A
veces parece que las sociedades han evolucionado mucho. Otras, leyendo
historias sucedidas tiempo atrás, nos damos cuenta de que tampoco es para
tanto. En ocasiones tenemos la impresión de que nuestra forma de vida es mucho
más avanzada que hace unos años. Y no es verdad. El hombre se desarrolla con el
tiempo, crece, madura, inventa, resuelve problemas, se rodea de comodidades que
lo ayudan a vivir mejor… Pero no todos los hombres, hay quienes, por ejemplo,
aún sufren las desigualdades educacionales o sanitarias. Hay quienes no viven
con tantas comodidades como cabría esperar.
Así
que sí, hay avances generales que particularmente no disfrutan todos. Da la
impresión de que el hombre es un ser social porque necesita estar junto a otros
para que vean sus logros, para demostrar lo alto que puede llegar sin importar
quién queda atrás, estancado en la miseria, en la enfermedad, en el trabajo
precario o en la incultura. No entiendo eso como avance. Y resulta que año tras
año, siglo tras siglo ocurre lo mismo. Los adelantos no son para todos.
Algunas
de las grandes mejoras que llevan a cabo los que forman (afortunadamente) esta
minoría selecta devienen en acciones secretas con las que consiguen
beneficiarse, siempre en perjuicio de la mayoría: «—¿Sabes que la Policía Fiscal ha encontrado una mina en los despachos
del ingeniero Peruzzo? La impresión unánime es que esta vez está
definitivamente jodido».
También
resulta que a veces los hombres se unen sin apenas vínculos entre ellos, solo
con el propósito de tener un momento de gloria, de fama, de sentirse superiores
(mejores) moralmente y poder ver las consecuencias de quienes no han actuado
correctamente. En esos momentos nos sentimos buenos, poderosos, jueces y
verdugos con derecho a actuar violentamente.
Creo
que, a grandes rasgos, esto queda reflejado en La paciencia de la araña.
De nuevo el autor ha dado en el clavo. De nuevo nos encontramos con un mundo
que destaca por su falta de interés por el bien común, lo que importa es la
preocupación desmedida, inmediata, personal, aunque para satisfacerla pongamos
en peligro a los demás o a nosotros mismos «La
carretera […] constelada de pequeñas lápidas adornadas con flores […] Un
recordatorio continuo que, sin embargo, a todos les importaba un carajo».
Estamos
en Italia, en Sicilia, a principios del segundo milenio. Nos creemos inmortales
e inmunes a cualquier transgresión llevada a cabo, y asombra que aun hoy sigan
cometiéndose delitos políticos, de evasión de capitales, de robos que no se
pueden probar. Asombra que una y otra vez caigamos en lo mismo. Por mucho que algunos
escritores, como Andrea Camilleri,
hayan denunciado abiertamente la corrupción en algunas entrevistas, y bajo la
pátina literaria a través de sus personajes.
En
esta ocasión, Salvo Montalbano, aún de baja por la agresión con arma de fuego
sufrida en Un giro decisivo, es requerido por su jefe para que colabore
con Minutolo en la desaparición de Susana Mistretta. La chica ha sido
secuestrada en condiciones que a Montalbano le resultan bastante raras, con el
agravante de que su familia está en la ruina. El temor de que la hayan raptado
para algo más grave que pedir dinero por su rescate, tiene en alerta a la
policía, pues sabe que incluso los minutos son decisivos para resolver estos
casos.
En La paciencia de la araña, Montalbano,
herido no tanto física como moralmente por el devenir de los sucesos recientes,
aparece algo más relajado y mucho más melancólico. Ve que su jubilación puede
llegar en cualquier momento y se siente arropado en casa, a gusto con Livia, su
eterna novia, que ha venido a estar con él hasta que se restablezca.
Pero
aunque lo encontremos algo deprimido sigue hilando fino; descarta pistas
falsas, analiza el suceso desde la distancia y cambia el rumbo de la
investigación. Lo novedoso es que en esta ocasión la verdadera resolución del
caso queda entre el comisario y los lectores. Salvo se ha dejado llevar, como
de costumbre, por su instinto para enfocar correctamente las pesquisas y
descubrir lo ocurrido, sin embargo no avisa a sus compañeros; prefiere que no
intervenga la justicia legal sino la moral, y los lectores nos quedamos
entristecidos, no por la decisión adoptada por nuestro comisario sino porque
esa iniciativa no lo sube al nivel que le corresponde como investigador, y
porque tampoco soluciona la vida de quienes fueron extorsionados en su momento.
