Cuando
compramos una novela negra que no refleja el mundo profesional del crimen y
cuya trama no consiste principalmente en la resolución de un misterio criminal
puede que nos extrañe, al menos en un principio. Si además el argumento no
resulta del todo violento sino que se lee con cierta complacencia, nos vamos
arrellanando en el sillón tranquilamente, incluso con una sonrisa preparada
para aflorar en cualquier momento. Si esa novela negra es de Petros Márkaris seguro que nos
encontramos en la situación descrita antes y seguro que la leemos encantados,
sin sentirnos defraudados en lo más mínimo. Acabo de leer el último suceso de
Kostas Jaritos, el recurrente policía griego que Márkaris ha llevado a la fama.
Kostas es más que un personaje de ficción. Su personalidad discreta, el amor
por su familia, los entretenimientos sencillos que llenan su escaso tiempo libe
y su espíritu tolerante y generoso consiguen acercarlo al mundo real. Lo
percibimos parte de nosotros.
Leemos
los casos de Jaritos y nos sentimos inmersos en una comisaría real, con sus
fallos, sus triquiñuelas para conseguir información, sus bromas más o menos
acertadas, sus deducciones más o menos científicas, «El acuerdo es unánime y el tema queda zanjado. A continuación cojo el
bolso femenino de la silla de al lado […] Karambestos tira del bolso y lo abre
[…] —Puedo afirmar que soy veterano en temas de antiterrorismo, pero es la
primera vez que veo un comunicado escrito con letra caligráfica y entregado
dentro de un bolso de mujer».
Pero
es que, además, sentimos a Kostas como un conocido, alguien al que le deseamos
todo lo bueno porque es una buena persona, que vive según sus escasas posibilidades
«descarto la idea de ir en coche
patrulla. No quiero que mi ascenso se me suba a la cabeza. Mejor seguir fiel a
mis viejas costumbres. Bajo al garaje para coger el Seat.»
En
ocasiones recuerda a otro entrañable del género, el teniente Colombo, aunque
Jaritos no incorpora el aire inocente y despistado; su forma de actuar es
directa; se enfada o ríe según las circunstancias, se emociona con las muestras
de amor y lo observa todo mientras no duda en alabar las ideas que aportan
quienes trabajan con él «—Ha hecho muy
bien, director, en decirle que es la policía la que determina qué datos son
confidenciales y cuáles no— le digo». Como tampoco teme pedir ayuda en sus
razonamientos, tanto a sus compañeros como a los ciudadanos o incluso a la
prensa. Ahí está lo bueno, Kostas Jaritos es tan humano que parece ficticio.
En La hora de los hipócritas los asesinatos terroristas se convierten en las
espadas justicieras que ansía el pueblo, y no solo de Grecia. También en
nuestro país oímos noticias de blanqueo de dinero, de pobreza, de
envejecimiento de la población sin que los jóvenes se atrevan a traer más
hijos, a no ser los guiados por una creencia religiosa o aquellos potentados
que alardean, de forma casi ofensiva, de familias numerosas. Esto forma parte
ya de un retrato de la sociedad actual en la que los trabajadores miran el
panorama pero no ven, absurdamente cargan contra quienes pretenden cambiar la
normalidad instalada; son aquellos asalariados que se conforman con las migajas
sobrantes de los impostores, a los que adoran agradecidos como si se tratase de
salvadores «Formaba a los jóvenes que
luego empleaba en sus hoteles con sueldos de miseria […] eran la tapadera que
ocultaba sus intereses económicos».
El
argumento de la novela desvela una Grecia en crisis que no superó el desastre
financiero de Europa. Esto hace que Jaritos no disfrute como es debido de su
recién estrenada condición de abuelo ni de su ascenso (merecido) a subdirector,
aunque gracias a la promoción puede contactar directamente con los ministerios
europeos, después de que un supuesto comando terrorista asesinara a un
empresario intachable, al querido director general del Instituto Nacional de
Estadística, responsable de asuntos laborales, a tres políticos europeos que
celebraban la subida del Producto Interior Bruto, y pretenda lo mismo con una
de las directivas de un conocido banco.
Los
dos primeros casos se llevan a cabo de la misma manera, mediante una bomba en
el coche. En un principio no parecían tener nada en común, aunque luego veremos
que el punto de unión entre los asesinados residía en el dinero: «relacionar los dos asesinatos. No me siento
muy esperanzado aunque la pasión de ambos por la economía podría abrir una
grieta en el muro».
