No
sé si decir que la novela que acabo de leer es un novelón o un peliculón, tal
es la forma de narrar que tiene el autor. Sólo sé que me ha encantado; y he de
confesar que la empecé con algo de reticencia pues, en general, no me gusta
leer sobre la época de la posguerra española, cada vez la encuentro más
dolorosa y, en particular, no me gusta lo relacionado con la mafia, el submundo
del hampa y todo el horror que conlleva. Está claro que me voy volviendo más
sensible. Aun así comencé Las cenizas de la inocencia y quedé
enganchada desde el principio. No he podido dejarla hasta terminar. El título
hace referencia al tema principal, cómo un chico, apenas un adolescente que
malvive con su madre en una habitación, desde que su padre se alistó en el
bando republicano y a los pocos días les avisaron de que había desaparecido en
la guerra, es capaz de aguantar todo el dolor posible, todo el miedo imaginable
que viene de los chantajes, los trapicheos, las mentiras, hasta conseguir salir
de ese submundo y, con el paso de los años, volver a ser feliz.
Eso
es lo que le ocurre a Emilio, el protagonista que cuenta su historia tal y como
la recuerda en su mente, a través de imágenes, unas más vívidas, otras más
difuminadas, que aportan a la trama una estructura cinematográfica.
Emilio
el Monaguillo «—Porque me paso el día
repartiendo hostias», sin tener mayor aspiración que vivir alguna que otra
aventura en su existencia gris, marcada por la escasez, la privación y un
entorno opresor, del que difícilmente pudieron salir muchas víctimas de la
guerra a las que les tocó quedar en el lugar equivocado, en el barrio equivocado,
es capaz de enfrentarse a esa Madrid tirana que se encarga de quitar
oportunidades para colocarse, es cierto que ayudado por el destino, frente a ella
y conseguir aprovechar la libertad que la capital de España ofertó también en
la posguerra.
Fernando
Benzo construye de forma magistral todo este mundo de falso (y no tan falso)
lujo, de falsa esperanza y de verdadero espanto que envuelve a sus personajes, hasta
el punto que Madrid es otro personaje más. Hay momentos en los que convergen
varios acontecimientos a diferentes individuos en lugares distintos, y mientras
la ciudad se muestra protectora con unos es despiadada con otros. Para
conseguir este efecto, las constantes personificaciones de la capital son
fundamentales «para superar el mal humor
que le dejaban las visitas a Montesquiza», «cubriendo toda aquella ciudad
sometida a un hambre sumisa y a un rencor mal disimulado», «Hasta aquellas calles no llegaban los “simones”,
como entonces se llamaba a los taxis, que llenaban de vida la zona de Preciados»;
así como los antónimos con los que es descrita «Resultaba desconcertante aquel brusco contraste que existía entre la
ciudad y sus alrededores».
Asimismo
también abundan las antítesis en el resto de personajes, que remarcan lo falso
de lo que se ve en discrepancia con la verdad de cada uno «En el escenario, Asia irradiaba seguridad […] Cuando no estaba
actuando, Rosita era una joven de frágil dulzura» «Yo no creo en la venganza
[…] Pero yo creo en la justicia. Y lo que ha ocurrido no es justo» «Las
historias que corrían sobre él eran contradictorias e incompatibles pero, en
todo caso, todos los relatos incluían muerte» «Empecé a convencerme de que
aquel premio de don Matías se había convertido, en realidad, en una condena a
perpetuidad».
