Cómo
lamento terminar libros como éste, en los que la expresión y el contenido se
dan la mano para hacernos sentir que forman parte de nosotros porque su autora
se ha entregado por completo. Narraciones en primera persona cuya protagonista,
una mujer, da vida a todas las mujeres, las de la época de Concha Alós y las de cualquier época porque la escritora, desde lo
más íntimo, va exponiendo el papel desempeñado por la mujer en la sociedad, un
papel que ha ido cambiando lentamente, tanto que ni siquiera nos extrañan
actitudes que tuvieron lugar en la Antigüedad. En Rey de gatos aparece
desde la negación a actuar como Penélope esperando a Ulises, «estoy harta de encarnar el papel de clueca:
esperar, esperar, esperar» hasta la desesperación por no poder mantener a
su lado al hombre, como le ocurrió a Ariadna, a pesar de guiar a Teseo por el
laberinto, «Yo, una Ariadna imposible,
inmóvil. Y el vikingo volará por los aires».
En
los cuentos, la protagonista continúa queriendo ser la Nora de Casa de muñecas «igual que cuando me
cobijaba dentro de su abrigo: “Bichito, es asombroso lo que te quiero…”»,
al tiempo que muestra su hartazgo ante tanta humillación «Ponte en tu sitio, imbécil, recobra tu dignidad». La personalidad
de la protagonista de los relatos se desdobla constantemente; su conciencia
insatisfecha hace que afloren las incoherencias, «¿Qué hago? le pregunto, vencida […] Ahora eres tú la Bestia. Tanto
reprochar y ahora eres tú». Con estas contradicciones, unidas a la
escritura automática, Concha Alós separa el punto de vista objetivo del
subjetivo. La miseria (y también la virtud) del hombre sale a la luz para
denunciar una realidad obvia, aunque en la mayoría de casos sea el símbolo el
que asocie una imagen con una vivencia de fuerte carga emocional. Los pavos
reales, las arañas con su ataque venenoso, las presencias inciertas del fondo
del espejo delatan la vida condescendiente y opresiva de la mujer en una
sociedad hipócrita que ve lo que le interesa.
En
Concha Alós la utilización del símbolo va unida a imágenes oníricas que
proyectan el comportamiento en determinados núcleos sociales, fundamentalmente
en la familia. La representación familiar es una relación de equivalencia entre
ella y sus padres; no ofrece al lector un mundo rico en aspectos, sino que nos
hace llegar una selección de imágenes naturales, sin adornos, que requiere un
esfuerzo novedoso por parte del lector del siglo XX. Son imágenes que, pese a
todo, conforman relatos realistas subjetivos que permiten contemplar y
comprender la realidad vivida por la autora desde cierta distancia, de forma
que podamos analizarla —incluso ella— objetivamente.
Rey
de gatos tiene
una constante, el gato. Aparece en los nueve relatos. Este animal ha sido, de
una época a otra, dios o diablo, amuleto o fuente de males. Ha despertado odio
y veneración. El gato asume la capacidad de reaparecer dignamente a los ojos
del hombre. Encontramos numerosas deidades con forma de gata, como la egipcia
Bastet, diosa del amor con cabeza de gata, símbolo de la femineidad,
sensualidad y maternidad. Los romanos apreciaron al gato por su belleza, como
símbolo de libertad para luego, en la Edad Media, representar a Satán.
Esta
simbología está trasladada a Rey de gatos,
especialmente se observa en el cuento que lleva este título, donde se
especifica la relación que se daba entre el hombre y la mujer. El protagonista
se aísla, superior, orgulloso, con una mujer a la que le cambia la vida, para
peor, durante la convivencia, por lo que ella lo abandona. Se queda solo con
una gata que habían recogido, y que lo deja en épocas de celo para volver
preñada hasta que pare. Los hijos son eliminados al nacer, una y otra vez hasta
conseguir desnaturalizar a la gata, una gata sumisa que acompañó a su dueño
hasta que, durante un paseo por la playa, una ola la ahogó. El hombre cobijó
entonces a todos los gatos. Soñaba con ser el rey de todos. Pero se volvieron incontrolables,
se rebelaban, mataban y atacaban a los animales y hombres que se acercaban a la
casa del «rey de gatos» hasta que,
subidos a un árbol, unos vecinos fueron testigos de cómo esos animales se
comían a su rey y asediaban a quien quisiera ocupar sus dominios.
Gran
carga de contenido que avisa de la dualidad que puede habitar en una mujer, «Las gatas y las perras parían en el bosque
y empezaban a organizarse en camadas». Tema duro que la autora expone de
forma minuciosa con sinestesias que aluden a las variaciones en la percepción
humana, «su voz, entre la olor picante
del laurel, sonó a conjuro». Alós experimenta diversas sensaciones según los
recuerdos que tiene del hombre en cada momento; las relaciones ilícitas que mantienen
están invadidas por la culpa, responsable de que se sienta perseguida por el
mal. Por eso el ambiente realista, hostil, en el que se mueve «vasto páramo cubierto de cardos y cicuta;
el arbolado, pino mediterráneo, algarrobo y olivo, no daba dinero» da paso
a visiones oníricas «veían una sombra
gigante. O una cabra con mirada humana. O, volando, escapando ya, una camisa
blanca sin nadie dentro».
