En
esta entrega de la saga Montalbano, y una vez leídas las anteriores, sentimos a
los personajes casi como de la familia; Catarella, cada vez más entrañable y
menos bobo, su tesón lo perdona todo, y el hecho evidente de que sea el único
en la comisaría que se mantiene al día con la informática, aunque su
vocabulario no progrese al mismo tiempo
—…Quiero
saber todo lo que contiene. Y después le pones todos los disquetes y los… ¿cómo
se llaman?
—Gederromes,
dottori
—Examínalos
todos. Y después me redactas un informe.
Faccio,
más eficiente; Mimí Aguello, seductor implacable. Todos con un olfato increíble
para desentrañar los casos y todos con una fe ciega hacia el comisario.
Montalbano cuida al grupo con celo, sin ellos se sentiría perdido; pero,
sabiendo que están ahí, es capaz de hacerle frente al mafioso más corrupto al
mismo tiempo que le evita una desgracia, es capaz de ironizar, ante los jefes,
sobre la labor policial, capaz de atender con una paciencia infinita a aquellos
que acuden a comisaría no sólo a declarar sobre un incidente sino a que les
escuchen durante un rato, porque sabe que la soledad es mala compañera para el
hombre que ya piensa en todo lo ocurrido más que en lo que le queda por hacer.
Y capaz, sobre todo, de regocijarse con cuestiones sencillas, desde relajarse a
la sombra de un árbol hasta degustar unas patatas cocidas, «Sentado en la galería, había disfrutado de la pappanozza que desde
hacía tiempo le apetecía saborear».
La
sensibilidad del comisario es, cada vez, más evidente, probablemente porque se
hace mayor, por eso choca más su relación estancada con Livia; el miedo al
compromiso es irracional pero la soledad a la que puede llegar si mantienen la
monotonía, le hace tomar decisiones inauditas, casi delirantes
—Livia,
¿qué te parecería si nos hiciéramos novios?
—¿No
lo somos?
—No.
Estamos casados.
—Vale.
Y ¿cómo se empieza?
—Así:
te quiero, Livia ¿y tú?
—Yo
a ti también. Buenas noches, cariño.
—Buenas
noches.
En
este episodio, una excursión de la tercera edad sale hacia Tindari y vuelve
incompleta. Un matrimonio, los Griffo, no regresa a casa, pero como eran
personas hurañas nadie se fija en que en el último trayecto del viaje faltan
dos pasajeros. Todos van cansados, los desaparecidos no llevaban a nadie al
lado, la parada fue muy breve y la hora avanzada de la noche contribuyó a que
los Griffo no fueran echados en falta. Sin embargo su hijo, que los llamaba a
menudo se queda preocupado al ver que no puede contactar con ellos. Han pasado
cuatro días y no dan señales de vida, es más, al poco los encuentran con un
tiro en la nuca y quemados dentro de una casa abandonada en el campo. Las
sorpresas se van agrandando al constatar que los ingresos de ese matrimonio no
se correspondían con su pensión. Y el trabajo en la comisaría también se
intensifica pues aproximadamente, en la misma fecha, un joven aparece muerto a
tiros en la escalera de su casa, que resulta pertenecer al mismo edificio en el
que vivían los Griffo y, al igual que ellos tampoco se relacionaba con los
vecinos.
En
una época en la que la tecnología era incipiente, el ambiente de los pueblos
muy cerrado y las mafias ostentaban vergonzosamente el poder, se hace difícil
descubrir la verdad; por eso es gratificante observar el despliegue de métodos
para conseguir el objetivo, las verdades a medio decir, los engaños
encubiertos, las reflexiones imposibles, el conocimiento de la experiencia, el
sarcasmo disfrazado de humor, o la burla encubierta de ironía, la ingenuidad de
la inocencia o la bondad y compasión hacia el ser humano.
Andrea Camilleri da fe, con estas novelas, a medio
camino entre policíacas, utópicas y sociales, de un modo de vida, de una
existencia en la que hoy se echan de menos, sobre todo, las relaciones de
amistad y la alegría que aporta una vida sencilla, el día a día tranquilo y
confiado a pesar de los intereses políticos, religiosos o terroristas.
El
autor apuesta por aquellos que aún creen en ideales, los que sueñan con un
mundo donde no tiene cabida la desesperanza, la violencia o la apatía.
Con
un estilo totalmente natural, en ocasiones costumbrista, Camilleri, en un
homenaje que comenzó en La forma del agua, continúa
aludiendo al maestro Vázquez Montalbán, y dibujando, a través de esta familia
que constituye “el grupo de Montalbano”, la Italia de la segunda mitad del
siglo XX, un país mediterráneo, amante de la naturaleza, la comida y con la
decisión necesaria para enfrentarse a cualquier problema con pocos medios. De La
excursión a Tindari podríamos destacar el paternalismo hacia la mujer,
propio de una sociedad machista del siglo XX que empieza a tomar conciencia del
cambio, aunque el hombre siga creyéndose el centro, «¿Desde cuándo se desposa la gente en Sicilia? Menuda palabreja. En
Sicilia la gente se marida. Las mujeres, cuando dicen “me quiero maridar”
pretenden decir “quiero tener un marido”; y los hombres cuando dicen lo mismo,
pretenden decir “quiero convertirme en marido”». Expresiones que, en este contexto,
no ofenden pues son un fiel reflejo de la comunidad. La escasa importancia que
se le daba a la mujer está condensada en el dicho, que aun hoy tiene sus
adeptos, «La noche perdida y una hembra»,
repetido en dos o tres ocasiones, cada vez que algo no sale bien.
Pero
no cabe duda de que el autor es un maestro del humor, la frase corta, rápida,
ágil, que nos va dejando un buen sabor y con ganas de seguir leyendo.
Memorable, para esto la pareja Montalbano-Catarella
—Disculpe,
dottori, ¿usted quiere que le hable con palabras técnicas o con palabras
sencillas?
—Sencillísimas
Cataré.
—Pues
entonces le diré que en este ordenador no hay una mierda.
Otra
novela perfecta para disfrutar durante un buen rato de la obra bien escrita.
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