Todo recuerda a la muerte
en Donde no estás. Una novela cargada de voces narrativas en las que, cada una
bajo su punto de vista, nos lleva al pasado, a principios del siglo XX en
España, a la infancia que le tocó, probablemente la peor de la historia, vivir
a una serie de personas encerradas en su pueblo, luchando contra políticos,
entre ellos mismos en la guerra, y contra sus propios recuerdos que, con el
paso del tiempo se confunden los de unos con los de otros; no hay diferencias
entre los habitantes de Villalba como tampoco las hay entre ellos y la
naturaleza o entre los vivos y los muertos. Las personificaciones se encargan
de recordárnoslo «El viento hacía
susurrar las hojas y era como si los espíritus cuchichearan sobre sus problemas
[…] El cuarto del niño estaba en penumbra, olía a sebo, a cera y a algo más,
una especie de putrefacción».
El interés por lo oscuro
nos lleva al mundo de los sueños; de esta forma la protagonista, Ana, explora
lo desconocido, pues todo le habla mediante el lenguaje oral, gestos o
símbolos; pero allí, en el campo, la sensibilidad de Ana adquiere dimensiones
excepcionales «vi la sombra blanca de una
lechuza […] silenciosa como un fantasma […] había un pozo […] El rocío helado y
húmedo rozaba mis pies desnudos, sentía la luz fría de la luna. Pensaba en la
niña que había crecido con mi madre […] volví a inclinarme sobre su boca y la
llamé. Pero ni un solo sonido salió de mis labios.»
El sueño se mezcla con la
realidad hasta encontrar verdaderos pasajes del Realismo Mágico puesto que las
situaciones quedan exactamente reproducidas, al menos Gustavo Martín Garzo lo intenta, aunque gran carga de tensión
emocional planea sobre esa existencia sin que sea idealizada «Una noche, en uno de mis paseos silenciosos
vi desde la ventana a la Señora en el patio […] Había allí una higuera y su
vestido blanco destacaba entre las hojas oscuras, que recordaban manos humanas.
De pronto empezó a reptar por la pared».
Es difícil encasillar
esta novela, pero no debemos hacerlo pues, excepto acción —a no ser la que nos
imaginemos de los relatos surgidos— encontramos de todo. No es una novela
perteneciente en su totalidad al Realismo Mágico pues a veces nos sorprenden
secuencias que recuerdan a los cuentos tradicionales «una pobre chica que una tarde descendió a escondidas por aquellas
escaleras malditas y nunca regresó. La oían llorar por las noches, pero por más
que la buscaron no pudieron dar con ella». Tampoco es una novela de lo
sobrenatural, aunque a veces haga presencia el amor, la intimidad, en una
realidad paralela «y aunque ella le bañó
varias veces, el olor no tardaba en regresar y sin embargo había en él una
dulzura extraña, desacostumbrada […] Era como un niño robado […] Ella sabía que
algo raro pasaba […] Al tercer día […] vio a su cuñada correr precipitadamente
en su busca. Llevaba una carta en sus manos […] Su marido había muerto tres
días atrás y aquella carta lo anunciaba».-
No es una novela
feminista, aunque sean las mujeres las verdaderas protagonistas y en muchos
casos quienes marcan el camino a seguir «Regina
es grande y pesada, y disfruta aterrorizándonos con sus historias». La
mujer fuerte, decisiva aunque sufridora e infeliz está presente incluso en la
metaliteratura «La historia de Quasimodo
y la desdichada Esmeralda…» «Emma, su protagonista (de Madame Bovary) se ha adueñado de mi vida. Sueño con ella».
La novela es una mezcla
de relatos históricos con personajes costumbristas y otros naturalistas, mezcla
del pasado y del presente, que nunca son objetivos hasta el punto de que todo
en ella queda desfigurado porque «Cuando
hablamos del pasado siempre mentimos. No contamos las cosas como sucedieron
sino como nos hubiera gustado que fueran, ya que la vida nunca es como deseamos
que sea»; por eso Ana, a pesar de aceptar un cambio de identidad para
enterarse de todo lo ocurrido en casa de su abuela, no lo consigue; no obstante
«Iba a decirle que yo no era Lucía, sino
su hija pero […] Bueno, tú también eras una descarada. Te gustaban los hombres
más que a un choto la miel».
Las típicas expresiones
de pueblo van marcando los recuerdos de la abuela, que a veces se contradicen
con los de la criada Fernanda, o pretenden quedar ocultos… hasta que la maestra
de Lucía le entrega a Ana una libreta escrita por su madre para que la leyese
cuando fuera mayor. De ahí que, si hacemos más caso a ese cuaderno,
supuestamente escrito en su contemporaneidad, nos topamos con la brutalidad del
momento, las brumas de los recuerdos se despejan cuando España dejó de ser un
país para convertirse en un nido de rencores, atrocidades y angustias que sus
habitantes se hicieron a ellas intentando no pensar demasiado, porque la
realidad se había desnaturalizado.
Por eso cada
sobreviviente recuerda lo que le interesó o le marcó de forma específica «Ya en el tren de regreso, la abuela se
volvió a Fernanda y le dijo de repente: Nunca he sabido amar. Para la abuela
todo es igual: las personas, los niños, los animales, las gavillas de trigo,
las patatas y los melones».