Son victorias personales, psicológicas, que Camilleri aprovecha para que se
beneficien, aunque sea literariamente, los más necesitados.
Está
claro que al comisario Montalbano le da igual la fama, el reconocimiento
social; es feliz sabiendo que puede contar con el apoyo de sus amigos y de
Livia, y rodeado de pequeños placeres, como bañarse en la playa donde tiene su
casa, o ante una buena comida «que no es
que cocinara mal, pero más bien tendía a lo insípido, poco aliñado y ligerito,
a lo noto y no lo noto. Más que cocinar, lo de Livia era una insinuación
culinaria».
Después
de haber leído bastantes volúmenes de la saga Montalbano estoy convencida de
que Salvo ha ido madurando, se ha vuelto más intuitivo, qué duda cabe, pero
también más escéptico. Está desilusionado con una sociedad que va perdiendo los
valores culturales, tradicionales, familiares y de amistad.
En
la novela de Camilleri es fácilmente distinguible la actualidad, la realidad de
lo que ocurre en su trama novelística se une sin dudar a la ficción literaria,
con lo que el realismo social se acentúa: «¿Sabe?
Soy una gran aficionada a la novela negra, pero usted, comisario, es mejor que Maigret,
que Poirot, que… ¿Un café?».
Un
realismo que se consolida con las reflexiones que Montalbano lleva a cabo en la
novela: sobre la honradez, «Por
consiguiente tanto los honrados como los que no lo son experimentan cierta
inquietud…», sobre los problemas, eternamente sin resolver, de urbanismo y
obras públicas, que representan un obstáculo para la mejoría de zonas poco
transitadas, o pertenecientes a sectores más deprimidos de la ciudad «Obviamente era una de aquellas “obras en
curso” que siguen en curso cuando todo el universo ha dejado de tener curso
legal». Las consideraciones de Montalbano toman cuerpo de verdad absoluta
en significados contrarios a lo expresado mediante la ironía; es lo que ocurre
cada vez que alude de alguna manera a los inmigrantes y el estigma que, según
consideran voces intransigentes e incultas van dejando en las ciudades, sin que
queden culpados los verdaderos causantes o responsables del creciente nivel de
delincuencia, «Además, era evidente que
desde el inicio de aquella invasión de inmigrantes ilegales, la criminalidad
había aumentado».
El
problema que pueden suponer los medios de comunicación ante el respeto a la
intimidad es evidente cuando los intereses de los mass media se anteponen a cualquier otra circunstancia, incluso aunque
peligre la seguridad de los implicados. Y es un problema porque en esta
sociedad tan comunicada el individuo se siente cada vez más solo, no importa
tanto la persona como el rendimiento económico y la fama inmediata «A continuación les ofrecemos un documento
terrible que hemos recibido esta mañana en nuestra redacción».
La paciencia de la araña tiene más momentos de reflexión que de acción, pero conserva el sello de su autor, y de sus personajes. Aunque en esta entrega los compañeros de Salvo son menos protagonistas, los mejores instantes de humor se los seguimos debiendo a Catarella «los que han llevado a cabo el secuestro no han sido los de la Fiscal ni los de la Bienamada —La Benemérita, Cataré». Aunque no faltan sarcasmos hacia quienes se creen poderosos, «El abogado era como indicaba su apellido: una luna. Cara de luna llena, cuerpo de luna obesa. Obviamente sugestionado por la imagen, el técnico de luces lo había envuelto todo en un
resplandor de plenilunio». Tampoco escatima en ironías
hacia los poderosos sin ideales, tan de moda antes y ahora «el actual subsecretario de Interior, condenado una vez por corrupción
y otra por prevaricación, y acusado de un delito prescrito. Excomunista,
exsocialista y ahora elegido triunfalmente por el partido de la mayoría».
La paciencia de la araña se escribió en 2004. En 2021 seguimos encontrando los mismos disparates amparados por una democracia ¿De quién es la culpa?
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