Hay novelas duras por el contenido. Otras se nos muestran con un lenguaje tan riguroso que también es difícil leerlas. Las niñas del naranjel está escrita con una suavidad casi poética, el ritmo flexible de la prosa le confiere sonoridad lírica, tanto que, en ocasiones, nuestra mente lee intentando poner melodía a los versos de la canción que tenemos ante nuestros ojos. Aunque no deseemos hacerlo, aunque pensemos que no puede ser, que no nos relaja, que es imposible que el entorno que surge pueda aportar alguna protección. Pero lo hace.
Las niñas del naranjel
cuenta, a tres voces, la vida de Catalina de Erauso, la Monja Alférez. Ruiz de
Alarcón escribió, sobre1626, la vida de esta dama que estuvo a cargo de su tía,
en un convento, desde muy pequeña hasta que con 15 años ser escapó en busca de
libertad y, como no podía ser de otra manera, la encontró bajo apariencia de
hombre, algo que le dio la oportunidad de partir a América y servir al rey.
Antonio de Erauso, ahora, se convierte en un soldado de renombre que debe
luchar ante todo con su condición sexual hasta que el rey y el propio papa
Urbano le dan su bendición y permiten que sea hombre hasta el final de sus
días.
Cuatro
siglos han pasado y el tema ha atraído a guionistas de cine, escritores de
novela y dramaturgos. Todas las adaptaciones tienen un punto que las
singulariza pero en todas se destacan los desafíos que tienen que afrontar las
personas que no se sienten de acuerdo con su sexo.
En
mayo estuve en el corral de comedias de Almagro donde asistí a la
representación de La Monja Alférez, a
cargo de La Percha Teatro, una compañía joven que en 2024 la estrenó como su
segunda producción. Quedé tan maravillada que despertó mi curiosidad. Al poco,
Antonio me regaló la novela de Gabriela
Cabezón Cámara en la que no hay un ápice del humor teatral. La argentina
aborda el tema del travestismo con un punto de irreverencia que lo hace más
duro; las dificultades por las que tuvo que pasar Catalina-Antonio como monja,
arriero, tendero, soldado, paje…, son terribles. Como uno de los narradores de
esta novela, Antonio escribe una carta a su tía, monja, mientras recorre la
selva de Perú con Michĩ y Mitãcuña, dos niñas que liberó a punto de morir de
hambre y frío; con dos monitos; con una yegua y su cría a la que alimentará y
compartirá su leche con las niñas; y con una perra. El grupo se enfrenta ahora
a los peligros de los soldados, que buscan a Antonio, y a los de la selva.
Pero
una de las mayores aves carroñeras, el jote, sobrevuela los pasos del grupo. La
tensión va en aumento ante las dificultades, hasta que estamos seguros de que
el jote tendrá su oportunidad con otras víctimas.
La
novela va cambiando el foco: el convento, los conquistadores españoles, los
indios humillados y Catalina-Antonio que debe enfrentarse, además, a su batalla
personal, que confiesa sus pecados a través de la carta a su tía y reclama, a
los lectores, una vida normal para aquellos de género no binario. Obra, pues,
de total actualidad y universal. Gabriela Cabezón une a la exposión-denuncia del
tratamiento indígena y la confluencia de razas, el problema existencial de
identidad, la oposición destino-azar y la relación
libertad-responsabilidad-caos.
En
cuanto a la autora, mantiene el realismo en la descripción de las costumbres
aberrantes de los conquistadores, poniendo en tela de juicio quiénes fueron los
verdaderos salvajes, dónde residió la barbarie. Sin embargo cuando nos
encontramos ante las experiencias del grupo fugitivo, el estilo se baña con la
magia latinoamericana de mediados del siglo XX. Mientras el jote los sigue
sobrevolando, una yaguaretesa se encarga de dar calor a las niñas por la noche.
Los monitos, Tekaka y Kuaru, les traen frutos de los árboles y la yegua,
Orquídea, comparte la leche del potrillo. La perrita, Roja, es el componente
lúdico.
En
esta irrealidad no existe la fantasía. Todo se vive de manera natural. Tampoco
el tiempo se sucede de forma lineal; las constantes preguntas de las niñas
hacen que Antonio deje de escribir y participe del presente hasta que los
recuerdos se le amontonan y necesita sacarlos a la luz de su carta mientras las
niñas pasean o juegan por la intrincada selva cantando, para que él pueda
localizarlas en cualquier momento y evitarles posibles peligros.
