sábado, 3 de diciembre de 2022

LA CIUDAD


En el siglo XVIII, Thomas Hobbes se refirió al estado natural del hombre, en El Leviatán, como Homo hominis lupus, locución latina extraída de Asinaria, de Plauto: Lupus est homo homini. Esto he sentido al leer La ciudad. Me ha resultado muy difícil digerir lo que les sucede a las protagonistas, a todas, porque en general se confirma que el hombre (masculino) es malo por naturaleza, que privilegia su propio bien por encima del de los demás, aunque en este caso sea por encima de la mujer, Homo lupus est mulier. ¿Dónde queda la libertad? ¿Dónde la humanidad? ¿Cómo es posible asistir a un terror desatado, a horribles atrocidades sin sentirnos cómplices? Porque lo somos. Cuando la degradación no nos toca de lleno simplemente la vemos pasar. El problema viene cuando nos roza.

En el siglo XXI, la compañía de teatro Ron Lalá apuntó en Crimen y telón, «Cada vez estamos más conectados. Cada vez nos sentimos más solos». Esto es lo que he sentido al leer la novela de Lara Moreno. Vivimos rodeados de gente, muchos en grandes ciudades y sin embargo hay pocas personas de las que estamos seguros que nos ayudarían llegado el caso.

La ciudad es una novela densa. A un edificio del centro de Madrid, en el que hay diferentes tipos de viviendas, según las posibilidades económicas de sus residentes, van llegando, por diferentes razones, tres mujeres muy distintas: Oliva, española, está alquilada en una de las casas pequeñas, sin apenas luz natural, con su hija de seis años, Irena; pronto se sumará Max, el novio de Oliva, diez años más joven que ella y con grandes problemas de autoestima que desembocan en malos tratos psicológicos —y físicos— hacia su pareja que, a pesar de sentirse acosada, horrorizada, temerosa por Irena, mantiene en su casa a Max. «Oliva siempre había tenido lo que suele llamarse un carácter fuerte. Pero hasta las lobas saben cuándo no tienen más remedio que ser corderos. Se quejó, ni siquiera en voz alta […] Y lo siguiente fue una galaxia que estalla por primera vez, una constelación de metralla formándose en las paredes, en el techo, en los azulejos del baño y de la cocina […] El aullido fue atronador. Oliva sintió en sus huesos el impacto del sonido».

Al edificio llega Damaris, después de que un terremoto en Armenia le tirara su casa encima. Su marido falleció al instante. El pueblo, Salento, quedó sepultado por la tierra. Damaris dejó en Colombia a su madre y a sus dos hijos con su hermana y vino a Madrid, como cuidadora de unos gemelos que veían poco a sus padres «Los gemelos la llaman Dama, y a veces, por descuido o por vileza, la llaman mamá […] ha recogido la cocina […] y ha tenido tiempo de sentarse en un taburete a morder un par de patatas cocidas y una manzana […] Le pincha el lumbago cuando consigue sacarlos de la bañera».

Y después de una travesía horrible desde Tánger, después de ser tratada como un animal en el campo de Málaga, después de ser violada por el conductor que la lleva a Madrid, Horía consigue, ¡por recomendación!, un trabajo de portera en el mismo edificio. Solo quiere encontrar a su hijo de 14 años que huyó del cuidado de su abuela para venir también a España, a una vida mejor. «También es bueno no estar gorda, porque las gordas no pueden agacharse bien y no les sirven. Luego, cuando vengan a seleccionarnos los empresarios españoles, será distinto. Ahí sí tenemos que estar bonitas, como el ganado en las ferias».

En La ciudad se exponen con dureza los diferentes tipos de trabajo para los diferentes tipos de inmigrantes. Pero ellas ya vienen a España tras salir de su propio infierno dejando lo que más quieren, a sus hijos, para que ellos puedan aspirar al sueño que no se les hará realidad en la miseria en la que viven. Lo soportarán todo con tal de ahorrar unas migajas que enviarán a sus casas.

La escritura de la novela no es lineal; con analepsis va entrando en el pasado de las tres protagonistas para desvelar cómo llegaron a la situación que, in medias res da comienzo a la trama.

