No
sé por dónde empezar el análisis de este libro porque no es convencional. En
principio tanto su forma como su contenido nos retrotraen a un pasado lejano
que podríamos situar en el Renacimiento, a finales de la Edad Media, o en el
Siglo de Oro y cuando lo hemos leído y hemos asimilado sus imágenes nos damos
cuenta de que Los reinos de otrora es atemporal. Son siete capítulos
encuadrados entre un Exordio y una Coda.
En
el Exordio nuestro protagonista se presenta, como narrador en 1ª persona, desde
su vejez, para relatar una parte importante de su infancia en la que, tras ser
internado en un hospicio por haber quedado huérfano, su tío Nicodemo lo toma a
su cargo. Y así, en mutua compañía recorren, durante dos décadas, diferentes
tierras, viven aventuras y aprenden de la vida y los libros.
A esta presentación-resumen le siguen los siete capítulos, cada uno anunciado en página aparte con el título, evocador de lo más importante del viaje y un dibujo alusivo sencillo, que contrasta con las ilustraciones abigarradas, en blanco y negro, que adornan el texto. Una fantasía realizada por Jesús Montoia. El libro queda cerrado con la Coda en la que el protagonista se despide con la convicción de que su vida ha sido un sueño.
Es
una delicia manipular un libro de pezdeplata. El grosor del papel, el color
uniforme del interior, que contrasta vivamente con la portada y contraportada,
la postal alusiva que encontramos al abrir y el marcapáginas. Son detalles que
se agradecen, más si tienen la calidad acostumbrada por esta editorial que, por
otro lado parece corroborar la sensación que le despierta a nuestro
protagonista el contacto con los libros, «los
libros podían ser un espejo del mundo y aprendí a amar su olor y su tacto, a
codiciarlos como piedras preciosas». Asimismo Los reinos de otrora refleja ese cronotopo ancestral en las letras
capitulares con decoración vegetal que presiden el comienzo del capítulo. Así
pues, solo tenerlo entre las manos ya invita a la lectura. Algo que agradecemos
cuando nos enfrentamos a esta sátira de Manuel
Moyano.
Los reinos de otrora se lee con facilidad, de un tirón,
aunque luego volvamos a releerlo porque no es una literatura fácil, las
aventuras de Nicodemo y su sobrino están escritas por una mente privilegiada
capaz de traer numerosas referencias del pasado literario para que el lector
pueda extraer la crítica actual que encierra.
Sus
siete capítulos, como los VII Tratados de El
lazarillo, pueden leerse por separado pues cada uno representa una aventura
diferente. Nuestro protagonista no cambia de amo, ni su tío actúa como tal pero,
como eje de la novela, va aprendiendo y madurando con cada aventura.
El
estilo de Manuel Moyano destaca sobre todo por el humor, y hace gala de él al
relatar las costumbres de diferentes lugares, «y de segundo un potaje de garbanzos regado con babas de caracol, a las
que allí atribuyen virtudes casi milagrosas», que no difieren tanto de las
modas impuestas en la actualidad. Humor en ironías sobre la incultura de «aquellos lejanos y antiguos países» que
solo admiran lo propio sin interesarse por lo que les rodea «presentó a Don Nicodemo como un docto
médico venido de las Tierras Bajas del Arinat, que era como decir de ninguna
parte».
Humor
en ciertas necedades que ocultamos como actitudes políticamente correctas y que
revelan la no aceptación de lo que somos, «me
aconsejó que, mientras estuviésemos en aquella ciudad, caminara siempre un poco
encogido y con la cabeza gacha para no ofender a los xaoríes».
Humor
también al elegir los nombres pues, como en las narraciones antiguas, aluden a
la condición de quien los porta «Este
sujeto indolente, que atendía al nombre de Sérvulo, resultó ser criado del
caballero».
No
pasemos por alto las ironías que colocan al mismo nivel situaciones diferentes,
incluso antagónicas. Aflora al menos una sonrisa cuando vemos igualados, por
contraste con un tercero, los penitentes a los animales: «Los rezos y letanías de los peregrinos hasta altas horas de la noche,
la pestilencia que desprendían las aves enjauladas y la fragancia embriagadora
del vino me obligaron […] a subir a cubierta».
Las
hipérboles resaltan aún más la avaricia sin límite de los poderosos, capaces de
destruir todo lo que los rodea por temor a ser privados de lo que consideran
sus pertenencias, «tras abandonar a su
suerte al infame Malubaro, seguía riendo […] a cada carcajada, amenazaba con
hacernos zozobrar en aquel mar poblado de escualos».
El
estilo en general es bastante espontáneo. Las descripciones aparecen de forma
natural, sin alardes, al contrario, el autor expone los conceptos de forma
directa y clara a pesar de alguna metáfora con la que personifica a la
naturaleza: «los primeros rayos del sol
pintaban las copas de los árboles», o acerca la narración al realismo
mágico «…a rescatarla el citado mayordomo
quien cayó al agua y salió vestido de nenúfares».
