Tenía
muchas ganas de leer esta novela, un reto como todas las de principios del
siglo XX. Estar escrita, además, por el cuentista nº 1 de Latinoamérica, Horacio Quiroga, aseguraba encontrar el horror que esconde la naturaleza y su presión sobre el
ser humano; aseguraba un estilo sobrio, preciso, de gran contención verbal. Sin
embargo, estas características, del todo acertadas en la narrativa breve
suponen un contratiempo en la extensa, si dejan a la vista unos personajes
faltos de evolución psicológica.
Precisamente
éste es uno de los inconvenientes de Historia de un amor turbio. Comienza
con un narrador en tercera persona, omnisciente, que retrata a alguien
refinado, culto, tal como demuestra la sinestesia evocadora de un pasado mejor
y la metáfora empequeñecedora que compara el lugar donde se encuentra con el
anterior, «La angosta franja de cielo
recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus
tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire
húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos».
Esta
minuciosidad en la descripción, lo mejor de la novela, plagada de imágenes,
metáforas y comparaciones nos lleva a un realismo que, en ocasiones recuerda a
Chejov mientras que la ironía, reforzada por la hipérbole, nos acerca al
romanticismo de Poe «Quien le detenía era
un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo
ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero». También en el
diálogo, bastante absurdo por parte del chico, encontramos que, con humor, el
narrador lanza una dura crítica a la sociedad «la dosis de corrupción civilizadora que se necesita para convertir en
ese imbécil escéptico a un honrado muchacho». Esta crítica va en aumento,
ahora con sarcasmo, al animalizar al personaje, «Pero Rohán se había cansado ya del excelente animalito, y caminaba
solo».
Si
este primer capítulo hubiese conformado un cuento, tendría un final cerrado y
se mantendría en la línea sencilla y directa de los grandes cuentistas antes
nombrados, él incluido. Pero Quiroga no pretendía sino una novela, por
lo que advierte que la trama empieza «ahora»,
mediante una analepsis, «volvió al pasado».
Es en el capítulo II donde ya no tenemos la impresión de estar ante una novela,
y tampoco ante la eficacia demostrada por Allan Poe, pues los personajes carecen
de la profundidad propia de los del estadounidense). Todo queda narrado con
bastante superficialidad; encontramos frases inacabadas fruto, en ocasiones, de
un uso excesivo del lenguaje oral; a veces podemos entender el significado «Cómo de un padre como yo… Y no se preocupó
más de su hijo», pero otras es casi imposible «—¡Sobre todo lo que decía hoy! —Eso más que nada. Figúrese que una
vez…».
Hay
situaciones en las que la narración ofrece datos que parecen importantes para
entender un futuro cambio en la personalidad de un determinado personaje, o
simplemente para conocerlo mejor, pero el lector se lleva una decepción pues
estas referencias no se retoman. Es el caso de los gestos involuntarios que
Mercedes realiza con sus manos al ponerse nerviosa desde que soñó, siendo niña «que un pájaro le devoraba las manos a
picotazos» ¿Es por eso por lo que aprende a tocar el piano? Está claro que
el piano le sirve como relajación, pero en realidad no siente la música «Iba a la sala, paseaba aburrida, tocaba un
momento el piano en sordina, miraba uno a uno los cuadros […] volvía aburrida a
la cama» ¿Realiza estas acciones por su carácter nervioso? ¿Qué tiene que
ver entonces el sueño de los pájaros? Son lagunas que conforman una narración
insustancial.
Asimismo,
en diferentes circunstancias, los diálogos quedan inacabados porque en realidad
la conversación llevada a cabo no es importante para el argumento, «Usted ha estado ocho años, es inteligente,
sabe francés…».
Todo
lo señalado hace de Historia de un amor
turbio una novela de poca calidad. Podría ser un cuento en el que se
retrata a unos personajes tipo: la madre, típica dama insulsa, inoportuna,
indiscreta, cuya única finalidad es conseguir casar a sus hijas con hombres
pertenecientes a una elevada capa social y con dinero, sin importarle su
felicidad. El narrador, omnisciente parcial, eco del propio Quiroga, no pierde
ocasión para criticar a la burguesía y su modo de vida superficial:
—¡Cuándo
va a vernos Rohán! —quejóse la madre, aunque en verdad la queja era por el
calor que hervía dentro de su enorme corsé—.
Las
hijas, que, aunque son tres, la mayor, Lola, se casa enseguida y desaparece;
sólo la describe al principio, pero nunca más se la nombra, como si ese
personaje se hubiera olvidado. Por lo tanto, nos quedan Mercedes y Eglé que,
junto al protagonista, Rohán, configuran uno de los tríos amorosos más turbios
de la novela romántica.
