Como
no hay dos sin tres, aquí está El ladrón de meriendas, título
divertido para una novela cuyo trasfondo es bastante trágico, aunque nuestro
comisario se lance a él de manera optimista.
Está
claro que Camilleri no escribe una novela policíaca al uso, el humor no escapa
a su pluma, incluso para reflejar verdaderas desgracias; la sonrisa aparece en
nuestro gesto cuando empezamos a leer y una paz beatífica nos envuelve hasta el
final; porque Salvo Montalbano tiene la cualidad de saber sobrellevar con
entusiasmo y decisión cualquier situación adversa, aun en el caso de ser muy
adversa, como ocurre en este episodio.
Algo
muy curioso es que el protagonista sigue evolucionando; su forma de ser
desprendida, justa y volcada en el más necesitado se afianza en El ladrón de meriendas. También su
sensibilidad, al igual que sus celos infundados.
La
técnica de aludir a otras entregas es habitual en Andrea Camilleri, así que en ésta aparece de nuevo el profesor
Rahman, «Montalbano lo había conocido un
año atrás, cuando estaba investigando el caso que más adelante se conocería
como el del “perro de terracota”».
Asimismo
el humor es constante:
·
Para
certificar la poca paciencia de Salvo ante la ineficacia de Catarella quien,
incapaz de comunicar lo importante en el momento oportuno, siempre empieza con
rodeos inútiles; así, cuando aparece un muerto en el ascensor, Catarella entra
alteradísimo en el despacho anunciando:
Acaban
de telefonear ahora mismo y hay uno que está en el ascensor.
El
tintero de bronce delicadamente labrado pasó rozando la frente de Catarella.
·
Para
describir al muerto, «elegantemente vestido con corbata incluida, era un
distinguido sesentón con los ojos abiertos y la mirada perpleja».
·
Para
describir a los vecinos del difunto mediante hipérboles: «había un elefante, un hombre de proporciones gigantescas».
·
Para
describir a la mujer madura: «no hay
ninguna mujer siciliana de cualquier clase social, aristócrata o plebeya que,
cumplidos los cincuenta, no se espere siempre lo peor. ¿Qué tipo de peor?
Cualquiera, pero siempre lo peor».
·
Y
sobre todo para regocijarse en los diálogos, con los que juega asombrosamente
con el lenguaje
—Pásese
por la comisaría esta tarde…
—No
puedo
—Entonces
mañana
—Mañana
tampoco. Soy paralítica
Indudablemente
lo políticamente correcto no abunda –eran otros tiempos–. Lo que sí prolifera
es la crítica sociopolítica. Camilleri no pasa una: Nos enteramos, por las
noticias del periódico, de que «La
pequeña maniobra económica que el gobierno había aprobado […] subirían algunos
precios […] el paro en el sur había alcanzado unas cifras que era mejor no
revelar […] después de la huelga fiscal, habían decidido echar a la calle a los
prefectos […] Treinta jóvenes […] habían violado a una muchacha etíope, el pueblo
los defendía […] Un chiquillo de ocho años se había ahorcado. Detenidos tres
camellos de doce años. Un veinteañero se había saltado la tapa de los sesos
jugando a la ruleta rusa».
Reconozco
que la cita es un poco larga, pero merece la pena para darnos cuenta de que el
panorama sociopolítico de la Italia de final de siglo se asemeja al de
principio del XXI en Polonia según vimos en El caso Telak y, lo
gracioso es que ha cambiado poco, si acaso en algunos aspecto ha ido a peor en
toda Europa (España incluida y encabezando determinadas cuestiones). Esto da
para un largo debate pero aquí no tiene lugar. Aquí nos atenemos a la crítica
que Camilleri lanzó a su gobierno basándose en noticias reales, y a la que
elabora en su novela a través de diferentes acciones. Nos choca la forma de aleccionar
antes a los chavales, no hace tanto, comparada con la de ahora. Si hoy un niño
nos echa agua en la cara con su pistolita, es impensable que su mamá le quite
la pistola (por miedo al posible trauma) o que seamos nosotros los que se la
quitemos y lo mojemos a él (por miedo a las represalias de la mamá), sin
embargo esto le ocurrió a Montalbano y «Como
primera medida, la señora abofeteó con fuerza a su hijo, cogió la pistola que
el comisario había dejado caer al suelo y la arrojó por la ventana. —¡Se acabó
la historia».
Después
de reírnos ante la situación, reflexionamos sobre lo mucho que ha cambiado la
educación. Y nos reímos menos ante la corrupción encubierta, sabida por todos y
sobre la que nadie mueve un dedo, «De las
cartas que tardan dos meses en ir de Vigàta a Vigàta, de los paquetes que me
llegan reventados y con sólo la mitad de su contenido […] Eres una mierda que
se reviste de dignidad para tapar esta cloaca». Puede que esto no ocurra
hoy en Correos, pero la situación nos suena en otras entidades y por otros
motivos.
Y no
nos reímos nada cuando caemos en la cuenta de que los gobiernos de los países
desarrollados siguen implicados en el tráfico de armas sin el menor escrúpulo
hacia los países en vías de desarrollo.
Uno
de nuestros hombres que, de vez en cuando, comprobaba qué tal iban las cosas.
—Y,
de paso, se tiraba a Kalima
—Son
cosas que ocurren
Está
claro que Camilleri no temía decir la verdad y éste ha sido su sello en la
colección de Montalbano, pero en El
ladrón de meriendas hay algo que marca la diferencia: Livia aparece mucho
más, por eso la conocemos mejor y también a Salvo, quien ha dejado constancia
de ser un hombre bueno, recto, justo, amante de la comida y del ambiente tranquilo,
aunque como pareja deje mucho que desear. Es celoso aun sin motivo alguno,
fruto de la concepción que se tenía del hombre y de la mujer en el siglo XX. El
caso es que él es quien lleva las riendas en la relación, o eso pretende, de
ahí que Livia se enfrente y le diga las cosas claras «a veces no soporto tu hipocresía tan bien camuflada. Tu cinismo es más
auténtico».
El
final de la novela constituye un giro sorprendente. No revelo nada. Hay que
leerlo, y continuar la serie para ver si se cumple o no lo prometido.
Por
unas cosas o por otras no podemos dejar de leer a Montalbano.
Es genial tener asegurado que mientras leemos una novela de Montalbano, gran parte del tiempo estaremos esbozando, sin querer, una sonrisa.
ResponderEliminar¡Ah! ya sé porqué no podemos dejar de leerlo. Cuenta Camilleri en una entrevista que una vez, en Florencia, un médico le dijo: "Mire, usted no es un escritor, es un virus. Quien le lee queda infectado".
Pues eso, estamos infectados y (por suerte) no existe vacuna.
Muchas gracias por las recomendaciones.
Supercuriosa la anécdota de Camilleri virus. Creo que esto pasa con los buenos artistas, no puedes dejar de seguirlos.
ResponderEliminar¡Seguimos leyendo!