No
quiero desvelar demasiado del argumento, merece la pena leerlo, sorprenderse
con las acciones de unos donnadie enfrentados al poder reinante en el barrio,
un poder que tenía sometida a la población, desde influyentes contrabandistas,
que no se escondían ante nadie, hasta especuladores capaces de liquidar a todos
aquellos que trabajaban a sus órdenes sin la menor contemplación, sin sentir un
ápice de aprecio por quienes se jugaban la vida una y otra vez para sacarse
algo de dinero mostrando una lealtad teñida por el miedo, que no servía de nada
si quienes movían los hilos de esas pobres marionetas en sus manos no estaban
de acuerdo con los resultados. Estos traficantes, jefes de la mafia reinante
eran seres superiores, dioses que podían hacer y deshacer a su antojo pues
dormían con la tranquilidad de estar protegidos por estafadores instalados en
la policía, «—De acuerdo, comisario. Pero
si quiere seguir recibiendo mi dinero, necesito ver resultados. […] —Los
tendrá, señor Lanza», terroristas encubiertos, protegidos por un gobierno
al que no le interesaba saber qué cosas o indagar determinados detalles que
harían peligrar sus cargos y posiciones. Es cierto que con el tiempo, unos
lograron continuar en puestos respetables, hacerse millonarios a costa de la
miseria de los demás, pero también lo es que, algunos cayeron por el camino sin
que las autoridades, por las mismas razones, hiciesen nada por aclarar sus
asesinatos. Y es que cuando uno no es de fiar no puede confiar en nadie.
Fernando
Benzo, del que no había leído nada, ha sabido recrear todo este mundo de
amistades eternas, venganzas continuas, rencores acumulados y miedos
constantes, fruto de una situación dantesca que sumió al país en el infierno,
aunque a algunos treneros, correos, matones, estraperlistas, soplones, timadores
y chorizos de tres al cuarto les tocara residir en los círculos más profundos
de éste.
La
narración comienza in medias res,
justo cuando todo el horror ha terminado, cuando Madrid comienza a olvidar, o a
no temer, el pasado. El narrador en primera persona, Emilio, es a su vez uno de
los protagonistas, es uno de los que se vio atrapado por esa ciudad que durante
tanto tiempo le dio la espalda para recompensarlo más tarde. Al mismo tiempo
que va contando cómo pasa a ser Emilio el Monaguillo, cómo empieza a salir
adelante con las enseñanzas y la amistad incondicional de Nico, cómo al
introducirse, sin querer, en el escalón más bajo de la mafia, sus seres
queridos quedan expuestos a una vulnerabilidad total, cómo logra salir de ella,
Emilio recuerda diferentes personajes y hechos que marcaron su vida hasta
hacerlo llegar donde terminó.
La
narración está plagada, pues, de digresiones que nos ponen en situación sobre
quién es ese nuevo personaje, sobre cómo comienza el paso siguiente de la
historia, o acabó en anterior; para ello, a veces el narrador cambia a tercera
persona omnisciente, sin dejar, por lo tanto, ningún cabo suelto. Todo tiene
explicación en Las cenizas de la
inocencia, todo va encaminado a retratar un lugar envuelto en maldad, en
vileza «El Tuerto pasó de ser un preso
sin esperanza a ser un agente de checa con mando en plaza […] Cuando Mosquera (el
Tuerto) reapareció, había cambiado de
nombre y de bando, lo cual no le costó mucho porque nunca sintió apego alguno
por lo uno ni por lo otro […] se encargó también de encabezar a los hombres que
le dieron la paliza a Nico […] y el Tuerto fue también el hombre que apareció
muerto en las obras de unos bloques de viviendas que la empresa de Lanza estaba
realizando…». De esta forma el lector está continuamente ansioso por saber
qué va a ocurrir después, de qué se va a enterar. Otra técnica utilizada con
gran maestría es dejar esta digresión sin terminar, para retomar lo que había
dejado anteriormente o simplemente presentar otra situación. Los finales de
cada escena son dignos de la mejor novela negra por la expectación que
conllevan, o dignos del mejor cine negro americano, en donde cada escena se corta
para dejar que la imaginación del espectador vuele y luego ofrecer lo que había
pensado el guionista. Benzo borda este procedimiento narrativo. En más de una
ocasión me he equivocado, y sorprendido, con lo que capítulos después ha
ocurrido.
Algo
de agradecer es que no es una novela partidista, se exponen tropelías de ambos
bandos porque, no hay que ser ingenuos, en una guerra vale todo con tal de
ganar o salvar la vida. Pero una vez terminada la contienda quienes ostentan el
poder son los que comenten las mayores atrocidades, por miedo a perderlo «El objetivo era cortar de raíz cualquier
riesgo de subversión por pequeño que fuera […] en poco más que una suposición o
en un mero soplo de algún vecino, se le podía complicar mucho la vida al
sospechoso».