La soledad de esas mujeres que conviven en un mismo edificio es letal. El maltrato sufrido por Oliva afecta a la convivencia con los vecinos, a la convivencia con sus propios amigos, a la vida de su hija, a la propia maltratada que no entiende la actitud de un hombre que la desprecia mientras ella, incomprensiblemente, lo ama. «Habrá distancia, el hombre tumbado en el sofá, cerrado por dentro y por fuera, ejerciendo un castigo que Oliva no asume pero ha de soportar. No vienes a la cama. No me apetece».

El diálogo es en estilo indirecto libre, algo que consigue tensar aún más el ambiente, y asfixia no solo a las protagonistas, también al lector, a quien no permite ni un segundo de relajación, porque Lara Moreno saca a la luz la realidad que tapa la propia sociedad, que solo ve la cara amable de la violencia silenciada, el trato correcto pero implacable de los jefes de Damaris, las buenas maneras, aunque frías, que Max deja ver, la ayuda externa que superficialmente recibe Horía. Las tres están sobreexplotadas y lo saben y lo aguantan porque no tienen otro remedio.

La prosa de Moreno es visceral, relata escenarios turbulentos desde el punto de vista de nuestra sociedad actual, disculpando a los humilladores, a los maltratadores de esas mujeres; relata violencias justificadas por las propias violentadas «Max está haciendo un esfuerzo». Violencias tan implacables que desembocan en diferentes autolesiones, a propósito, por parte de Oliva, machacando su cuerpo en espera de una posible ayuda, por parte de Horía, o descuidando la propia salud para no perder el trabajo, por parte de Damaris. Las tres son víctimas de actos criminales, inhumanos, que los diferentes dueños de su suerte o cuerpo ejecutan contra ellas, porque son mujeres que han nacido en el lugar equivocado, donde no existe la suerte, tampoco la recompensa ni la justicia.

A pesar de estar en un lugar multitudinario, todos los días van siendo relegadas, van quedando más solas y nadie hace nada por evitarlo, ni siquiera ellas mismas.

La ciudad presenta lo más asqueroso del ser humano. Gente que viola cuerpos, mentes, derechos sin piedad, sin cesar. Leer La ciudad es algo parecido a la tortura que le imponen a Alex DeLarge (personaje interpretado magistralmente por Malcolm Mc Dowell en La naranja mecánica): ver violencia hasta que no puedas más, hasta que, a pesar de que eres violento, la desprecies. ¿Dará resultado? No lo sé. Es cierto que son 319 páginas densas, eternas, de mujeres y atropello, mujeres y acoso, mujeres y pobreza, mujeres y amenazas, mujeres y dolor.

Lo más triste es que Lara Moreno no las enclava en una sociedad distópica. Este es nuestro espacio, un lugar en el que la condición humana va quedando relegada a animal, un lugar en el que unos son culpables por hecho y derecho y otros, muchos, somos culpables pasivos. Podemos identificar tras las máscaras de Oliva, Damaris, Horía e Irene a personas reales. Es un desafío para cualquier crítica delimitar la ficción de la novela pues el edificio de La ciudad no es sino el testimonio de una urbe con distintas clases sociales y económicas, donde tenemos la impresión de vivir en una época pretérita en la que los derechos no eran para todos. La ausencia del diálogo directo acorta el espacio-tiempo hasta reducirlo a un cronotopo 0 en el que la voz de la autora intercambia una y otra vez la información con el lector, «Horía no oye el murmullo de las terrazas llenándose, las cañas de cerveza, los boquerones en vinagre […] Solo el ruido del ascensor subiendo y bajando por los rieles […] Las posibilidades la debilitan, la dejan rota […] Nada. Esperar».

Lara Moreno localiza su novela en una ciudad con nombre y apellidos, Madrid siglo XXI, pero igual podría ser Huelva siglo XX, Francia siglo XIX, Europa siglo XVI. Con esto se aleja de cualquier tópico o estereotipo para señalar directamente al ser humano. A la deshumanización del hombre «Las estanterías, completamente vacías, como justo antes del fin del mundo».

No hay comentarios:

Publicar un comentario