lunes, 14 de diciembre de 2020

VINDICTAS

Es de todos conocido que el cuento se caracteriza por transmitir, con pocas palabras, un cúmulo de emociones, de hecho algunos de ellos son prácticamente poesía. Pero entre estos sentimientos y a lo largo de veinte cuentos que he leído no hay amor sino desamor, apenas vislumbramos la esperanza, el concepto de honra va asimilado a humillación y el de vida a muerte.

Son cuentos escritos por mujeres de diferentes países latinoamericanos y he de confesar que no conocía a ninguna. Ni me sonaban los nombres. Son veinte mujeres que pretenden ser escuchadas en una sociedad que sigue con los oídos tapados. Mujeres que al escribir sobre el aborto o la infidelidad fueron censuradas obligándolas a cerrar la boca. Las veinte son mujeres con estudios que ocupaban —aún lo hacen algunas— cargos importantes y, sin embargo, sus voces quedaron silenciadas porque les tocó vivir en esa segunda mitad del siglo XX tan adversa aún para ellas.

Así pues, Vindictas supone una pequeña venganza, un castigo a esos modelos que marginan a la mujer. El libro, editado de manera extraordinaria, como es habitual en Páginas de Espuma, contiene una conversación entre Socorro Venegas y Juan Casamayor en la que, a modo de prólogo, explican la necesidad de sacar a la luz veinte voces olvidadas. La dureza de los relatos se entiende mejor según el apartado Semblanzas que Víctor Cabrera compone, sobre las veinte autoras, al final. Y la crueldad de los relatos contrasta con la delicadeza que sugieren las ilustraciones realizadas por Jimena Estíbaliz, pura lírica.

En Inmóvil sol secreto, María Luisa Puga expone el acoso pasivo del hombre que no se sabe amado e intenta culpar a su pareja, «Me sorprendió que su silencio no fuera la paz que yo había percibido sino un creciente encono que por fin estallaba casi con regocijo», y la desmotivación de quien debe convivir con el reproche callado de los celos hasta que decide poner fin a la situación y abandona al hombre.

Las mujeres vindictas no asumen el papel asociado a ellas en el siglo XX porque hablan de sexo, maltrato, del machismo que hubieron de sufrir y que hoy es inadmisible aunque no se haya erradicado del todo. Los cuentos no reflejan el mundo infantil, tampoco son historias ficcionales, son historias reales, duras, que las autoras exponen bajo una capa literaria. Algunas son contadas en primera persona, otras en tercera, recurso que anula aún más a las protagonistas, como en Ella y la noche, en la que una parturienta da a luz a un niño muerto para, en medio del sufrimiento, ser despreciada por su marido «Esa bestia —y señaló a la madre—, esa bestia no pudo ni siquiera parir bien».

El olor a sexo que empieza a desprender una mujer, para ser rechazada familiar y socialmente por ello, es la consecuencia de darse cuenta de que puede tener un pensamiento propio y ansiar expresarlo con total libertad, algo que hasta el momento tenía prohibido, «eso de que Andrés me dijera que yo pensaba así porque era una mujer y yo contestándole que no, que pensaba así porque era lo correcto».

Marvel Moreno denuncia a una Iglesia que elimina para la mujer cualquier rastro de sensualidad, por lo que las protagonistas de su relato no dudan en buscar el sexo fuera del matrimonio, institución que las quiere castas, «con veinticinco años ya cumplidos mejor era casarse y tener hijos».

Y denuncia, en Barlovento, que la sociedad avanzada no permitiera gobernar a las mujeres por considerarlas inferiores «Aquella hacienda siempre había sido propiedad de las mujeres […] el mejor rendimiento de la región».

Hilma Contreras da un paso más al manifestar cómo la propia mujer se niega a sí misma su homosexualidad.










Susy Delgado lleva a cabo la tan esperada venganza de una anciana que, al saberse contagiada por su marido, lo mata a golpes después de sufrir una vida constante de engaños.

La tristeza y la ira planean en estos cuentos que se dejan leer de manera tranquila como si el lector pudiera asumir la condición paciente que ha caracterizado a la mujer desde siempre. Por eso también sabemos que, a pesar del humor con el que se relatan algunas situaciones, a pesar del recuerdo a ese realismo mágico, a lo real maravilloso, habrá un final violento y esperamos expectantes el aluvión de sentimientos adversos con el que se pone fin a tanta oscuridad, a veces adoptando un papel que no es el adecuado, «tangoneándome yo ahora para atrás y para adelante sobre mis tacones rojos», a veces asumiendo las propias normas para evitar más rechazos «Volvió entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por la calle».

Vindictas es una recopilación de veinte relatos en los que se mantienen diferentes líneas argumentales. Alguna autora marca un giro inesperado al final, es lo que consigue Mirta Yáñez con Nadie llama de la selva, otras, como Bertalicia Peralta, nos regala el esperado, y la mayoría, como Marta Brunet o Mercedes Durán, aportan un efecto que surge de la propia realidad. Todas logran causar una impresión reflexiva en el lector una vez que ellas han descargado sus emociones.

