En
el siglo XVIII, Thomas Hobbes se refirió al estado natural del hombre, en El Leviatán, como Homo hominis lupus, locución latina extraída de Asinaria, de Plauto: Lupus est homo homini. Esto he sentido
al leer La ciudad. Me ha resultado muy difícil digerir lo que les
sucede a las protagonistas, a todas, porque en general se confirma que el
hombre (masculino) es malo por naturaleza, que privilegia su propio bien por
encima del de los demás, aunque en este caso sea por encima de la mujer, Homo lupus est mulier. ¿Dónde queda la
libertad? ¿Dónde la humanidad? ¿Cómo es posible asistir a un terror desatado, a
horribles atrocidades sin sentirnos cómplices? Porque lo somos. Cuando la degradación
no nos toca de lleno simplemente la vemos pasar. El problema viene cuando nos
roza.
En
el siglo XXI, la compañía de teatro Ron Lalá apuntó en Crimen y telón, «Cada vez
estamos más conectados. Cada vez nos sentimos más solos». Esto es lo que he
sentido al leer la novela de Lara Moreno.
Vivimos rodeados de gente, muchos en grandes ciudades y sin embargo hay pocas
personas de las que estamos seguros que nos ayudarían llegado el caso.
La ciudad es una novela densa. A un edificio
del centro de Madrid, en el que hay diferentes tipos de viviendas, según las
posibilidades económicas de sus residentes, van llegando, por diferentes
razones, tres mujeres muy distintas: Oliva, española, está alquilada en una de
las casas pequeñas, sin apenas luz natural, con su hija de seis años, Irena;
pronto se sumará Max, el novio de Oliva, diez años más joven que ella y con
grandes problemas de autoestima que desembocan en malos tratos psicológicos —y
físicos— hacia su pareja que, a pesar de sentirse acosada, horrorizada,
temerosa por Irena, mantiene en su casa a Max. «Oliva siempre había tenido lo que suele llamarse un carácter fuerte.
Pero hasta las lobas saben cuándo no tienen más remedio que ser corderos. Se
quejó, ni siquiera en voz alta […] Y lo siguiente fue una galaxia que estalla
por primera vez, una constelación de metralla formándose en las paredes, en el
techo, en los azulejos del baño y de la cocina […] El aullido fue atronador.
Oliva sintió en sus huesos el impacto del sonido».
Al
edificio llega Damaris, después de que un terremoto en Armenia le tirara su
casa encima. Su marido falleció al instante. El pueblo, Salento, quedó
sepultado por la tierra. Damaris dejó en Colombia a su madre y a sus dos hijos
con su hermana y vino a Madrid, como cuidadora de unos gemelos que veían poco a
sus padres «Los gemelos la llaman Dama, y
a veces, por descuido o por vileza, la llaman mamá […] ha recogido la cocina
[…] y ha tenido tiempo de sentarse en un taburete a morder un par de patatas
cocidas y una manzana […] Le pincha el lumbago cuando consigue sacarlos de la
bañera».
Y
después de una travesía horrible desde Tánger, después de ser tratada como un
animal en el campo de Málaga, después de ser violada por el conductor que la
lleva a Madrid, Horía consigue, ¡por recomendación!, un trabajo de portera en
el mismo edificio. Solo quiere encontrar a su hijo de 14 años que huyó del
cuidado de su abuela para venir también a España, a una vida mejor. «También es bueno no estar gorda, porque las
gordas no pueden agacharse bien y no les sirven. Luego, cuando vengan a
seleccionarnos los empresarios españoles, será distinto. Ahí sí tenemos que
estar bonitas, como el ganado en las ferias».
En La ciudad se exponen con dureza los
diferentes tipos de trabajo para los diferentes tipos de inmigrantes. Pero
ellas ya vienen a España tras salir de su propio infierno dejando lo que más
quieren, a sus hijos, para que ellos puedan aspirar al sueño que no se les hará
realidad en la miseria en la que viven. Lo soportarán todo con tal de ahorrar
unas migajas que enviarán a sus casas.
La
escritura de la novela no es lineal; con analepsis va entrando en el pasado de
las tres protagonistas para desvelar cómo llegaron a la situación que, in medias res da comienzo a la trama.