Lo
que interesa es la expresión conceptual, de ahí que las descripciones no
aparezcan saturadas de elementos secundarios sino con matices, «Bien parecido, fino de rasgos y ronco en la
voz, los ojos no le casaban entre sí, pues uno era azul verdemar y el otro del
color de la canela». No obstante, a pesar de la exposición sustancial, la
narración está salpicada de elementos fantásticos que contribuyen a pintar un
ambiente real maravilloso «altos
edificios de ladrillo bruñido sostenidos por arbotantes».
El
protagonista, sin nombre, acompaña a Nicodemo por el mundo. Los capítulos
podrían funcionar como cuentos independientes. El viaje es el motivo central y
organiza el relato de forma episódica. Cada episodio supone un viaje y en cada
uno de ellos el protagonista adquiere una enseñanza aunque a veces él no lo
sepa. Los distintos lugares van llevándolo a nuevas situaciones que le generan
respuestas de actuación para el futuro. Nicodemo y su sobrino se ven diferentes
de la realidad que los rodea, por lo tanto se encuentran desarraigados, de ahí
que deban vagar constantemente, no admiten las desigualdades ni las
injusticias.
El
primer viaje tuvo su parada en el país de Iramiel donde Nicodemo soluciona el
problema del embarazo de la reina aunque no le asegure con ello un final feliz.
La crítica a la incultura y al patriarcado son evidentes y quedan impregnadas
de la tristeza y el dolor que suponen para quien los sufre. El segundo viaje
tiene lugar en Baldrás, donde las flores de antaño aluden a la magdalena de
Proust para poner en marcha la memoria, que nos impregna de melancolía al
pensar en sucesos que ya no podrán volver.
A la
isla de la infamia llegan cuando, a bordo del barco de Abú Ben, recogen a un náufrago,
monarca de un país al que ha destruido con todas sus gentes por miedo a que le
robaran su tesoro. Ecos de la mitología aparecen en la técnica empleada para
entrar al laberinto del tesoro y no perderse, «permanecimos unidos entre nosotros por una larga cuerda cuyo cabo
estaba atado a un árbol que se erguía en el umbral». Las resonancias de fábulas
antiguas son prodigiosas al final de la aventura.
En
Xaor encontramos un guiño a los liliputienses de Gulliver aunque estos xaoríes
no se acepten como son ni siquiera entre ellos mismos, «es raro que no calcen una suerte de zancos ni lleven unos sombreros
altos y acabados en pico».
En
las tierras de Ispaán, el caballero Alamor se adentra en su Purgatorio dantesco
particular, «Oh, cielo, cima iluminada…»
Este caballero, como el de la triste figura, intenta librar batallas en nombre
de su dama. Por eso monta «un jamelgo
famélico y comido de moscas» y a pesar de todo llega a dirigirse a Nalarda,
una prostituta a la que tiene encumbrada. El guiño a Cervantes, «algunos lo conocían como Cide Hamete», le
sirve al autor para exponer los diferentes puntos de vista que asoman de una
misma realidad haciendo que incluso lo real se confunda con la fantasía. Todo
depende de las circunstancias de cada uno.
Al
llegar a Pr, los personajes descubrieron, gracias al eco de la hospedería, la
formación de intrigas gubernamentales y la falta de implicación social, causas
que desembocarán en un futuro desastre. En esta aventura el autor, en un tono
humorístico de extrañeza, expone situaciones exageradamente absurdas mediante
las que satiriza la situación social.
El
último de los viajes narrados tiene lugar en Beirán, en donde la «fraga nemorosa» recuerda a Garcilaso.
Allí van a ser testigos de «la coronación
del nuevo rey» que tiene lugar al mismo tiempo que, «el cortejo fúnebre de hombres tonsurados», desea al rey actual «una muerte dulce y breve».
En
esta sinrazón media Nicodemo para descubrir el juego de la Iglesia que,
amparada en las supersticiones, consigue que todos crean que el tiempo de vida
del rey está escrito, cuando en realidad se trata de una artimaña para alcanzar
poder y dinero. Sin embargo el rey, una vez libre de su destino aciago, se
corrompe por la misma razón, llevando al reino a una constante sucesión de
guerras.
Con
diferentes comparaciones sarcásticas entre hechos fantásticos y realidades
macabras, llega nuestro protagonista a la conclusión de que no hay nada
importante en la vida pues todo, como su propio nombre, se desvanece «Me consuela pensar que mi vida no es más
que un sueño». Y así, Manuel Moyano consigue que el protagonista se inicie
de la mano de su tío para enfrentarse a situaciones que lo lleven a la vida
adulta y pueda denunciar el caciquismo, la avaricia, el desprecio a los demás,
la violencia, el fanatismo religioso encubridor de horrores y toda una serie de
maldades que acompañan al hombre desde los reinos de otrora hasta los actuales.
Me ha encantado. Esta frase «presentó a Don Nicodemo como un docto médico venido de las Tierras Bajas del Arinat, que era como decir de ninguna parte» me recuerda a cuando en “El Quijote” Cervantes se refiere a un personaje como “docto en Sigüenza” precisamente para decir irónicamente que era más o menos un inútil 😅😅
ResponderEliminarGracias por tus palabras. La novela es una pasada. Es entretenida, bien escrita y contiene una sátira feroz a la Iglesia y al Estado. He disfrutado encontrando guiños a otras lecturas.
ResponderEliminarEstoy esperando otro libro tuyo
Feliz domingo