viernes, 8 de febrero de 2019

LAS CENIZAS DE LA INOCENCIA



No sé si decir que la novela que acabo de leer es un novelón o un peliculón, tal es la forma de narrar que tiene el autor. Sólo sé que me ha encantado; y he de confesar que la empecé con algo de reticencia pues, en general, no me gusta leer sobre la época de la posguerra española, cada vez la encuentro más dolorosa y, en particular, no me gusta lo relacionado con la mafia, el submundo del hampa y todo el horror que conlleva. Está claro que me voy volviendo más sensible. Aun así comencé Las cenizas de la inocencia y quedé enganchada desde el principio. No he podido dejarla hasta terminar. El título hace referencia al tema principal, cómo un chico, apenas un adolescente que malvive con su madre en una habitación, desde que su padre se alistó en el bando republicano y a los pocos días les avisaron de que había desaparecido en la guerra, es capaz de aguantar todo el dolor posible, todo el miedo imaginable que viene de los chantajes, los trapicheos, las mentiras, hasta conseguir salir de ese submundo y, con el paso de los años, volver a ser feliz.

Eso es lo que le ocurre a Emilio, el protagonista que cuenta su historia tal y como la recuerda en su mente, a través de imágenes, unas más vívidas, otras más difuminadas, que aportan a la trama una estructura cinematográfica.

Emilio el Monaguillo «—Porque me paso el día repartiendo hostias», sin tener mayor aspiración que vivir alguna que otra aventura en su existencia gris, marcada por la escasez, la privación y un entorno opresor, del que difícilmente pudieron salir muchas víctimas de la guerra a las que les tocó quedar en el lugar equivocado, en el barrio equivocado, es capaz de enfrentarse a esa Madrid tirana que se encarga de quitar oportunidades para colocarse, es cierto que ayudado por el destino, frente a ella y conseguir aprovechar la libertad que la capital de España ofertó también en la posguerra.

Fernando Benzo construye de forma magistral todo este mundo de falso (y no tan falso) lujo, de falsa esperanza y de verdadero espanto que envuelve a sus personajes, hasta el punto que Madrid es otro personaje más. Hay momentos en los que convergen varios acontecimientos a diferentes individuos en lugares distintos, y mientras la ciudad se muestra protectora con unos es despiadada con otros. Para conseguir este efecto, las constantes personificaciones de la capital son fundamentales «para superar el mal humor que le dejaban las visitas a Montesquiza», «cubriendo toda aquella ciudad sometida a un hambre sumisa y a un rencor mal disimulado», «Hasta aquellas calles no llegaban los “simones”, como entonces se llamaba a los taxis, que llenaban de vida la zona de Preciados»; así como los antónimos con los que es descrita «Resultaba desconcertante aquel brusco contraste que existía entre la ciudad y sus alrededores».

Asimismo también abundan las antítesis en el resto de personajes, que remarcan lo falso de lo que se ve en discrepancia con la verdad de cada uno «En el escenario, Asia irradiaba seguridad […] Cuando no estaba actuando, Rosita era una joven de frágil dulzura» «Yo no creo en la venganza […] Pero yo creo en la justicia. Y lo que ha ocurrido no es justo» «Las historias que corrían sobre él eran contradictorias e incompatibles pero, en todo caso, todos los relatos incluían muerte» «Empecé a convencerme de que aquel premio de don Matías se había convertido, en realidad, en una condena a perpetuidad».

