viernes, 16 de diciembre de 2022

CARCOMA

Hace tres años leí y comenté un libro de Dolores Reyes que me impactó sobremanera; desarrollado en la Argentina más profunda, Cometierra denuncia la violencia machista a través del poder de una niña que, al comer la tierra en la que está enterrada una víctima sufre lo mismo que ella, mientras desde el más allá le revela qué le ocurrió.

Ahora, he terminado de leer Carcoma y no he podido evitar la comparación. Son dos libros en los que la acción queda oculta en los sentimientos y la realidad queda enmascarada con la sensibilidad de mujeres capaces de comunicarse con sombras que, aunque pertenecen a otro mundo, se quedan con ellas para transmitirles su dolor.

Layla Martínez pertenece a una generación de escritoras, envidiable, que denuncia, sin aspavientos, con calma, toda la existencia de maltrato y humillación, venganza, odio y miedo hacia los débiles de la sociedad. Son ellos, a través de las mujeres, los que representan a los parias de una España que se comporta igual ahora que en el siglo pasado. Para los más miserables el tiempo no evoluciona, es un continuo que los aprisiona hasta hacerles doblar la espalda, bajar la cabeza y soportar lo que quieran los vencedores de una guerra cruel primero, los que se acercaron a quien pudiera favorecerlos después, los que han nacido, ahora, con la vida resuelta. Gente sin escrúpulos para los que la justicia es favorable hagan lo que hagan y que van generando en los débiles un continuo comezón de odio capaz de venganzas terribles, aunque en realidad la mayoría de ellas sea sinónimo de justicia.

La carcoma no es otra cosa que las larvas de un insecto capaces de dañar la madera al perforarla mientras la comen.

Carcoma es el conjunto de personas que perforan a otras hasta dejarlas dañadas y en un desamparo tal que pueden llegar a actuar como han sido tratadas, como animales.

Layla Martínez expone la vida de dos mujeres sin nombre, invisibles para la sociedad, una abuela y una nieta, generaciones diferentes pero con las mismas oportunidades y receptoras del mismo trato. Obligadas a vivir en la casa, verdadera protagonista, la que se convierte en guardiana, la que las defiende pero las hace prisioneras. No pueden salir de ella, no pueden aspirar a más. Esto nos lo advierte la nieta cuando empezamos a leer, «Cuando crucé el umbral, la casa se abalanzó sobre mí […] La mala sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar en esta casa».

No leemos engañados, ya nos lo han advertido; lo duro es descubrir por qué esa mala sangre.

Las mujeres que habitan la casa están atormentadas por las sombras que se esconden en ella, sombras que pertenecieron a quienes quisieron escapar. La casa y sus moradoras son una misma cosa, sombras que recorren las habitaciones, se esconden en los armarios, debajo de las camas, en la cocina, en sus miradas para que hablen por ellas ya que no pudieron hacerlo cuando estaban vivas. Los vecinos del pueblo, a pesar del miedo que les causa, acuden a la casa por superstición, porque creen que sus propias sombras se comunican con las de la abuela y todos quieren saber qué pasó con un hijo, dónde está un padre… Supersticiones que no son sino la culpa que los embarga por su comportamiento.

La autora exterioriza la sensibilidad extrema de la mujer que se ha visto como desecho desde su nacimiento, que no ha tenido oportunidades de creer en el futuro porque está destinada a terminar como las que la precedieron, despreciada y utilizada, envidiada y temida por aquellos que ven peligrar su condición y por eso las utilizan a su antojo, sin piedad. Las mujeres de lo más bajo del escalafón social deben quedar en su círculo, sin pretender igualarse a nadie, alimentando el odio contra todos los que las han dañado, vengándose como pueden aun sabiendo que la represalia supondrá alargar su propia condena porque la culpa roe por dentro, «racarracarracarraca en el cerebro», hasta hacer desaparecer lo que queda de belleza y humanidad en cualquier persona.

Los personajes son reconocibles en cualquier pueblo, en barrios, en ciudades: ricos, de cualquier edad, que se piensan superiores a los pobres, pobres con ganas de tener su minuto de gloria sin saber que será efímera y ellos pueden ser los siguientes aplastados, semejantes a quienes la soledad y el desamparo convierten en animales «cada uno tenía su culpa y ninguno de los dos la había pagado. Los desgraciados siguieron con su vida como si mi hija no hubiese existido […] Como si yo no fuese a cobrarme la deuda».