En la narración encontramos otros
recursos, literarios o lingüísticos, que consiguen un ritmo ágil, una lectura
rápida; llaman la atención los diálogos, de gran fuerza expresiva pues a la vez
que tienen la función de informar sobre el asunto que se trata, retratan a la
perfección al personaje; es como si el lector estuviese frente a una imagen y
el protagonista se confesara ante él:
—Y
ya ves… Tanto prometerte un futuro maravilloso y va el muy imbécil y se deja
matar en el frente… —Marita acertó a oírle una breve risita sarcástica—. El
gran revolucionario probablemente acabó tirado en alguna cuneta con el pecho
abierto a tiros. Viva la revolución social…
Dio
otra larga calada a su cigarrillo antes de seguir.
En
el ejemplo anterior podemos ver cómo el diminutivo aumenta el sarcasmo
pretendido. También las sinestesias refuerzan el terror «Olía a una desagradable mezcla de moho y orines. No había ninguna luz
y, una vez cerrada la puerta, el silencio era tan espeso como la oscuridad».
Las
descripciones reflejan, con repulsión, el mundo indecente que pueblan los seres
más obscenos e inmorales, consiguiendo un ambiente casi naturalista,
hiperbólico, paradójicamente, por la realidad expuesta «Varias migas saltaron de su boca a la mesa, pero él no pareció darse
cuenta. Una vez que hubo tragado el trozo de torrija, le dio un sorbo al vaso
con café y una ligera espuma se unió al azúcar en las puntas de su bigote».
El
sarcasmo del narrador se evidencia también en la manera partidista de plantear
las noticias periodísticas de la época, y consigue que acuda a lector una
triste sonrisa por el humor contenido «Los
hechos conducían a la sólida conclusión de que aquello había sido un intento de
robo con un final precipitado […] primera crónica sobre su muerte con una
educativa reflexión sobre los riesgos de meterse en asuntos sucios».
El
polisíndeton consigue, de forma majestuosa, ralentizar las imágenes que
interesan, para que tanto la víctima, como el lector se percaten sin prisas de
ello, siempre con el disfrute de uno frente al terror del otro «Pero en el momento en el que la puertecilla
del retrete se abrió con brusquedad y vio el cañón de la pistola delante de su
cara y oyó el breve y sordo zumbido del silenciador, que sonó como un
escupitajo lanzado al centro de su frente…».
Mediante
el paralelismo anafórico refuerza la comparación que Emilio establece entre su
vida y el otro protagonista principal: Madrid.
como
si aquel ojo amoratado y aquel labio partido […] hubiese sido herido por toda
nuestra vida de estrecheces y renuncias, toda la incomodidad […] todo aquel
tiempo perdido […] toda la sorda tristeza […] se transformó en una oscura
niebla que se extendía más allá de nuestra habitación y de la corrala,
cubriendo toda aquella ciudad sometida a un hambre sumisa y a un rencor mal
disimulado.
Los
pronombres catafóricos aseguran la tensión, al ser imposible intuir a quién se
refieren hasta que le interesa al narrador «Se
los toparon al poco de entrar en el túnel […] —Podéis considerarnos unos
colegas de oficio. Y queremos vuestras planchas de impresión».
Y,
por supuesto, el vocabulario, típico de la época ayuda al lector a sentirse
inmerso en el Madrid de la posguerra: «se
sacó un cigarrillo de liar y lo encendió con su yesca», «trabajos esporádicos
de tendera», «empecinada afición por el Soberano», «los chuscos, unos
repugnantes panes de almorta», «un grupo especializado en las sacas», «sólo
buscaba epatar a sus invitados», «se les conocía como zazous».
Gran
novela en todos los sentidos, escrita con una sintaxis perfecta que ofrece un
gran realismo objetivo, y con un final de película en el que se premia al bueno
y castiga al malo (aunque no a todos, pero así es la vida).
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