No quiero desvelar demasiado del argumento, merece la pena leerlo, sorprenderse con las acciones de unos donnadie enfrentados al poder reinante en el barrio, un poder que tenía sometida a la población, desde influyentes contrabandistas, que no se escondían ante nadie, hasta especuladores capaces de liquidar a todos aquellos que trabajaban a sus órdenes sin la menor contemplación, sin sentir un ápice de aprecio por quienes se jugaban la vida una y otra vez para sacarse algo de dinero mostrando una lealtad teñida por el miedo, que no servía de nada si quienes movían los hilos de esas pobres marionetas en sus manos no estaban de acuerdo con los resultados. Estos traficantes, jefes de la mafia reinante eran seres superiores, dioses que podían hacer y deshacer a su antojo pues dormían con la tranquilidad de estar protegidos por estafadores instalados en la policía, «—De acuerdo, comisario. Pero si quiere seguir recibiendo mi dinero, necesito ver resultados. […] —Los tendrá, señor Lanza», terroristas encubiertos, protegidos por un gobierno al que no le interesaba saber qué cosas o indagar determinados detalles que harían peligrar sus cargos y posiciones. Es cierto que con el tiempo, unos lograron continuar en puestos respetables, hacerse millonarios a costa de la miseria de los demás, pero también lo es que, algunos cayeron por el camino sin que las autoridades, por las mismas razones, hiciesen nada por aclarar sus asesinatos. Y es que cuando uno no es de fiar no puede confiar en nadie.

Fernando Benzo, del que no había leído nada, ha sabido recrear todo este mundo de amistades eternas, venganzas continuas, rencores acumulados y miedos constantes, fruto de una situación dantesca que sumió al país en el infierno, aunque a algunos treneros, correos, matones, estraperlistas, soplones, timadores y chorizos de tres al cuarto les tocara residir en los círculos más profundos de éste.

La narración comienza in medias res, justo cuando todo el horror ha terminado, cuando Madrid comienza a olvidar, o a no temer, el pasado. El narrador en primera persona, Emilio, es a su vez uno de los protagonistas, es uno de los que se vio atrapado por esa ciudad que durante tanto tiempo le dio la espalda para recompensarlo más tarde. Al mismo tiempo que va contando cómo pasa a ser Emilio el Monaguillo, cómo empieza a salir adelante con las enseñanzas y la amistad incondicional de Nico, cómo al introducirse, sin querer, en el escalón más bajo de la mafia, sus seres queridos quedan expuestos a una vulnerabilidad total, cómo logra salir de ella, Emilio recuerda diferentes personajes y hechos que marcaron su vida hasta hacerlo llegar donde terminó.

La narración está plagada, pues, de digresiones que nos ponen en situación sobre quién es ese nuevo personaje, sobre cómo comienza el paso siguiente de la historia, o acabó en anterior; para ello, a veces el narrador cambia a tercera persona omnisciente, sin dejar, por lo tanto, ningún cabo suelto. Todo tiene explicación en Las cenizas de la inocencia, todo va encaminado a retratar un lugar envuelto en maldad, en vileza «El Tuerto pasó de ser un preso sin esperanza a ser un agente de checa con mando en plaza […] Cuando Mosquera (el Tuerto) reapareció, había cambiado de nombre y de bando, lo cual no le costó mucho porque nunca sintió apego alguno por lo uno ni por lo otro […] se encargó también de encabezar a los hombres que le dieron la paliza a Nico […] y el Tuerto fue también el hombre que apareció muerto en las obras de unos bloques de viviendas que la empresa de Lanza estaba realizando…». De esta forma el lector está continuamente ansioso por saber qué va a ocurrir después, de qué se va a enterar. Otra técnica utilizada con gran maestría es dejar esta digresión sin terminar, para retomar lo que había dejado anteriormente o simplemente presentar otra situación. Los finales de cada escena son dignos de la mejor novela negra por la expectación que conllevan, o dignos del mejor cine negro americano, en donde cada escena se corta para dejar que la imaginación del espectador vuele y luego ofrecer lo que había pensado el guionista. Benzo borda este procedimiento narrativo. En más de una ocasión me he equivocado, y sorprendido, con lo que capítulos después ha ocurrido.

Algo de agradecer es que no es una novela partidista, se exponen tropelías de ambos bandos porque, no hay que ser ingenuos, en una guerra vale todo con tal de ganar o salvar la vida. Pero una vez terminada la contienda quienes ostentan el poder son los que comenten las mayores atrocidades, por miedo a perderlo «El objetivo era cortar de raíz cualquier riesgo de subversión por pequeño que fuera […] en poco más que una suposición o en un mero soplo de algún vecino, se le podía complicar mucho la vida al sospechoso».