El ambiente en el que se desarrollan las historias de las protagonistas es escarpado tanto si pretende reflejar un paisaje salvaje como costumbrista. La dureza a la que han sido sometidas las lleva a no identificarse «¿qué es ser? Yo ya no estoy, ¿en dónde estoy ahora? Solo estoy en no estar, solo soy en no ser». La mujer ha estado recluida, lo de menos es residir en un sanatorio o en una amplia casa en mitad de la selva, lo que cuenta es que solo le queda la más absoluta soledad y esta situación, ya se sabe, es parecida a la vivida en un sueño donde no hay lugar para la razón; la mujer está inmersa en una sinrazón fuera de toda lógica a la que se ha ido acostumbrando para poder entender la otra vida, la que le rodea, aquella en la que no tiene cabida pues está cortada según el patriarcado, «Se daba aires de proscrito, barba larga y lento fumado […] con el atractivo de quien parece amenazante y vigoroso […] Por lo demás se enredaba en los amores viejos, y en los del porvenir». Un mundo idílico, poético del hombre que contrasta con el prosaico, recluido y animalizador de la mujer, «Yo, el resto del día, desde la lejanía que impone la ciudad amurallada, daba vueltas en círculos a su alrededor».

Es evidente que las narradoras incorporan la perspectiva ficcional de las propias autoras, por eso podemos descubrir cierta crueldad en algunos casos que se une a una manipulación aleatoria, «Al comienzo ella se mantuvo un tanto alejada, dándome a entender que reconocía y respetaba mi territorio. Pero ya se puede suponer usted lo que pasó después…».










Sin embargo esta maldad no llega a la perversión puesto que la mujer guarda una imagen absurda de sí misma, que no es otra que la que el gusto del hombre le ha impuesto, los deseos masculinos han quedado por encima incluso de la propia naturaleza femenina, «Cuando resulté embarazada me daba pena engordar porque sabía que él amaba mi aire de niña desvalida y frágil». De esta forma la mujer se ha ido anulando como individuo hasta igualarse en un colectivo para el hombre. Una vez todas iguales es difícil distinguir personalidades, es difícil distinguir decisiones, es fácil no distinguir si vivimos en el cielo o el infierno.

Una vez leídos los cuentos el lector considera hasta qué punto adquirimos en el siglo XX la voz propia, o continuamos sin saber por qué predominan determinadas actitudes que anulan las necesidades privadas y las igualan a un genérico sumiso, delicado y de pensamientos altruistas.

Cuando reflexionamos sobre las necesidades del ser humano encontramos, en las páginas de Vindictas, el reconocimiento a las miles de mujeres reprimidas por el hombre o por el punto de vista masculino, hasta que han tenido la impresión de haber dejado de existir; pueden respirar pero no son, porque son tratadas como la nada, son algo más triste que la muerte, son ese momento en el que una vez se deja de existir, con el tiempo, la sociedad lo va entendiendo como que no se ha existido, «cuando todo ha quedado a oscuras y el espejo es solo una sombra opaca, se escucha un grito dentro de él».

¿Dónde es realmente la mujer? ¿Ha de traspasar continuamente al otro lado? ¿Qué supone la realidad?

Desde siempre ha intentado legitimar, a costa de lo que fuera, aquello que ha vivido no por voluntad propia sino porque era lo que debía hacer. Daba igual no entenderlo porque de alguna forma siempre ha sabido encontrar un resquicio por donde entraba luz en su vida, recuerdos de la niñez, ilusiones juveniles que probablemente se rompan después al lado de un hombre que le aportará lo más duro de la soledad: sentirse utilizada en todo momento, «y había que casarse, según decía la madre sonriente y persuasiva, y según ordenaba el padre con voz tonante que no aceptaba disensiones». Esta frase encierra el recurso aplicado por ambos sexos para subsistir: ellas, persuasivas, ellos tonantes, ellas están para convencer y ellos para vencer ordenando.

Por eso el momento de la venganza, para quien puede llevarla a cabo, es catártico. La mujer se siente movilizada a actuar porque se siente viva. Querer apartarse de quien hace daño es connatural al ser humano, por eso, cuando se tiene la certeza de que huir es imposible, aparece el deseo de que desaparezca el otro. No siempre es posible conseguirlo, por barreras morales o legales, pero intentarlo supone querer superar esa situación dolosa, violenta. A veces, paradójicamente, la venganza conlleva una eliminación de represalias, un dejar las cosas como es debido. En ese caso no se puede hablar de venganza como tal sino de la supresión del dolor emocional que implica vivir constantemente herida. Es una liberación. «La mañana amaneció clara y radiante. Dorinda fue temprano a la quebrada a lavar sus sábanas».

Creo que este es el tipo de venganza que quiere Vindictas.












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