Hace
tres años leí y comenté un libro de Dolores Reyes que me impactó sobremanera;
desarrollado en la Argentina más profunda, Cometierra denuncia la violencia
machista a través del poder de una niña que, al comer la tierra en la que está
enterrada una víctima sufre lo mismo que ella, mientras desde el más allá le
revela qué le ocurrió.
Ahora,
he terminado de leer Carcoma y no he podido evitar la
comparación. Son dos libros en los que la acción queda oculta en los
sentimientos y la realidad queda enmascarada con la sensibilidad de mujeres
capaces de comunicarse con sombras que, aunque pertenecen a otro mundo, se
quedan con ellas para transmitirles su dolor.
Layla Martínez pertenece a una
generación de escritoras, envidiable, que denuncia, sin aspavientos, con calma,
toda la existencia de maltrato y humillación, venganza, odio y miedo hacia los
débiles de la sociedad. Son ellos, a través de las mujeres, los que representan
a los parias de una España que se comporta igual ahora que en el siglo pasado.
Para los más miserables el tiempo no evoluciona, es un continuo que los
aprisiona hasta hacerles doblar la espalda, bajar la cabeza y soportar lo que
quieran los vencedores de una guerra cruel primero, los que se acercaron a
quien pudiera favorecerlos después, los que han nacido, ahora, con la vida
resuelta. Gente sin escrúpulos para los que la justicia es favorable hagan lo
que hagan y que van generando en los débiles un continuo comezón de odio capaz
de venganzas terribles, aunque en realidad la mayoría de ellas sea sinónimo de
justicia.
La
carcoma no es otra cosa que las larvas de un insecto capaces de dañar la madera
al perforarla mientras la comen.
Carcoma es el conjunto de
personas que perforan a otras hasta dejarlas dañadas y en un desamparo tal que
pueden llegar a actuar como han sido tratadas, como animales.
Layla
Martínez expone la vida de dos mujeres sin nombre, invisibles para la sociedad,
una abuela y una nieta, generaciones diferentes pero con las mismas
oportunidades y receptoras del mismo trato. Obligadas a vivir en la casa,
verdadera protagonista, la que se convierte en guardiana, la que las defiende
pero las hace prisioneras. No pueden salir de ella, no pueden aspirar a más.
Esto nos lo advierte la nieta cuando empezamos a leer, «Cuando crucé el umbral, la casa se abalanzó sobre mí […] La mala
sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar
en esta casa».
No
leemos engañados, ya nos lo han advertido; lo duro es descubrir por qué esa
mala sangre.
Las
mujeres que habitan la casa están atormentadas por las sombras que se esconden
en ella, sombras que pertenecieron a quienes quisieron escapar. La casa y sus
moradoras son una misma cosa, sombras que recorren las habitaciones, se
esconden en los armarios, debajo de las camas, en la cocina, en sus miradas
para que hablen por ellas ya que no pudieron hacerlo cuando estaban vivas. Los
vecinos del pueblo, a pesar del miedo que les causa, acuden a la casa por
superstición, porque creen que sus propias sombras se comunican con las de la
abuela y todos quieren saber qué pasó con un hijo, dónde está un padre…
Supersticiones que no son sino la culpa que los embarga por su comportamiento.
La
autora exterioriza la sensibilidad extrema de la mujer que se ha visto como
desecho desde su nacimiento, que no ha tenido oportunidades de creer en el
futuro porque está destinada a terminar como las que la precedieron,
despreciada y utilizada, envidiada y temida por aquellos que ven peligrar su condición
y por eso las utilizan a su antojo, sin piedad. Las mujeres de lo más bajo del
escalafón social deben quedar en su círculo, sin pretender igualarse a nadie,
alimentando el odio contra todos los que las han dañado, vengándose como pueden
aun sabiendo que la represalia supondrá alargar su propia condena porque la
culpa roe por dentro, «racarracarracarraca
en el cerebro», hasta hacer desaparecer lo que queda de belleza y humanidad
en cualquier persona.
Los
personajes son reconocibles en cualquier pueblo, en barrios, en ciudades:
ricos, de cualquier edad, que se piensan superiores a los pobres, pobres con
ganas de tener su minuto de gloria sin saber que será efímera y ellos pueden
ser los siguientes aplastados, semejantes a quienes la soledad y el desamparo
convierten en animales «cada uno tenía su
culpa y ninguno de los dos la había pagado. Los desgraciados siguieron con su
vida como si mi hija no hubiese existido […] Como si yo no fuese a cobrarme la
deuda».
