En
la última novela de Estela Melero
los límites entre un tiempo y otro se desdibujan cuando nos encontramos en el
mismo espacio; es una estrategia literaria para realizar, en principio, una
crítica social hacia ciertos establecimientos que dan cabida a «ignoscents, folls e orats». Pero una
vez que nos adentramos en las páginas descubrimos otros intereses.
No
cabe duda de que en el siglo XV existió una cruda sociedad en decadencia que
negaba la libertad, los derechos de los más débiles, alienados, pobres, prostitutas…
Quienes estaban en posiciones privilegiadas ostentaban el poder sobre los
demás, considerando a algunos de ellos meros animales. La sociedad actual ha
avanzado algo.
Hay
dos textos diferenciados en Locos e inocentes que corresponden a
dos etapas distintas de la Historia, a dos mujeres de distinta condición social
y a dos maneras de perder la cordura. Es una novela que constituye un
testimonio para hacernos reflexionar sobre la salud mental, la medicina, las
instituciones sanitarias y su organización.
Los
hechos sucedidos tanto a Caterina como a Lidón se van uniendo en una trama, muy
bien ideada, en la que llama la atención la capacidad que tenemos los humanos
para mantener escondida la culpa, hasta que sale, y nos atrapa en un caos
mental capaz de destruirnos.
En
el centro penitenciario para enfermos mentales, de Valencia, Lidón cuenta su
vida a Blanquita, mera figura simbólica con la que la protagonista mantiene un
diálogo interior mientras intenta recordar por qué está encerrada, por qué de
pronto se vio privada de su éxito como doctora en Historia de la Universidad.
Pero no será suficiente, harán falta otros personajes que cierren el círculo
para ayudar a Lidón a recordar lo que pasó un día que la declararon culpable de
asesinar a Martín, su exmarido, con quien mantenía buenas relaciones.
Conforme
vayamos oyendo a esta reclusa presagiaremos que ha sido víctima de un complot;
la actitud que tenía Andreu, su nueva pareja tras divorciarse de Martín, era
agobiante. Nunca la abandonaba; celoso, aunque transigiera con que Martín
siguiera estando en su vida, y en su casa; la hacía sentir querida en sus brazos
aunque presumiera que también estaba en los de su ex… A Andreu lo vemos como el
prototipo de hombre controlador, de ahí que pase a ser el principal sospechoso.
Conforme leemos, nuestra percepción va cambiando; los sospechosos se
multiplican, las causas para hacer daño a Lidón, también; hasta que al final,
Estela Melero permite, con un giro sorprendente, que la propia protagonista se
construya como persona. Es un momento tenso en el que Lidón comienza a actuar
sin ningún tipo de restricción para dejar al lector en shock; somos observadores de la situación hasta que atamos cabos y
entendemos a Lidón, sentimos con ella el vértigo angustioso cuando descubre que
los valores que la sustentaban se desvanecen, «Me doy cuenta ahora de que mi infelicidad procedía de la misma
búsqueda de la felicidad. Una incesante búsqueda que no te da paz».
El
remordimiento ha conseguido taladrar su mente hasta escindirla, ¿o es al revés?
¿Puede una mente dividida llevarnos a cometer actos que nos dañen? ¿Hasta dónde
conviene que un cerebro en ebullición se relaje?
Hay dos
temas relevantes en Locos e inocentes;
en la historia de Caterina se esconden las pulsiones más abyectas del ser
humano, ese que hoy perdería el calificativo de tal y que pertenece a una Edad
Media mucho más cercana a nosotros de lo que nos gustaría, «La muchacha le respondió que la había visto una vez, en una de las
orgías, cuando giraba la cabeza para no ver lo que a ella le hacían, como si
eso le pudiera restar dolor o vergüenza». La autora denuncia la falta de
ética de los responsables de ciertas instituciones que la tienen por bandera:
médicos y sacerdotes; teje una prosa con experiencias reales, consideraciones
reflexivas y estrategias narrativas, para construir una seña de identidad, la
suya, la de la mujer que narra un hecho real mientras defiende la libertad de
la mujer para utilizar su cuerpo como quiera y denuncia la actitud de quienes
la apresan para torturarla mientras se creen con libertad para utilizar su
cuerpo y descargar en él sus perversiones.
En
la historia de Lidón se esconde el afán de ascender laboral y socialmente, aun
sabiéndolo inmerecido por haber hecho uso del engaño y la ocultación.
Tanto
Caterina como Lidón son sensuales, mujeres que disfrutan con el placer hasta
que un hombre, real o imaginario, se interpone para hacerlas sufrir hasta
volverlas locas; tanto, que solo hay una salida para ellas, la muerte, real o
cerebral, «Yo te liberé de aquel
incendio. Te llevé a casa y cuando nos avisaron tú estabas tan drogada que solo
asentías con la cabeza […] tus pensamientos son míos, tus actos, también».
Las
protagonistas se han visto privadas de su seña de identidad; cada una de forma
distinta, pero en ambas el éxito alcanzado queda truncado por unas relaciones
perturbadoras. Son mujeres que han transgredido la norma, así que consciente o
inconscientemente quedan marcadas por la culpa, un sentimiento que pocas veces
se porta bien con quien lo padece.
Locos e inocentes hay que leerlo del tirón para poder
sufrir sus efectos sin obstáculos que nos relajen, porque sabemos que al
retomar la lectura, seguirá la tensión. Es lo que tiene la culpa, el poder de
conseguir que no olvidemos, de hacernos creer que nos hemos liberado hasta que
sale de lo más recóndito de nosotros para demolernos. Cuando todo pasa, cuando
terminamos la novela, se apodera de nosotros un desasosiego del que no podemos
escapar hasta que no hemos diseccionado los hechos. Y los hechos ficticios
quedan avalados por la realidad; la historia es testigo del trato vejatorio que
los poderosos dan a quienes no pueden pedir ayuda, porque se ven tan insignificantes
que se sienten culpables de lo que les ha pasado «. Me grita que ha asesinado a Sara y Sergio Me grita, llora. Oigo las
sirenas. Se corta […] Ahora irá al centro, como yo».
Y la
Historia es testigo de que las más vapuleadas son las mujeres, en el siglo XV y
en el XXI, probablemente porque somos más emocionales, o no, pero está claro
que llevamos las de perder «Los médicos
habían dejado que Caterina participara en orgías, aunque su estado físico y
mental se deterioraba por momentos».
Y si esto está claro en Caterina, con Lidón permanece nuestra inquietud al preguntarnos hasta qué punto la culpa es exclusiva de uno mismo ¿Somos los únicos responsables de nuestra forma de actuar? «No tengo la culpa. Es un psicópata que me ha embaucado. No he sido yo, ha sido él».
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