Tensión
indiscutible hasta el final de una novela que retrata a una sociedad que no
parece de este mundo y que, sin embargo, la tenemos tan cerca. Iluminados,
locos, fanáticos nos rodean y no somos conscientes. Vivimos tranquilos sin
sospechar que en cualquier momento nuestra vida se puede quebrar. Vivimos
confiados hasta que el dolor consigue que suframos unos minutos, horas, días o
una vida entera.
Las
víctimas de La novia gitana han muerto tras un horrible tormento o viven
atormentadas hasta tal punto que cuesta trabajo pensar que se muevan, actúen y
se comporten como seres normales.
Hasta
dónde pueden marcar las circunstancias. Hasta dónde puede afectarnos un trauma.
Hasta dónde llega la fortaleza del ser humano en condiciones extremas y qué
débiles somos por naturaleza.
«Susana llevaba años sacándose fotos
en la misma postura en la que el asesino dejó a su hermana».
La novia gitana se lee bien. Redactada con ritmo
vertiginoso, lleno de giros que nos llevan de un lugar a otro, de un personaje
a otro hasta que conforman ese mundo paralelo en el que nadie querría existir.
El sadismo se introduce de golpe, aunque es de agradecer que la autora no se
recree demasiado en él. La trama se va ampliando con nuevos sospechosos que
enlazan a su vez otros crímenes, por lo que el lector descarga la adrenalina de
forma desigual, en proporción ascendente según los capítulos leídos. Si al
principio es imposible dejar de leer, llega un momento en el que pedimos una
tregua, en forma de justicia poética, para esos atormentados. No hay tregua. El
caso se resuelve de manera sorprendentemente brutal. Es un final abierto aunque
de apertura tan desconcertante que no sé si me atreveré con La red púrpura, organización que se
nombra en el argumento y sirve de título para la siguiente entrega de Elena
Blanco, inspectora al mando de la Brigada de análisis de casos (BAC). «—¿Has oído hablar de la Red Púrpura?
—pregunta Mariajo. Elena no consigue articular palabra. El corazón se le ha
acelerado y se lo masajea para intentar atajar un conato de infarto».
En
la BAC encontramos lo mejorcito del cuerpo de policía. Creo que es una pena que
Carmen Mola haya centrado sus
recursos en el argumento pues, al tratarse de profesionales especiales hubiera
sido un acierto profundizar más en ellos. De todas formas los datos ofrecidos,
algunos con humor, se agradecen, ya que relajan la tensión acumulada en el
ambiente del caso y en la mente del lector, «—Una
cerveza, un tercio de Mahou —interviene Zárate. Elena se precia de saber mucho
de la gente por lo que bebe, pero no tiene ninguna opinión sobre los que piden
tercios de Mahou. Que son madrileños. Poco más».
Por
contraste, la inspectora queda retratada casi en su totalidad. Conocemos sus
miedos, su angustia, y entendemos por qué canta temas específicos, por qué bebe
grappa hasta caer redonda y por qué conduce un coche algo anticuado. Sabemos,
por veladas prolepsis, que la vida privada de Elena está anclada en un hecho
del pasado que la mortifica constantemente, algo que no le impide ser eficaz a
la hora de resolver crímenes como el que se le presenta, cuando el cuerpo de
una chica medio gitana aparece muerto con el cerebro comido por los gusanos.
Susana Macaya muere además, de la misma manera que su hermana, Lara Macaya,
siete años atrás, también pocos días antes de casarse. La investigación no
apunta al asesino de Lara, encarcelado desde entonces, pero su compañero de
celda, ya en libertad, el padre de las chicas, así como el novio de Susana y el
propio investigador del caso de Lara, el policía, ahora retirado por Alzhéimer,
Salvador Santos, se convierten en sospechosos. Cualquiera puede ser. El lector
va oscilando entre la empatía y la animadversión hacia estos personajes hasta
que es imposible no llevarse una sorpresa con el desenlace
—No
parece un preso.