El argumento es demoledor y creíble porque el tema fundamental, el odio de las habitantes de la casa, está en el aire, las envuelve en un realismo mágico tal que no puede ser sino real. El rencor ha sido el resultado de tantos años de maldiciones sufridas, de conjuraciones en su contra, de no verse socorridas por el prójimo, «los santos no me habían dicho un nombre porque daba igual cuál de los dos lo hubiese hecho».
La
novela es devastadora porque la casa es la que se erige como verdadera
protagonista, la heroína, la que aguanta intacta el paso de cuatro generaciones
mientras engendra mujeres con carcoma incesante que las roe.
El
lenguaje acompaña en todo momento los sentimientos obsesivos de los personajes,
onomatopeyas que ayudan a perforar el interior de las mujeres «rarrarrarrarra hasta que te cava la fosa»
«el dinero […] hace que nada chirríe que todo encaje en su sitio clicliclic»
«ese cracracra se le metió en la cabeza porque en esta casa todo se te mete ahí
dentro y te escarba y te escarba» «la escuchaba cracracracra escarbándome en el
cerebro».
La
obsesión se acrecienta con repeticiones polisindéticas que ahondan aún más en
el vacío que sienten esas mujeres.
Mediante
la función conativa, la protagonista toma contacto con el lector para que se
implique en la trama y empatice con ella «Ya
os lo he contado que la vigilé sin descanso mientras crecía».
A
través de las acciones de la abuela, alienta a los desheredados de la tierra a
que despierten, «el día que los pobres
empezásemos a cobrar deudas muchos no iban a tener cochiquera donde esconderse».
El
uso del lenguaje vulgar para definir a los desclasados consigue ensalzar el
afán de protagonismo de los ricos, su forma de hacerse valer en la sociedad
dejando siempre a los pobres por debajo, más incultos, menos posibilidades, más
culpables «…ahí tan pija tan delgada tan
joven tan bien maquillada y tan bien vestida […] sin ejques sin muchismo sin
bonicos sin enca. Con todas las letras […] sin escándalos sin juramentos sin
amenazas sin maldiciones». El asíndeton aporta rapidez a las actuaciones de
los poderosos y las expresiones anafóricas paralelísticas contribuyen a que
encontremos fácilmente cuáles son las amenazas veladas.
A
lo largo de la historia encontramos párrafos enteros sin comas, no hay nada que
separe la soledad que sienten; a este recurso efectivo se une, a veces, la
repetición de palabras que inciden en el dolor, en la angustia incesante de la
mujer. No hay pausas en su desconsuelo, la vida es un tormento continuo, «la que sentía el dolor la culpa el desgarro
de romperse romperse porque el cuerpo de su hija seguía en algún zarzal en
algún barranco en…». Asimismo a lo largo de la trama aparecen prolepsis
anunciando la desgracia de la que no podrán escapar, «He oído el llanto del niño» y analepsis que retroceden a desdichas
pasadas «La vieja me puso la mano en el
brazo y a mí se me vino al cuerpo todo lo que había pasado». El miedo que
sufren estas mujeres es infinito, no tiene principio ni fin.
Y
como en toda historia de terror, las ironías, los rastros de humor también son
negros pues reflejan situaciones duras en las que no hay comunicación ni
acercamiento entre madre e hija. El día a día no contempla conversaciones, solo
amenazas «me había encontrado tumbada en
el suelo con la mirada perdida en el techo. Como te quedes idiota te regalo a
las monjas, dijo mi madre».
Con
estos recursos Layla Martínez expone, sin piedad, las barbaridades de la
posguerra, la vida miserable de los pobres, la tristeza, la animalización que
soportan, el maltrato físico y psicológico que la mujer viene sufriendo desde
tiempos inmemoriales, la corrupción y mentira de la religión, corrupción e
hipocresía de la Iglesia, la justicia social que solo es para algunos, el
determinismo…
Hay que leer Carcoma, porque Layla Martínez nos exhorta a que nos queramos más.
Enhorabuena por el trabajazo que te has marcado. Ha quedado claro por qué Carcoma es el gran éxito editorial independiente del momento.
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