El argumento es demoledor y creíble porque el tema fundamental, el odio de las habitantes de la casa, está en el aire, las envuelve en un realismo mágico tal que no puede ser sino real. El rencor ha sido el resultado de tantos años de maldiciones sufridas, de conjuraciones en su contra, de no verse socorridas por el prójimo, «los santos no me habían dicho un nombre porque daba igual cuál de los dos lo hubiese hecho».

La novela es devastadora porque la casa es la que se erige como verdadera protagonista, la heroína, la que aguanta intacta el paso de cuatro generaciones mientras engendra mujeres con carcoma incesante que las roe.

El lenguaje acompaña en todo momento los sentimientos obsesivos de los personajes, onomatopeyas que ayudan a perforar el interior de las mujeres «rarrarrarrarra hasta que te cava la fosa» «el dinero […] hace que nada chirríe que todo encaje en su sitio clicliclic» «ese cracracra se le metió en la cabeza porque en esta casa todo se te mete ahí dentro y te escarba y te escarba» «la escuchaba cracracracra escarbándome en el cerebro».

La obsesión se acrecienta con repeticiones polisindéticas que ahondan aún más en el vacío que sienten esas mujeres.

Mediante la función conativa, la protagonista toma contacto con el lector para que se implique en la trama y empatice con ella «Ya os lo he contado que la vigilé sin descanso mientras crecía».

A través de las acciones de la abuela, alienta a los desheredados de la tierra a que despierten, «el día que los pobres empezásemos a cobrar deudas muchos no iban a tener cochiquera donde esconderse».

El uso del lenguaje vulgar para definir a los desclasados consigue ensalzar el afán de protagonismo de los ricos, su forma de hacerse valer en la sociedad dejando siempre a los pobres por debajo, más incultos, menos posibilidades, más culpables «…ahí tan pija tan delgada tan joven tan bien maquillada y tan bien vestida […] sin ejques sin muchismo sin bonicos sin enca. Con todas las letras […] sin escándalos sin juramentos sin amenazas sin maldiciones». El asíndeton aporta rapidez a las actuaciones de los poderosos y las expresiones anafóricas paralelísticas contribuyen a que encontremos fácilmente cuáles son las amenazas veladas.

A lo largo de la historia encontramos párrafos enteros sin comas, no hay nada que separe la soledad que sienten; a este recurso efectivo se une, a veces, la repetición de palabras que inciden en el dolor, en la angustia incesante de la mujer. No hay pausas en su desconsuelo, la vida es un tormento continuo, «la que sentía el dolor la culpa el desgarro de romperse romperse porque el cuerpo de su hija seguía en algún zarzal en algún barranco en…». Asimismo a lo largo de la trama aparecen prolepsis anunciando la desgracia de la que no podrán escapar, «He oído el llanto del niño» y analepsis que retroceden a desdichas pasadas «La vieja me puso la mano en el brazo y a mí se me vino al cuerpo todo lo que había pasado». El miedo que sufren estas mujeres es infinito, no tiene principio ni fin.

Y como en toda historia de terror, las ironías, los rastros de humor también son negros pues reflejan situaciones duras en las que no hay comunicación ni acercamiento entre madre e hija. El día a día no contempla conversaciones, solo amenazas «me había encontrado tumbada en el suelo con la mirada perdida en el techo. Como te quedes idiota te regalo a las monjas, dijo mi madre».

Con estos recursos Layla Martínez expone, sin piedad, las barbaridades de la posguerra, la vida miserable de los pobres, la tristeza, la animalización que soportan, el maltrato físico y psicológico que la mujer viene sufriendo desde tiempos inmemoriales, la corrupción y mentira de la religión, corrupción e hipocresía de la Iglesia, la justicia social que solo es para algunos, el determinismo…

Hay que leer Carcoma, porque Layla Martínez nos exhorta a que nos queramos más.

1 comentario:

  1. Enhorabuena por el trabajazo que te has marcado. Ha quedado claro por qué Carcoma es el gran éxito editorial independiente del momento.

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