¿Pero esa animalización
es capaz de permanecer en personas que, como Ana, en la década de los 60, no
vivieron la guerra, no estuvieron en aquellos lugares marcados por el odio? ¿O
es que el ambiente que nos rodea decide nuestros actos como si se tratara de un
sueño en el que no podemos cambiar nada porque no somos dueños de nuestros
actos? ¿O es que existen los fantasmas? «Yo
iba por el pasillo cuando me volví, estaba a mi espalda, mirándome. Parecía
decirme: solo vengo por ti. Enfrente había un espejo pero su figura no se
reflejaba en él».
Lo que está claro es que
son ellas, las mujeres de campo, de pueblo, las verdaderas protagonistas,
mujeres que no podían permitirse, a principios del XX, un momento de flaqueza,
de sensibilidad, mujeres duras cuyos sentimientos quedaron apartados desde
niñas, para no convertirse en objeto de habladurías, para no distinguirse del
resto, «Sois todas igual, unas putas. Los
hombres vendrán a buscaros por las noches, se meterán en vuestras camas para
preñaros, y lo peor es que les suplicaréis, que iréis detrás de ellos como las
perras» (¡Que presente el recuerdo de Bernarda Alba!). Aunque puede que esa
actitud fuese la consecuencia de una realidad tan cruel, que las arrastró por
el fango hasta no dejarlas distinguir el bien del mal, «robaban a los niños. Eran los hijos de los derrotados. Estaban en los
orfelinatos y todas aquellas mujeres de familias del régimen, cuando no podían
parir, los iban a buscar en secreto. Eran las monjas quienes se los daban por
unos cuantos billetes, pensaban que así salvaban sus almas».
En la novela, Gustavo Martín Garzo introduce
constantes alusiones religiosas, como si sólo en la Iglesia, o en Dios,
fuésemos capaces de encontrar la paz, la tranquilidad o el amor, «Este domingo, en la misa, había un
sacerdote nuevo […] nos habló con mucha dulzura de la gracia. La gracia
expresaba el amor que Dios sentía por sus criaturas» «La otra tarde acababa de
sentarme y de coger el breviario…» «Por las tardes me pedía que le leyera
libros religiosos» «Se llamaba como la mujer de Abraham». La religión está
presente de manera continua, aunque la mayoría de las veces es para criticar su
actuación en una sociedad desolada, animalizada, desamparada (de ahí que en
otras ocasiones actúe simplemente como bálsamo aliviador) «Aquella guerra lo cambió todo […] Todo lo mezcló: las cartas de los
novios con las delaciones de los vecinos, la lujuria con las canciones de cuna,
el agua bendita con los asesinatos».
Creo que aquí está la
clave, en la guerra civil cuyas consecuencias fueron la muerte en ambos bandos,
la animalización de los vencedores —por miedo— y la humillación y esclavitud de
los vencidos —por miedo también— Argumento bien escrito, exento de originalidad
aunque tocado por una gran sensibilidad mediante la que sus diferentes
personajes expresan su intimidad y consiguen que el lector reflexione sobre el
dolor y embrutecimiento posterior de la gente, sobre todo de los pueblos, del
campo, al quedar unida a la naturaleza como si fuera parte de ella, donde las
catástrofes se suceden sin remedio; y sobre la angustia y temor de aquellos
vencedores que sufrieron una reeducación por parte de los militares para que
obedecieran sus aspiraciones, haciéndoles pensar que cualquier otra situación
sería peor.
La guerra fue perfecta
para esta reeducación, pues al agotar físicamente el cuerpo se crean personas
menos propensas a discutir (es luego cuando aparecen los traumas) «y las mujeres estaban sujetas sin remedio a
la voluntad de sus maridos y sus padres. A tu padre muchas de aquellas cosas no
le gustaban, pero tenía miedo a lo que este cambio podía provocar».
España se convirtió en un
lugar en el que cualquier momento que no estuviera presidido por la muerte
significaba felicidad, y esto queda expuesto en Donde no estás con descripciones espeluznantes «y tenían al niño muerto sobre la mesa de la cocina […] la madre estaba
junto al pequeño. No decía nada»; con comparaciones desoladoras «La muerte era que dejaran de buscarte, como
si en el juego del escondite todos se olvidaran de ti»; o con metáforas que
consiguen de la narración una expresión, a veces, poética «el amor para las mujeres: meter un león en casa […] sentirles rugir
por la noche en la puerta de sus dormitorios». Asimismo la escritura está
llena de analepsis que nos llevan al pasado, y de digresiones mediante las que
descubrimos paisajes y acciones que tuvieron sentido —o sinsentido— en su
momento; de hecho la novela comienza in
medias res «He vuelto a ver a la
Señora. Estaba al pie de la cama…» y el principio de la historia queda en
el capítulo 34 «No había hecho a gusto
aquel viaje. La idea de encontrarme con una vieja malhumorada a la que no
conocía no me atraía lo más mínimo.» Y esa es la realidad que percibimos en
las páginas de Donde no estás, una
verdad difuminada por el supicio de aquéllos a los que les tocó vivir un
determinado momento, que hizo de sus vidas un caos causante de la mansedumbre
necesaria para que no distinguieran el presente del pasado o del futuro; todo
era lo mismo, incluso sus sentimientos, ocultos desde el momento en que nacían
Novela pues,
definitivamente, de reivindicación a la memoria histórica, pues si leemos Donde no estás, no querremos permitir
otra situación siquiera parecida.
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