miércoles, 6 de enero de 2021

LA NOVIA GITANA

Tensión indiscutible hasta el final de una novela que retrata a una sociedad que no parece de este mundo y que, sin embargo, la tenemos tan cerca. Iluminados, locos, fanáticos nos rodean y no somos conscientes. Vivimos tranquilos sin sospechar que en cualquier momento nuestra vida se puede quebrar. Vivimos confiados hasta que el dolor consigue que suframos unos minutos, horas, días o una vida entera.

Las víctimas de La novia gitana han muerto tras un horrible tormento o viven atormentadas hasta tal punto que cuesta trabajo pensar que se muevan, actúen y se comporten como seres normales.

Hasta dónde pueden marcar las circunstancias. Hasta dónde puede afectarnos un trauma. Hasta dónde llega la fortaleza del ser humano en condiciones extremas y qué débiles somos por naturaleza.

«Susana llevaba años sacándose fotos en la misma postura en la que el asesino dejó a su hermana».

La novia gitana se lee bien. Redactada con ritmo vertiginoso, lleno de giros que nos llevan de un lugar a otro, de un personaje a otro hasta que conforman ese mundo paralelo en el que nadie querría existir. El sadismo se introduce de golpe, aunque es de agradecer que la autora no se recree demasiado en él. La trama se va ampliando con nuevos sospechosos que enlazan a su vez otros crímenes, por lo que el lector descarga la adrenalina de forma desigual, en proporción ascendente según los capítulos leídos. Si al principio es imposible dejar de leer, llega un momento en el que pedimos una tregua, en forma de justicia poética, para esos atormentados. No hay tregua. El caso se resuelve de manera sorprendentemente brutal. Es un final abierto aunque de apertura tan desconcertante que no sé si me atreveré con La red púrpura, organización que se nombra en el argumento y sirve de título para la siguiente entrega de Elena Blanco, inspectora al mando de la Brigada de análisis de casos (BAC). «—¿Has oído hablar de la Red Púrpura? —pregunta Mariajo. Elena no consigue articular palabra. El corazón se le ha acelerado y se lo masajea para intentar atajar un conato de infarto».

En la BAC encontramos lo mejorcito del cuerpo de policía. Creo que es una pena que Carmen Mola haya centrado sus recursos en el argumento pues, al tratarse de profesionales especiales hubiera sido un acierto profundizar más en ellos. De todas formas los datos ofrecidos, algunos con humor, se agradecen, ya que relajan la tensión acumulada en el ambiente del caso y en la mente del lector, «—Una cerveza, un tercio de Mahou —interviene Zárate. Elena se precia de saber mucho de la gente por lo que bebe, pero no tiene ninguna opinión sobre los que piden tercios de Mahou. Que son madrileños. Poco más».

Por contraste, la inspectora queda retratada casi en su totalidad. Conocemos sus miedos, su angustia, y entendemos por qué canta temas específicos, por qué bebe grappa hasta caer redonda y por qué conduce un coche algo anticuado. Sabemos, por veladas prolepsis, que la vida privada de Elena está anclada en un hecho del pasado que la mortifica constantemente, algo que no le impide ser eficaz a la hora de resolver crímenes como el que se le presenta, cuando el cuerpo de una chica medio gitana aparece muerto con el cerebro comido por los gusanos. Susana Macaya muere además, de la misma manera que su hermana, Lara Macaya, siete años atrás, también pocos días antes de casarse. La investigación no apunta al asesino de Lara, encarcelado desde entonces, pero su compañero de celda, ya en libertad, el padre de las chicas, así como el novio de Susana y el propio investigador del caso de Lara, el policía, ahora retirado por Alzhéimer, Salvador Santos, se convierten en sospechosos. Cualquiera puede ser. El lector va oscilando entre la empatía y la animadversión hacia estos personajes hasta que es imposible no llevarse una sorpresa con el desenlace


—No parece un preso.

—No, pero estoy seguro de que no está por casualidad. Aunque los funcionarios le describen como un tipo apocado e inofensivo, incapaz de matar a una mosca…

—Y, sin embargo, mató a esa chica llenándole la cabeza de gusanos… ¿O no sería él?

Con Carmen Mola conocemos datos sobre las costumbres de la raza gitana, apuntes que intentan una desestigmatización de la opinión que prevalece sobre su forma de vida; nos planteamos si existe la posibilidad de una normalización social entre gitanos y payos, de una convivencia sin que nadie tenga que cambiar sus tradiciones, de una sociedad tan amplia que dé cabida a todos. Mientras tanto nublan nuestra mente conclusiones a las que vamos llegando sin tener del todo claro si son o no racistas, «Moisés que fue feliz a su lado, notó muy pronto el alivio de alejarse del clan […] la llamaba “mi paya favorita” y la cubría de besos […] Hasta la muerte de Lara […] todo empezó a cambiar».

Asimismo conocemos algo sobre sectas religiosas, no mucho, lo suficiente como para temerlas, pues está claro que valiéndose de sutiles amenazas reclutan a gente desamparada, que vive en condiciones extremas, que hará lo que sea para no sufrir más.

Somos testigos del horror y la tortura que suponen determinadas enfermedades, como el Alzhéimer, para el paciente y quienes cuidan de él

—Hablamos con mucha gente. Yo sospechaba del hermano de la chica.

—¿Cómo? No tiene hermanos, Salvador.

E intuimos, por comparación con EE.UU., una llamada general a la sociedad para que valore más la actuación de determinados grupos especiales de la policía.

Todos estos temas aparecen en La novia gitana, sin profundizar demasiado, lo justo para que no perdamos de vista las dos tramas que, apareciendo paralelas, se superponen al final produciendo un caos aún mayor que en el que nos encontrábamos, reflejo de un argumento sólido, sin fisuras que engancha desde la primera página. La lectura es ágil, interesante, escrita con rigor aunque no apta para personas demasiado sensibles.

Lo que no conocemos de La novia gitana es la identidad de la autora. Era usual que las escritoras firmasen sus obras bajo seudónimo masculino, para evitar la censura machista en algunos casos, por pudor en otros; las hermanas Brönte, Böhl de Faber o Lucila Godoy son un ejemplo de esto. Pero hoy, los ejemplos arriba mencionados no tienen sentido, así que solo se me ocurre que el sobrenombre Carmen Mola pueda ser en realidad un heterónimo o una tapadera para crear, paradójicamente, el halo de misterio necesario para obtener mayor publicidad. Probablemente muchos hayan leído a Carmen Mola con la intención de descubrir en su estilo algún autor conocido. Mola ha actuado de forma inteligente al generar a su alrededor toda una serie de elucubraciones. Aunque no sea lo importante, también he caído en la trampa y me ha sido imposible no detectar ciertas pistas. He localizado giros por los que creo que Mola es una mujer, «mientras calibraba […] ha notado la vigilancia de Moisés todo el rato, como una aliento pegajoso en la nuca que no le permitía pensar con libertad». Creo que es seguidora de Berna González Harbour; veo un homenaje a la comisaria María Ruiz en El sueño de la razón. Como ella, la inspectora Elena Blanco obtiene pistas de la pintura, en este caso de Lempicka «Era bisexual…». Ambas se debaten en la eterna duda de seguir las normas o la intuición para resolver sus casos «Quizá un buen policía se las tiene que saltar de vez en cuando». Y las dos deben enfrentarse a la locura obsesiva de sus asesinos… En fin, esto es lo de menos en el análisis de La novia gitana, pero me apetecía aportar un granito de arena, aun equivocado, a la polémica.

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