Por
supuesto, el tercer atentado también tiene que ver con el falseo de datos
económicos y el cuarto es el detonante para que los propios asesinos se
entreguen pues la víctima no fue la directiva bancaria sino el aparcacoches que
intentaba sacarle el vehículo. El comando pretendía hacer justicia con todos
los hipócritas que se jactan de que todo va bien cuando en realidad sigue
existiendo el paro y solo les va bien a los poderosos, a determinados empresarios
y políticos.
La
trama no es muy original, tampoco la línea de investigación pues cumple todos
los pasos a seguir en riguroso orden. Kostas no se salta las normas ni se
permite excesos. Sin embargo el argumento tiene la intriga justa para involucrar
al lector. Al ser una mezcla de drama y misterio lo de menos son los asesinatos
que, por otro lado, y a pesar de la violencia que conllevan, quedan expuestos sin
detalles siniestros; cuenta más la intensidad de lo ocurrido puesto que
compromete al funcionamiento de un país, de los países desarrollados. El lector
se mantiene interesado y motivado para seguir investigando con la policía en un
caso del todo realista, basado en hechos totalmente actuales, «Lo matamos porque sus estadísticas decían
que el paro se ha reducido […] pretenden que ganar cien euros al mes te
convierte en trabajador, cuando hasta los mendigos ganan más que eso».
Indudablemente
yo calificaría a La hora de los
hipócritas de novela roja, más que de novela negra.
Lo
mejor, como siempre en Petros Márkaris, es la narración. El humor asoma para
quitar gravedad a los hechos y contribuir a una lectura ágil, al mismo tiempo
que aporta una visión amable de la existencia «—Rápido, le está esperando —me dice el agente en la antesala, como si
le supiera mal no poder prestarme un monopatín». No cabe duda de que el
humor también es una excusa para denunciar algunas situaciones de la vida en
Grecia (¡tan familiares en España!) y para resaltar la buena relación de una
pareja que no puede ocultarse nada:
Maldigo
ser tan cenizo […] tener que circular bajo los grifos abiertos del cielo en una
ciudad donde el tráfico se colapsa con las primeras gotas de lluvia.
—¿qué
vas a hacer con todo esto? —Pregunto.
Deja
la bolsa y me echa una de aquellas miradas que te clasifican como discapacitado
mental.
En el proceso lector reconforta la
fluidez con la que pasamos de conocer, emocionados, la vida íntima del
comisario a observar, conmocionados, la hipocresía social y el daño que supone
al ciudadano medio el que los potentados dispongan de paraísos fiscales que
custodian su comodidad, holgura de vida y placeres, «A una familia de asalariados le resulta imposible no ya comprar, sino
siquiera alquilar una vivienda en una gran ciudad».
La realidad queda al descubierto con
una sencillez impecable, porque todo ocurre de forma natural sin que nadie se
duela por ello. La acción de La hora de
los hipócritas no es trepidante. Los asesinatos no son escabrosos y sin
embargo presenta una sociedad macabra en la que la normalidad discurre entre
las diferencias económicas de sus habitantes. La desigualdad se va acentuando
cuando los recursos de la mayoría se tambalean. Y nadie reacciona. Nos dejamos
llevar por la burocracia, que nos ahoga y por los aplausos de los hipócritas,
que nos seducen. Nuestra realidad se parece más al mundo ficcional que la
propia novela.
Petros Márkaris aprovecha el entorno
político de izquierdas en el que se mueve su protagonista para delatar las
injusticias y los desmanes que comenten ciertos poderosos y cuya consecuencia
es la ruina del país «No podemos
descartar que las finanzas de la familia Fokidis oculten más trapos sucios».
Márkaris no tiene ningún problema en
desmontar ciertas imágenes arquetípicas a través de la denuncia social,
mientras esos modelos son utilizados para comprender los conflictos del ser
humano.
En esta novela no hay crímenes
refinados ni mentes retorcidas. Tampoco encontraremos ambientes sórdidos que
deban ser liberados por el héroe. Aquí el enigma es descubierto por los propios
asesinos aunque esto hace que se instale en el lector y en el comisario Jaritos
una inquietud mucho mayor, al ser conscientes de dónde está lo verdaderamente
malsano y de que los “idiotas” se han cansado de serlo.
Márkaris ha conseguido su objetivo:
Denunciar la realidad vergonzosa que ocurre en pleno siglo XXI
Somos
la clase media en su conjunto […] quienes corremos el riesgo de quedarnos sin
trabajo […] los que hemos cotizado toda la vida a la Seguridad Social […]
trabajamos duro y el Estado nos recompensa cargando el mayor peso sobre
nuestras espaldas.
No
se puede decir más claro. ¡Bravo por Petros Márkaris!
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