En estas
correspondencias inverosímiles donde la realidad resulta insoportable, la
naturaleza es el origen absoluto de lo real, el mundo capaz de obsequiarte con
dones maravillosos para arrebatártelos de la forma más cruel en el momento que
quiera. Las constantes imágenes naturalistas pretenden ser reflejo de la
realidad experimentada por la mujer. «Una
clueca apareció vaciada, algo —en una taxidermia concienzuda, perfecta— se
había comido los polluelos y el cuerpo de la gallina menos la piel y las plumas».
La otra bestia también presenta la doble personalidad
que anida en una mujer humillada, destruida por su marido, hasta que ella misma
puede rebelarse de la forma más cruel.
En Cosmo desarrolla el problema social y
psicológico que sufre una mujer embarazada y repudiada «La sonda fría entre las piernas, los lavajes y doña Anita, tan limpia
y eficiente, tan sonrosada: Hubiera sido un niño». Una dureza excesiva que
la lleva irremediablemente a la destrucción, porque a la mujer se le tiene
prohibido el deseo en una sociedad en la que la religión se proclama patriarcal
para poder actuar impunemente, «la imagen
de papá, aquel fantasma eccehómico de mi sueño que venía a instalarse sobre el
pecho, para ahogarme».
En El leproso, la soledad familiar es
evidente. La mujer no se siente protegida ante el pecado bíblico, al ser
violada queda marcada por algo que la separará de Dios, de su padre, de la
sociedad, aunque este “pecado” sea cometido por el hombre «…mientras me apretara contra la pared iría descubriendo su cara
blanquísima e increíblemente hinchada […] el horror de aquellos racimos
sanguinolentos, bulbosos, como asquerosos tubérculos…».
En
general el mundo de la mujer de Rey de
gatos está marcado por la fealdad, la oscuridad, la locura y la
superstición, que se aparece en forma de magia maligna para transformarla en
monstruo capaz de atentar sobre sí misma. Es muy curiosa la imagen de la madre
ya que se separa de las características morales con las que se ha representado
tradicionalmente. Continúa como sujeto subalterno del cabeza de familia pero
finge que lo ignora; no hay complicidad con la hija, es como si la mera
presencia de otra mujer le molestara, por lo que, aunque no lo logre, por su
físico, intenta serle invisible. De esta forma, entre el humor y la tragedia, Alós
cuestiona la ley patriarcal vigente y critica esa sociedad pacata y religiosa
con acumulación de recursos hiperbólicos, largas listas asindéticas que dan la
sensación de inacabadas, exageraciones, animalizaciones, cosificaciones,
comparaciones, descripciones imposibles o tacos que niegan una evidencia: «Mamá, tan tacaña para todo, no escatima
para el confort», «Suspira. Cada día está más gorda. Una bola», «…su mirada de
pulpo», «Gorda. Más gorda aún que en el recuerdo», «yo aseguraría que las
mejillas —¡cuánta grasa, Señor!— estaban brillantes, «la voz de mamá se
convierte en un enorme tentáculo», «encima de los nichos con nombre y cruces
estaba el cielo», «mi familia, rebaño negro detrás del cadáver de Víctor y
todas sus coronas», «Coño, eso faltaba», «mi madre, ovillo negro y callado».
Es
una narrativa provocadora hacia la moral social y religiosa, que nace de la
conciencia de culpa que la mujer tiene instalada en su ser. Con la provocación
intenta unir los polos opuestos vida-muerte, pasado-futuro para que pasen a ser
una unidad perfecta.
La
protagonista de los relatos cuenta sus experiencias, sus sentimientos, su vida
a través del monólogo interior, en el que predomina la forma en un intento de
expresar el pensamiento sin que intervenga la censura moral. Concha Alós
pretende unir sueño y realidad en su verdad absoluta, la que reside en lo más
hondo de su psique.
No
cabe duda de que las metáforas son sugerentes, de gran plasticidad, y obligan
al lector a buscar en su propio pensamiento. La sociedad de mediados del siglo
XX quedó impresionada, con seguridad, al verse ante temas prohibidos como el
aborto o el suicidio, petrificada frente a situaciones duras, algunas de ellas
violentas, pero sobre todo evidentes, de grandes problemas psíquicos.
La
mujer lucha contra ella misma, su educación, su realidad y sus deseos, su deber
y sus sentimientos; lucha contra la propia experiencia negativa que se apodera
de ella hasta dejarla hundida, «y él […]
con la cara ansiosa, tan parecida a la de Michel y a la de ese cabrón que me
invadió y que ahora me repudia».
El
conformismo habitual se va resquebrajando por dentro hasta estallar. La
influencia religiosa es indudable, como lo es la actitud hostil hacia esa
religión opresiva. Todo es una lucha constante, la protagonista observa su
mundo desde un punto de vista desengañado, pretende encontrar otra realidad
escapando al control de la razón, por eso las imágenes prosaicas, violentas,
conviven sin problema con otras absolutamente líricas. A veces, incluso, la
belleza y la violencia se dan la mano en ese mundo tan real, pasado y presente,
de la mujer «La luna estaba como ahora:
gorda y ligeramente mutilada —el tajo tímido a un queso plano–».
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