viernes, 14 de octubre de 2022

EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

Hay que leer a Chesterton. Aunque no nos guste la política. Aunque no confesemos con ninguna religión. A pesar de eso, todos deberíamos leer, al menos, uno de los ocho relatos que conforman Elhombre que sabía demasiado. Son relatos independientes, pero de alguna manera, vamos siendo testigos en ellos de cómo la amistad entre Horne Fisher y Harold March va creciendo, desde que se encuentran en La cara en el blanco hasta que se separan en La venganza de la estatua. Una amistad en la que prima, sobre todo, el respeto y la confianza por lo que la fidelidad está asegurada.

Los relatos constituyen una paradoja sobre la condición de la sociedad y están construidos desde el humor y el espíritu crítico. Cada uno comienza con la exposición de un ambiente determinado en el que las intenciones que llevan los agrupados allí se verán malogradas por un asesinato. El nexo de unión de los relatos es Horne Fisher, un político que no ejerce pero sí su familia y sus conocidos. El narrador, en tercera persona, expone cada caso como un acertijo de lógica aunque Fisher se valga también, para resolverlo, de excelentes razonamientos filosóficos.

Harold March es un periodista político cuyos conocimientos sobre el funcionamiento del gobierno son extraordinarios pero tiene poca intuición sobre la manera de pensar de los demás y se deja convencer fácilmente; para eso está asistido por Fisher, alguien que se dedica a observar a los demás, llegando a conocer perfectamente al ser humano. Esto, lejos de contentarlo, lo ve como una fatalidad; tiene la impresión de que sabe demasiado. Probablemente sea esa la causa de su apatía ante lo que lo rodea. Entre estos dos personajes retratan, a lo largo de los ocho relatos, las pasiones humanas: el complejo de inferioridad en La cara en el blanco, el fanatismo religioso o político en Las fugas del príncipe, la avaricia en El alma del colegial, la extorsión en La fuente insondable, la deslealtad hacia la propia profesión en El agujero en la pared, la culpa en Manía de pescador, los intereses personales por encima de la familia en El loco de la familia y la honradez pese a la familia en La venganza de la estatua.

Estos arrebatos consiguen hacer del ser humano alguien atroz, sin escrúpulos para agraviar de forma oculta, mientras intenta que los demás no distingan su evidente incapacidad. En todos los relatos la hipocresía humana es evidente y universal; a pesar de estar escritos en 1922 el mal funcionamiento político es bastante actual.

Como Sherlock Holmes y Watson, en 1887, Fisher y el bueno de March forman una pareja entrañable y aguda a quien no confunden las apariencias por muy engañosas que sean. A pesar de su aire despistado, la lógica con la que Fisher encara las desapariciones es aplastante; Chesterton se vale de ella para proclamar, ante todo, el sentido común como único recurso para mantener en paz una sociedad, algo que si en 1922 estaba en entredicho, en 2022 también.

Hay otro punto que une estos cien años, y es la falta de ética general. En realidad leer a Chesterton supone la desilusión que lleva el confirmar el escaso razonamiento del ser humano cuando se trata de pensar como colectivo frente a las excesivas reflexiones si queremos sacar provecho de manera individual. El sentido común de Fisher va unido al sentido del humor del narrador. Los relatos tienen gran inventiva, son agudos e ingeniosos, tanto que en pocas páginas consiguen resolver un crimen o un robo «me parecía que en ese asesinato había un error […] Un hombre había llevado allí a otro con intención de precipitar su cuerpo en el pozo; pero nadie había caído finalmente en él […] una fea sospecha sobre cierta posible sustitución, sobre un cambio de papeles»

El método que usa es casi siempre deductivo, parte de dos o tres premisas para llegar a la conclusión, o bien parte de unos hechos con los que elabora una hipótesis, la enfrenta a la realidad y la confirma «…Pero si estaba muerto y usted tenía una razón para matarlo, pudo callarse por miedo […] —Sí, yo tenía un motivo. —Entonces está a salvo —repuso Fisher…».

Para el detective aficionado la búsqueda de la verdad está siempre en la virtud del ser humano, por eso los inocentes quedan a salvo; pero en general, los ocho cuentos de El hombre que sabía demasiado suponen una visión amarga y desesperanzada «Gané la elección, pero jamás entré en los Comunes. Mi vida se ha desarrollado en aquel cuartito de una isla solitaria. […] Probablemente moriré allí» El apático Horne Fisher, relacionado con las altas esferas políticas, se ve envuelto en diferentes asesinatos que consigue resolver, a pesar de que en la resolución permanece el tono amargo del fracaso; el asesino puede quedar libre porque sería improbable que la sociedad creyera su culpabilidad de tan absurda que resulta. Los asesinos planean crímenes perfectos y sólo Fisher está en posesión de la verdad, «La inteligencia contemporánea no acepta nada que se le imponga por autoridad, pero en cambio acepta cualquier cosa sin autoridad».

El humor y los planteamientos asombrosos son una excusa para exponer la psicología del ser humano y la clave de su comportamiento, algo que se aprende a base de escuchar y observar, «En realidad todos nosotros vivimos en la más absoluta dependencia y sin embargo hablamos sin cesar de independencia».

Fisher está atento a todo lo que ocurre a su alrededor: cambios, estructuras, opiniones… a veces una palabra es la clave para dar con el asunto; de esta manera se mete en la piel del asesino y puede entender su punto de vista; interpreta lo que ve y llega a asombrosas paradojas que aparecen en el relato como metáforas, «el lápiz de plata de la luna…», ironías o juegos de ingenio «si hay algún animal viviente que detesto es un valet».

Asombra encontrar, en una narración repleta de duras críticas a la hipocresía humana y a la realidad sociopolítica, la gran imaginación visual de las descripciones en las que aparecen, con tintes nostálgicos, conjunciones en desuso de origen medieval, «Horne Fisher, maguer su afectada indiferencia…», sustantivos americanos «había escuchado esas futilezas con íntima impaciencia» o locuciones preposicionales típicas en Argentina, indudable fruto del magnífico traductor, Julio Cortazar, «Y luego de atravesar el césped pasó al otro lado…».

Además, en esta maravillosa edición de Alma Clásicos Ilustrados, podemos leer otros relatos en los que quedan confrontadas la lógica y la superstición para llegar a la conclusión, como en El relato de los árboles pavo real, de que las apariencias engañan y la verdad puede residir donde no se la espera, «Todas las lánguidas maneras del esteta lo abandonaron de pronto». La confrontación de La torre de la traición complica un espacio onírico hasta que es capaz de ordenar el caos, de sacar a la luz el enigma sin violencia, algo que dice mucho del optimismo de Chesterton «En la soledad de aquel callado y frondoso desierto el joven andaba hacia atrás […] Cuando este muro miraba hacia el oriente, las piedras relucían como pálidos mármoles».

Y por supuesto, las ilustraciones de Natalia Zaratiegui aportan otro valor añadido a este clásico. Es increíble cómo láminas tan sencillas, en rojo y negro, exponen la reflexión que el autor realiza en sus cuentos.

El relato y la ilustración quedan unidos como muestra del arte contemporáneo.

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