—No,
pero estoy seguro de que no está por casualidad. Aunque los funcionarios le
describen como un tipo apocado e inofensivo, incapaz de matar a una mosca…
—Y, sin embargo, mató a esa chica llenándole la cabeza de gusanos… ¿O no sería él?
Con Carmen
Mola conocemos datos sobre las costumbres de la raza gitana, apuntes que
intentan una desestigmatización de la opinión que prevalece sobre su forma de
vida; nos planteamos si existe la posibilidad de una normalización social entre
gitanos y payos, de una convivencia sin que nadie tenga que cambiar sus
tradiciones, de una sociedad tan amplia que dé cabida a todos. Mientras tanto
nublan nuestra mente conclusiones a las que vamos llegando sin tener del todo
claro si son o no racistas, «Moisés que
fue feliz a su lado, notó muy pronto el alivio de alejarse del clan […] la
llamaba “mi paya favorita” y la cubría de besos […] Hasta la muerte de Lara […]
todo empezó a cambiar».
Asimismo
conocemos algo sobre sectas religiosas, no mucho, lo suficiente como para
temerlas, pues está claro que valiéndose de sutiles amenazas reclutan a gente
desamparada, que vive en condiciones extremas, que hará lo que sea para no
sufrir más.
Somos
testigos del horror y la tortura que suponen determinadas enfermedades, como el
Alzhéimer, para el paciente y quienes cuidan de él
—Hablamos
con mucha gente. Yo sospechaba del hermano de la chica.
—¿Cómo?
No tiene hermanos, Salvador.
E
intuimos, por comparación con EE.UU., una llamada general a la sociedad para
que valore más la actuación de determinados grupos especiales de la policía.
Todos
estos temas aparecen en La novia gitana,
sin profundizar demasiado, lo justo para que no perdamos de vista las dos
tramas que, apareciendo paralelas, se superponen al final produciendo un caos
aún mayor que en el que nos encontrábamos, reflejo de un argumento sólido, sin
fisuras que engancha desde la primera página. La lectura es ágil, interesante,
escrita con rigor aunque no apta para personas demasiado sensibles.
Lo que no conocemos de La novia gitana es la identidad de la autora. Era usual que las escritoras firmasen sus obras bajo seudónimo masculino, para evitar la censura machista en algunos casos, por pudor en otros; las hermanas Brönte, Böhl de Faber o Lucila Godoy son un ejemplo de esto. Pero hoy, los ejemplos arriba mencionados no tienen sentido, así que solo se me ocurre que el sobrenombre Carmen Mola pueda ser en realidad un heterónimo o una tapadera para crear, paradójicamente, el halo de misterio necesario para obtener mayor publicidad. Probablemente muchos hayan leído a Carmen Mola con la intención de descubrir en su estilo algún autor conocido. Mola ha actuado de forma inteligente al generar a su alrededor toda una serie de elucubraciones. Aunque no sea lo importante, también he caído en la trampa y me ha sido imposible no detectar ciertas pistas. He localizado giros por los que creo que Mola es una mujer, «mientras calibraba […] ha notado la vigilancia de Moisés todo el rato, como una aliento pegajoso en la nuca que no le permitía pensar con libertad». Creo que es seguidora de Berna González Harbour; veo un homenaje a la comisaria María Ruiz en El sueño de la razón. Como ella, la inspectora Elena Blanco obtiene pistas de la pintura, en este caso de Lempicka «Era bisexual…». Ambas se debaten en la eterna duda de seguir las normas o la intuición para resolver sus casos «Quizá un buen policía se las tiene que saltar de vez en cuando». Y las dos deben enfrentarse a la locura obsesiva de sus asesinos… En fin, esto es lo de menos en el análisis de La novia gitana, pero me apetecía aportar un granito de arena, aun equivocado, a la polémica.
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