconocimiento
mundial, Guillermo Martínez, Martín Castagnet, Luciana Souza, Carlos Manuel
Álvarez, Natalia Borges, Felipe Restrepo, Diego Zúñíga o Claudia Ulloa entre
otros son una muestra de ello.
Autores
que han abierto al mundo el realismo actual de sus países de origen,
surrealista y alucinante, mezcla de razas y culturas.
De
todos ellos me gustaría comentar un cuento de Rodrigo Fresán, Señales
captadas en el corazón de una fiesta, cuento que indudablemente pertenece a
la generación mcondiana, no sólo por encontrarlo en esta antología, sino porque
es un fiel reflejo de los rasgos del nuevo grupo, y de su autor, portador de
una escritura totalmente personal; casi podríamos decir que este cuento
constituye una seña de identidad. La característica más sobresaliente de este
argentino es la descripción de un mundo ilógico. Esto lo consigue con una
técnica opuesta a la del iceberg, usada por Hemingway. Fresán, al contrario,
saca a la luz una cantidad ingente de detalles desordenados (aun en la
narrativa corta) a los que luego el lector es capaz de dar forma en su mente,
hasta que adquieren una coherencia y orden cronológico asombrosos.
Así
pues el narrador innominado de Señales
captadas desde el corazón de una fiesta, o Willi, da igual puesto que en un
determinado momento ambos se integran en uno, se siente solo desde su
nacimiento, vive en el seno de una familia con gran vida social pero no tiene
amigos. Sus padres, quienes conviven de forma fría, por convencionalismos,
consiguen que su soledad sea más patente. Sólo entiende a sus progenitores
cuando su padre muere y su madre ya se había ido de casa, angustiada. Entiende
el porqué de sus comportamientos, por qué ha debido ocultar su homosexualidad,
por qué se ha inventado un amigo, una pareja con la que tampoco termina de ser
él mismo, doblegado siempre por condicionamientos sociales o educacionales. Una
vez que comprende que la vida es peor que la muerte decide suicidarse para ser
libre. En otra realidad espera encontrar a alguien que oiga sus llamadas de
socorro.
Lo
esencial de Fresán es que crea su irrealidad privada dentro de lo verdadero
las
señales […] Sísifo separándolas […] por color y peso […] meto las señales en
una botella […] latidos digitales, fuegos de san Telmo en la oscuridad de la
noche de los años luz
La
vida, lo real, está llena de choques contradictorios, como el efímero latir
palpitante de la fiesta frente al largo momento de la soledad y la derrota,
remarcado con el polisíndeton «éstas son,
las señales captadas en el corazón de una fiesta. Las metálicas y frías y
monocordes señales». De hecho lo que tiene mayor sentido es lo que no posee
vida, lo estático, «Miro las fiestas como
si fueran cuadros».
Y
así, en esta ausencia de movimiento, de actividad, el narrador protagonista va
conformando su realidad con toques mágicos y trágicos, él es «Ese que está parado casi en el borde de la
foto mirando hacia afuera, como si quisiera escaparse con un adieu siempre
flotando en los labios del negativo». Para él lo real es surrealista, de
ahí que necesite unir el arte a la vida para que tenga sentido «Yo quiero estar libre de toda biología,
concluye David Byrne […] yo soy el hombre invisible».
El
protagonista, como tantos otros, vive en un ambiente desencantado pero estable,
el de «aquellos exquisitos marginados que
nunca podrán creer en los placeres del sol o las virtudes del día». Por eso
se inventa a otro yo que, al reflexionar, le ayuda a percibir lo ilógico de lo
real, la falsedad de la vida; el ser humano no es tal sino «el síntoma inequívoco del comienzo de la decadencia de un party-animal
agonizante, baby».
La
sociedad actual es un compendio de momentos y situaciones desorganizadas que
nos trae, por efecto de los mass media,
una imagen idealizada del pasado, la que vemos en el cine, la que leemos, la
que recordamos; pero no es cierto, el pasado no era mejor, es el hombre quien,
con el paso del tiempo, va estando peor en el presente, «Ahora son todos jóvenes, gente con muchas fiestas por delante».
Mediante una reflexión filosófica expone una paradoja que entiende a través de
un silogismo basado en las premisas muerte-vida. La muerte no existe para los
muertos, luego los muertos viven. Por eso decide quitarse la vida, ésta está
llena de confusiones y el narrador lo demuestra mediante un estilo
impresionista, múltiples descripciones que reflejan diversas perspectivas y
voces narrativas. Todas ellas se hacen eco, a través de la ruptura de la
escritura lineal, de las conciencias privadas de los personajes. Los diferentes
narradores exponen, en un solipsismo, su yo unido al universo, no al resto de
seres humanos; de hecho todos los narradores conforman uno solo, del que sólo
existe su propia mente «Mi nombre es
Willi y nunca nadie me amó y nunca amé a nadie». La tristeza de esta
soledad lo lleva a abrazar en unos momentos a un amante imaginario, en otros a
un final imaginario para la película de su vida, en otros al dios imaginario
que le presenta la religión… Pero nadie aparece «¿Puede oírme alguien?».
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