La
magia es parte de las vivencias de los personajes que la asimilan con
normalidad; el narrador tampoco ofrece explicaciones sobre los hechos, se
limita a contarlos, sin embargo estos elementos mágicos tienen significados
profundos. Cabezón Cámara explora los sentimientos, mientras rechaza la realidad
al cuestionar los poderes de la iglesia y del ejército sobre el pueblo, la
supremacía del cristianismo sobre otras religiones saca a la luz otra dimensión
de lo humano. Será en este aspecto religioso donde la autora agudice el
sarcasmo con un estilo casi documental, la historia se mezcla con la literatura
en descripciones bufonescas «El obispo,
un querubín enorme, inclinó los rulos rubios que le aureolaban la cara rosada y
buscó los ojos del capitán», en afirmaciones sobre la supremacía europea «No saben hacer cuentas los indios esos que
hay en la selva», en imágenes que enfatizan lo maravilloso y lo exótico «que este nuevo mundo es viejo y tiene
árboles antiguos y antiguas selvas pródigas en delicias». Destaca la
perspectiva humanística de Antonio como participante de la conquista,
limitándose a contar lo que ve, a obedecer unas veces y a desobedecer otras,
cuando las barbaridades son evidentes «Ahí
había dos jaulas. Adentro de una, un mono gordo, uno muy flaco y otro
raquítico, ya muerto. En la otra una criatura muy pequeña y flaca como un
alambre».
La
crónica novelada aparece en Las niñas del
naranjel en las cartas que Antonio escribe a su tía, pero sobre todo entre
los diálogos que mantienen los soldados con los prelados, donde observamos el
punto de vista, patente, de los españoles y el encubierto de los nativos.
Asimismo
en las descripciones de los personajes la autora visibiliza, a través de la
animalización, el carácter de cada uno. No podía ser de otra forma; los que
allí estaban eran bestias: «O las indias
bautizadas que estarían desfilando a sus habitaciones, arrastradas por las
garras de los soldados»; (el obispo) «Enseguida
fue presa de las moscas. Posóse una, atrevida […] empezaron a dejar sus huevos
en las cavidades del ilustre prelado que vivió una metamorfosis extraordinaria
a nido de larvitas».
Con
solo dos palabras retrata al capitán como un depredador de los débiles, no
ofrece oportunidades, solo espera a tener a todos reunidos para hacerlos
desaparecer. Por el contrario, Catalina-Antonio representa la liberación, el
orgullo y la fuerza que tuvo en un mundo que le fue hostil, «Antonio tiene perfil de águila y el capitán
de oso hormiguero».
La
historia es dura, porque realmente lo es entrar en un país y tomarlo por la
fuerza. Época terrible que se repite cinco siglos después. No escarmentamos; por
eso Gabriela Cabezón elige una literatura casi surrealista, casi de realismo
mágico terrorífico. No podemos olvidar el daño que los hombres hemos hecho,
para no volver a cometerlo. No podemos obviar el dolor de las personas que no
se pueden integrar en la sociedad porque son extrañas de sí mismas; su cuerpo
no les pertenece. No debemos permitir que sigan sufriendo humillaciones de los
que se creen superiores o normales, sin saber que su actitud no es normal ¿o sí
lo saben y les da igual?
Además
de esta literatura que cabalga entre la narración, el diálogo, la epístola y la
crónica, otros recursos la convierten en una obra lírica: Epanadiplosis para
reforzar el sometimiento sarcástico al capitán «De nada, señor, de nada»; Metáforas poéticas que suavizan la barbarie,
no de la selva sino de los conquistadores «la
luna alumbra un hueco de cielo desmayado ya de naranja» Uso del condicional
con el que dificulta la distinción de lo vivido «saldría yo de allí […] iría el lunes a la tienda…»; cambio de
vocal en la etimología por asimilación con selva para conseguir un término más
natural:
—Eso
sólo hácenlo los salvajes
—¿Quién
son los selvajes?
[…]
—De
la selva somos selvajes
Conectores
sin sentido que aportan más sinsentido a las torturas «Como porfían en su ignorancia, les hace dar una vuelta» (en el
potro).
El
uso de las oraciones cortas aumenta el ritmo, a veces crean una tensión
desmedida en el lector, otras enfatizan momentos clave y siempre mantienen el
impacto de la dureza argumental «Ha de
hacer tronar el escarmiento. Ay. Espira, las ceremonias. Inspira. Ay, los
tambores del patíbulo. Espira. Ay, la postura erecta. Inspira…».
En fin, obra dura, difícil de asimilar en su contenido y forma. Pero imprescindible porque, aunque resulte paradójico, la escritura es perfecta, mágica, casi establece una coreografía con las escenas que describe.
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