Hay
que leer a Chesterton. Aunque no nos
guste la política. Aunque no confesemos con ninguna religión. A pesar de eso,
todos deberíamos leer, al menos, uno de los ocho relatos que conforman Elhombre que sabía demasiado.
Son relatos independientes, pero de alguna manera, vamos siendo testigos en
ellos de cómo la amistad entre Horne Fisher y Harold March va creciendo, desde
que se encuentran en La cara en el blanco
hasta que se separan en La venganza de la
estatua. Una amistad en la que prima, sobre todo, el respeto y la confianza
por lo que la fidelidad está asegurada.
Los
relatos constituyen una paradoja sobre la condición de la sociedad y están
construidos desde el humor y el espíritu crítico. Cada uno comienza con la exposición
de un ambiente determinado en el que las intenciones que llevan los agrupados
allí se verán malogradas por un asesinato. El nexo de unión de los relatos es
Horne Fisher, un político que no ejerce pero sí su familia y sus conocidos. El
narrador, en tercera persona, expone cada caso como un acertijo de lógica
aunque Fisher se valga también, para resolverlo, de excelentes razonamientos
filosóficos.
Harold
March es un periodista político cuyos conocimientos sobre el funcionamiento del
gobierno son extraordinarios pero tiene poca intuición sobre la manera de
pensar de los demás y se deja convencer fácilmente; para eso está asistido por
Fisher, alguien que se dedica a observar a los demás, llegando a conocer
perfectamente al ser humano. Esto, lejos de contentarlo, lo ve como una
fatalidad; tiene la impresión de que sabe demasiado. Probablemente sea esa la
causa de su apatía ante lo que lo rodea. Entre estos dos personajes retratan, a
lo largo de los ocho relatos, las pasiones humanas: el complejo de inferioridad
en La cara en el blanco, el fanatismo
religioso o político en Las fugas del
príncipe, la avaricia en El alma del
colegial, la extorsión en La fuente
insondable, la deslealtad hacia la propia profesión en El agujero en la pared, la culpa en Manía de pescador, los intereses personales por encima de la
familia en El loco de la familia y la
honradez pese a la familia en La venganza
de la estatua.
Estos
arrebatos consiguen hacer del ser humano alguien atroz, sin escrúpulos para
agraviar de forma oculta, mientras intenta que los demás no distingan su
evidente incapacidad. En todos los relatos la hipocresía humana es evidente y
universal; a pesar de estar escritos en 1922 el mal funcionamiento político es
bastante actual.
Como
Sherlock Holmes y Watson, en 1887, Fisher y el bueno de March forman una pareja
entrañable y aguda a quien no confunden las apariencias por muy engañosas que
sean. A pesar de su aire despistado, la lógica con la que Fisher encara las
desapariciones es aplastante; Chesterton se vale de ella para proclamar, ante
todo, el sentido común como único recurso para mantener en paz una sociedad,
algo que si en 1922 estaba en entredicho, en 2022 también.
Hay
otro punto que une estos cien años, y es la falta de ética general. En realidad
leer a Chesterton supone la desilusión que lleva el confirmar el escaso razonamiento
del ser humano cuando se trata de pensar como colectivo frente a las excesivas
reflexiones si queremos sacar provecho de manera individual. El sentido común
de Fisher va unido al sentido del humor del narrador. Los relatos tienen gran
inventiva, son agudos e ingeniosos, tanto que en pocas páginas consiguen
resolver un crimen o un robo «me parecía
que en ese asesinato había un error […] Un hombre había llevado allí a otro con
intención de precipitar su cuerpo en el pozo; pero nadie había caído finalmente
en él […] una fea sospecha sobre cierta posible sustitución, sobre un cambio de
papeles»
El
método que usa es casi siempre deductivo, parte de dos o tres premisas para
llegar a la conclusión, o bien parte de unos hechos con los que elabora una
hipótesis, la enfrenta a la realidad y la confirma «…Pero si estaba muerto y usted tenía una razón para matarlo, pudo
callarse por miedo […] —Sí, yo tenía un motivo. —Entonces está a salvo —repuso
Fisher…».
Para
el detective aficionado la búsqueda de la verdad está siempre en la virtud del
ser humano, por eso los inocentes quedan a salvo; pero en general, los ocho
cuentos de El hombre que sabía demasiado
suponen una visión amarga y desesperanzada «Gané
la elección, pero jamás entré en los Comunes. Mi vida se ha desarrollado en
aquel cuartito de una isla solitaria. […] Probablemente moriré allí» El
apático Horne Fisher, relacionado con las altas esferas políticas, se ve
envuelto en diferentes asesinatos que consigue resolver, a pesar de que en la
resolución permanece el tono amargo del fracaso; el asesino puede quedar libre
porque sería improbable que la sociedad creyera su culpabilidad de tan absurda
que resulta. Los asesinos planean crímenes perfectos y sólo Fisher está en
posesión de la verdad, «La inteligencia
contemporánea no acepta nada que se le imponga por autoridad, pero en cambio
acepta cualquier cosa sin autoridad».
El
humor y los planteamientos asombrosos son una excusa para exponer la psicología
del ser humano y la clave de su comportamiento, algo que se aprende a base de
escuchar y observar, «En realidad todos
nosotros vivimos en la más absoluta dependencia y sin embargo hablamos sin
cesar de independencia».
Fisher
está atento a todo lo que ocurre a su alrededor: cambios, estructuras,
opiniones… a veces una palabra es la clave para dar con el asunto; de esta
manera se mete en la piel del asesino y puede entender su punto de vista;
interpreta lo que ve y llega a asombrosas paradojas que aparecen en el relato
como metáforas, «el lápiz de plata de la
luna…», ironías o juegos de ingenio «si
hay algún animal viviente que detesto es un valet».
Asombra
encontrar, en una narración repleta de duras críticas a la hipocresía humana y
a la realidad sociopolítica, la gran imaginación visual de las descripciones en
las que aparecen, con tintes nostálgicos, conjunciones en desuso de origen
medieval, «Horne Fisher, maguer su
afectada indiferencia…», sustantivos americanos «había escuchado esas futilezas con íntima impaciencia» o
locuciones preposicionales típicas en Argentina, indudable fruto del magnífico
traductor, Julio Cortazar, «Y luego de
atravesar el césped pasó al otro lado…».
Además,
en esta maravillosa edición de Alma Clásicos Ilustrados, podemos leer otros relatos
en los que quedan confrontadas la lógica y la superstición para llegar a la
conclusión, como en El relato de los
árboles pavo real, de que las apariencias engañan y la verdad puede residir
donde no se la espera, «Todas las
lánguidas maneras del esteta lo abandonaron de pronto». La confrontación de
La torre de la traición complica un
espacio onírico hasta que es capaz de ordenar el caos, de sacar a la luz el
enigma sin violencia, algo que dice mucho del optimismo de Chesterton «En la soledad de aquel callado y frondoso
desierto el joven andaba hacia atrás […] Cuando este muro miraba hacia el
oriente, las piedras relucían como pálidos mármoles».
Y
por supuesto, las ilustraciones de Natalia Zaratiegui aportan otro valor añadido a este clásico. Es increíble cómo
láminas tan sencillas, en rojo y negro, exponen la reflexión que el autor
realiza en sus cuentos.
El relato y la ilustración quedan unidos como muestra del arte contemporáneo.
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