En la narración encontramos otros recursos, literarios o lingüísticos, que consiguen un ritmo ágil, una lectura rápida; llaman la atención los diálogos, de gran fuerza expresiva pues a la vez que tienen la función de informar sobre el asunto que se trata, retratan a la perfección al personaje; es como si el lector estuviese frente a una imagen y el protagonista se confesara ante él:

—Y ya ves… Tanto prometerte un futuro maravilloso y va el muy imbécil y se deja matar en el frente… —Marita acertó a oírle una breve risita sarcástica—. El gran revolucionario probablemente acabó tirado en alguna cuneta con el pecho abierto a tiros. Viva la revolución social…
Dio otra larga calada a su cigarrillo antes de seguir.

En el ejemplo anterior podemos ver cómo el diminutivo aumenta el sarcasmo pretendido. También las sinestesias refuerzan el terror «Olía a una desagradable mezcla de moho y orines. No había ninguna luz y, una vez cerrada la puerta, el silencio era tan espeso como la oscuridad».

Las descripciones reflejan, con repulsión, el mundo indecente que pueblan los seres más obscenos e inmorales, consiguiendo un ambiente casi naturalista, hiperbólico, paradójicamente, por la realidad expuesta «Varias migas saltaron de su boca a la mesa, pero él no pareció darse cuenta. Una vez que hubo tragado el trozo de torrija, le dio un sorbo al vaso con café y una ligera espuma se unió al azúcar en las puntas de su bigote».

El sarcasmo del narrador se evidencia también en la manera partidista de plantear las noticias periodísticas de la época, y consigue que acuda a lector una triste sonrisa por el humor contenido «Los hechos conducían a la sólida conclusión de que aquello había sido un intento de robo con un final precipitado […] primera crónica sobre su muerte con una educativa reflexión sobre los riesgos de meterse en asuntos sucios».

El polisíndeton consigue, de forma majestuosa, ralentizar las imágenes que interesan, para que tanto la víctima, como el lector se percaten sin prisas de ello, siempre con el disfrute de uno frente al terror del otro «Pero en el momento en el que la puertecilla del retrete se abrió con brusquedad y vio el cañón de la pistola delante de su cara y oyó el breve y sordo zumbido del silenciador, que sonó como un escupitajo lanzado al centro de su frente…».

Mediante el paralelismo anafórico refuerza la comparación que Emilio establece entre su vida y el otro protagonista principal: Madrid.

como si aquel ojo amoratado y aquel labio partido […] hubiese sido herido por toda nuestra vida de estrecheces y renuncias, toda la incomodidad […] todo aquel tiempo perdido […] toda la sorda tristeza […] se transformó en una oscura niebla que se extendía más allá de nuestra habitación y de la corrala, cubriendo toda aquella ciudad sometida a un hambre sumisa y a un rencor mal disimulado.

Los pronombres catafóricos aseguran la tensión, al ser imposible intuir a quién se refieren hasta que le interesa al narrador «Se los toparon al poco de entrar en el túnel […] —Podéis considerarnos unos colegas de oficio. Y queremos vuestras planchas de impresión».

Y, por supuesto, el vocabulario, típico de la época ayuda al lector a sentirse inmerso en el Madrid de la posguerra: «se sacó un cigarrillo de liar y lo encendió con su yesca», «trabajos esporádicos de tendera», «empecinada afición por el Soberano», «los chuscos, unos repugnantes panes de almorta», «un grupo especializado en las sacas», «sólo buscaba epatar a sus invitados», «se les conocía como zazous».

Gran novela en todos los sentidos, escrita con una sintaxis perfecta que ofrece un gran realismo objetivo, y con un final de película en el que se premia al bueno y castiga al malo (aunque no a todos, pero así es la vida).

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