La soledad
de esas mujeres que conviven en un mismo edificio es letal. El maltrato sufrido
por Oliva afecta a la convivencia con los vecinos, a la convivencia con sus
propios amigos, a la vida de su hija, a la propia maltratada que no entiende la
actitud de un hombre que la desprecia mientras ella, incomprensiblemente, lo
ama. «Habrá distancia, el hombre tumbado
en el sofá, cerrado por dentro y por fuera, ejerciendo un castigo que Oliva no
asume pero ha de soportar. No vienes a la cama. No me apetece».
El
diálogo es en estilo indirecto libre, algo que consigue tensar aún más el
ambiente, y asfixia no solo a las protagonistas, también al lector, a quien no
permite ni un segundo de relajación, porque Lara Moreno saca a la luz la
realidad que tapa la propia sociedad, que solo ve la cara amable de la
violencia silenciada, el trato correcto pero implacable de los jefes de
Damaris, las buenas maneras, aunque frías, que Max deja ver, la ayuda externa
que superficialmente recibe Horía. Las tres están sobreexplotadas y lo saben y
lo aguantan porque no tienen otro remedio.
La
prosa de Moreno es visceral, relata escenarios turbulentos desde el punto de
vista de nuestra sociedad actual, disculpando a los humilladores, a los
maltratadores de esas mujeres; relata violencias justificadas por las propias
violentadas «Max está haciendo un
esfuerzo». Violencias tan implacables que desembocan en diferentes
autolesiones, a propósito, por parte de Oliva, machacando su cuerpo en espera
de una posible ayuda, por parte de Horía, o descuidando la propia salud para no
perder el trabajo, por parte de Damaris. Las tres son víctimas de actos
criminales, inhumanos, que los diferentes dueños de su suerte o cuerpo ejecutan
contra ellas, porque son mujeres que han nacido en el lugar equivocado, donde
no existe la suerte, tampoco la recompensa ni la justicia.
A
pesar de estar en un lugar multitudinario, todos los días van siendo relegadas,
van quedando más solas y nadie hace nada por evitarlo, ni siquiera ellas
mismas.
La ciudad presenta lo más asqueroso del ser
humano. Gente que viola cuerpos, mentes, derechos sin piedad, sin cesar. Leer La ciudad es algo parecido a la tortura
que le imponen a Alex DeLarge (personaje interpretado magistralmente por
Malcolm Mc Dowell en La naranja mecánica):
ver violencia hasta que no puedas más, hasta que, a pesar de que eres violento,
la desprecies. ¿Dará resultado? No lo sé. Es cierto que son 319 páginas densas,
eternas, de mujeres y atropello, mujeres y acoso, mujeres y pobreza, mujeres y
amenazas, mujeres y dolor.
Lo
más triste es que Lara Moreno no las enclava en una sociedad distópica. Este es
nuestro espacio, un lugar en el que la condición humana va quedando relegada a
animal, un lugar en el que unos son culpables por hecho y derecho y otros,
muchos, somos culpables pasivos. Podemos identificar tras las máscaras de
Oliva, Damaris, Horía e Irene a personas reales. Es un desafío para cualquier
crítica delimitar la ficción de la novela pues el edificio de La ciudad no es sino el testimonio de
una urbe con distintas clases sociales y económicas, donde tenemos la impresión
de vivir en una época pretérita en la que los derechos no eran para todos. La
ausencia del diálogo directo acorta el espacio-tiempo hasta reducirlo a un
cronotopo 0 en el que la voz de la autora intercambia una y otra vez la
información con el lector, «Horía no oye
el murmullo de las terrazas llenándose, las cañas de cerveza, los boquerones en
vinagre […] Solo el ruido del ascensor subiendo y bajando por los rieles […]
Las posibilidades la debilitan, la dejan rota […] Nada. Esperar».
Lara Moreno localiza su novela en una ciudad con nombre y apellidos, Madrid siglo XXI, pero igual podría ser Huelva siglo XX, Francia siglo XIX, Europa siglo XVI. Con esto se aleja de cualquier tópico o estereotipo para señalar directamente al ser humano. A la deshumanización del hombre «Las estanterías, completamente vacías, como justo antes del fin del mundo».
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