Mercedes
es una chica amargada. Teniendo en cuenta que ha sido preparada para el
matrimonio y nada más, su vida se limita a hacer apariciones en sociedad,
acompañada de su madre y hermanas. Es normal que se ponga nerviosa al ver que
el tiempo pasa y no consigue al marido anhelado. No podemos llegar a tener
certeza de si el amor que siente por Rohán es verdadero o fruto de la
desesperación por salir de casa. Lo que está claro es que no es cierto que «Mercedes y Rohán se querían cordialmente»,
afirmación del narrador que, llegados a este punto, ya sabemos que ha enfocado
su relato en el punto de vista del protagonista.
Mercedes
siente atracción por Rohán y, a su vez, celos de Eglé, algo inaudito teniendo
en cuenta que la edad de la pequeña era de 9 años cuando conoció al hombre de
20. Pero él la mortifica, de broma o no tanto, «hemos decidido con Eglé que los besos que le doy no son para ella»
(a pesar de la sintaxis incorrecta podemos deducir que Eglé y él hablan de
Mercedes), por eso la chica contesta dolida, «—¡Ah, no! ¡Si es por eso, puede evitarlos, amigo!».
Rohán
se va a París durante ocho años, por decisión de su padre, para ver si se
interesa por algo, empresa en la que fracasa porque a este caballero sólo le
importa él mismo. A su vuelta, Mercedes es capaz de humillarse ante él quien, a
pesar de provocarla constantemente, y besarla incluso, la rechaza de forma
brusca, «¡Pero es idiota lo que está
haciendo […] le juro que no estoy absolutamente enamorado de usted […] —¿Hasta
mañana, no? […] ¿Usted me hace el amor, Rohán? —De ninguna manera».
Eglé
es un caso único, quiere a Rohán desde que tenía 9 años, debe aguantar los
flirteos de éste con Mercedes, su prolongada ausencia y sus inseguridades hasta
que finalmente consigue ser su novia. Pero no está convencida del amor que él
le asegura, de sus cambios de humor, sus desplantes, sus reproches… Sorpresivamente,
demuestra el carácter más firme de todos y, lamentándolo de todo corazón, lo
deja, pues se da cuenta de que es un hombre envenenado, que sólo puede traerle
dolor. Eglé siente pánico ante su novio y sus reacciones, no obstante es capaz
de romper con él, «—Mira —le dijo Eglé,
con la voz rota de embargo—: Yo creo que no podemos ser felices así… Mejor es
que dejemos…».
Eglé
quedará soltera, también Mercedes, probablemente porque en sus vidas entró
Rohán, un señorito con dinero, acostumbrado a vivir de su padre, sin ganas ni
entusiasmo por trabajar o realizar cualquier cosa que no sea en beneficio
propio y sin esfuerzo. El interés que muestra hacia algo, sea lo que sea, decae
enseguida. De hecho, tras tanto tiempo deseando ser novio de Eglé se cansa a
los dos meses, «Pasaron dos largos meses,
y Rohán comenzó a hallar un poco largas sus visitas». Se siente poderoso
ante una niña «—¿Y te casarás conmigo?».
Este principio de acoso es el anunciador de lo que será luego su relación con
ella, la humilla flirteando con su hermana, se siente superior a su novia,
indispensable para ella «—¿Le agrada que
haya venido? […] —¿Por qué? —preguntó al fin. —Por lo pronto —respondió él
secamente— porque creía que eso le iba a agradar».
Realmente,
es el típico maltratador, que se arrepiente nada más hacer o decir algo que
hiera a su novia Eglé o a Mercedes «—Tengo
ganas de llorar —dijo Mercedes suavemente […] —¡Pobrecita! ¡Pobre, mi amor…».
Rohán
es un egoísta con todo lo que le rodea; este sentimiento lo convierte ante Eglé
en machista «—¡Qué sabes tú […] Tú no
sabes nada. […] Eglé perdonaba, con la misma débil sonrisa». Y se convierte
ante las dos hermanas en maltratador psicológico, capaz de abusar de ambas
incluso físicamente «Rohán la siguió (a
Mercedes) y, mudo, atrájola violentamente a sí. La besaba aquí y allá…». En
realidad es un desequilibrado acosador que no quiere a ninguna pero juega con
las dos, incluso cuando le dice a Eglé que se le ha ido la pasión porque quiere
más de ella y no se lo da. Pero la joven se da cuenta de lo que pretende en
realidad y de lo que la ha hecho pasar, «pocas
novias soportarían lo que me están diciendo». Lo deja, y cinco años después
sigue sin querer estar a su lado aunque él piense que «Eglé tenía ya veintidós años y no quería quedar soltera». De esta
forma como un héroe romántico mimetizado con la naturaleza abandona para
siempre a la familia «Mientras miraba por
la ventanilla, en el crepúsculo frío, las flores heladas de cardo que se
desmenuzaban volando al paso del tren». Pero ya es tarde. No es creíble.
Indudablemente
hay que leer sus cuentos, porque Quiroga es uno de los mejores en este género.
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