miércoles, 29 de octubre de 2025

ESCONDERÉ MI ROSTRO

En la introducción de Esconderé mi rostro, el protagonista se dirige en primera persona a los lectores. O puede que no. Con la segunda persona narrativa aumenta la credibilidad de lo que nos va a contar, nos hace partícipes de sus emociones y nos ofrece su perspectiva, por lo que inmediatamente estamos dispuestos a creerlo. Somos parte del relato. El narrador protagonista se hace, entonces, con las riendas y cuenta su historia. Al momento, nos damos cuenta de que, en realidad sus palabras van orientadas a un narratario, a otro personaje. Otros personajes que no vemos, que no oímos; personajes cuyas palabras intuimos por las respuestas y preguntas que les hace nuestro narrador innominado.

El comienzo de la novela es intrigante «Es la primera vez que alguien confiesa un crimen y, en la misma frase, jura por lo más sagrado su inocencia». ¿Es, entonces, nuestro protagonista o simplemente lo está presentando? No queda claro, porque en la Primera Parte, el narrador es una tercera persona externa que, de forma totalmente objetiva nos introduce en la vida de Rytas desde su nacimiento. A partir de ese momento los dos narradores intercalarán sus roles en los capítulos y los lectores conoceremos la situación mucho mejor que el propio protagonista; sabemos por qué realmente Rytas se crio con Gregor Delmen, sabemos por qué sus vecinos actuaron de manera tal que lo obligaron a realizar actos que no entendía. Pero, ¿es en realidad fiable la voz de este narrador protagonista que cuenta en primera y segunda personas la historia? No relata su vida sino la de Rytas, su íntimo amigo que se la contó a él a su vez, por lo que confluyen en un mismo personaje los tres tipos de narrador. No hay nada claro al comienzo de la novela, Guillermo Borao maneja con la precisión de un relojero los tiempos de actuación de cada uno. De los tres narradores solo conocemos el nombre de Rytas Delmen, por lo que deducimos que él es quien tiene razón. Él es quien aporta a ese narrador omnisciente la categoría de dios omnipotente que lo ve todo y sabe el porqué de todas las cosas.

No cabe duda de que el comienzo de Esconderé mi rostro es intrigante. No sabemos quiénes están hablando, quiénes son los que preguntan ni quién responde. No sabemos en qué espacio se desarrolla, «Las Lomas», pero, ¿qué es? La confusión se adueña de nosotros por momentos, la intriga también; los diálogos sin preguntas se van intercalando en la narración sin ningún tipo de marca. El autor crea con destreza un ritmo introspectivo rápido mientras el narrador conforma un efecto íntimo con nosotros. Los “dialogantes” invisibles justifican la narración; adquieren una función social al tiempo que impulsan al narrador a que vaya actuando. Será en esa actuación donde este narrador se irá caracterizando como alguien que no conoce las expresiones coloquiales, al contrario, habla de forma culta, propia de quien conecta más con lecturas que con personas «…la directora, que nos tenía por residentes muy obtusos», «con un anorak en medio de esa canícula volcánica», «Sara estaba preocupada […] Rytas posaba sus ojos en los míos […] así que figúrense el triángulo isósceles con el que nos aislamos del resto». Tenemos la impresión de que las descripciones, tan exactas, son más propias de una mente que no funciona del todo bien. Más allá de la sonrisa relajada que nos puede surgir al leer estos despropósitos, «sorber el cordón de la sudadera, que es, por encima de todas las manías abominables, la que más asco me produce», se esconde una intriga inquietante «Sara sabía que él no encajaba aquí […] “Esta vez no saldrá bien —me dijo—, no es como nosotros”».

¿Cómo es Sara? ¿Cómo es el narrador? ¿Cómo es Rytas? Hay que seguir leyendo para conocer su historia: Un bebé maldito antes de nacer. Un recién nacido abandonado ese mismo día por su madre que, a última hora no se atrevió a enfrentarse a él, a cuidarlo y educarlo en el camino recto. Un niño criado por un hombre cruel y temeroso que no estaba dispuesto, tras ser abandonado por su mujer y su hijo, a quedarse solo otra vez. Un adolescente consciente de ocupar un lugar que no era el suyo sino del otro. Gregor Delmen le dio su apellido y no dudó en maltratarlo física y psicológicamente hasta doblegarlo.

Rytas Delmen vivió así su niñez y adolescencia, angustiado por pasar desapercibido. El control del tiempo fue crucial; para esquivar aglomeraciones de compañeros que lo acosaban; para coincidir con su vecina Danuté, a la que quería y con la que se sentía a gusto; para no llegar tarde a casa y evitar la paliza que Gregor le daba con su cinturón; para dormir sin la angustia de la pesadilla que una noche tras otra lo martirizaba anulando así su tiempo de descanso. Rytas se levantaba cada mañana sin saber lo que había ocurrido con el tigre que lo acechaba en sus sueños, sin saber que, en realidad, ese tigre que lo espiaba le aportaba la fuerza necesaria física y espiritual; desarrollado de forma desmedida, alto y desgarbado, con una fuerza casi sobrehumana que solo utilizó en una ocasión. En realidad no quería despertar sino ternura aunque su mirada transparente reflejaba el pecado capital de quien se acercara a sus ojos. Determinó mirar al suelo y llevar una capucha. Pero las burlas y el maltrato continuaron hasta que abandonó su pueblo, Timisos y, con 18 años llegó a Madrid. Cumplió su sueño, ahora sería tratado con amor, en una ciudad donde nadie conoce su marca vergonzosa. ¿Podrá Rytas eludir al destino? En Madrid se encuentra con cuatro compañeros de piso en quienes descubre la lujuria de Rebecca, la gula de Lourdes, la pereza de Juan y la avaricia de Pablo. En Madrid conoce el final de su sueño con el tigre y es ahí donde además de la fuerza física y espiritual que lo caracterizaba se da cuenta de que puede convertirse en alguien sanguinario. Rytas es un ser dual que adapta su tamaño, fuerza, agilidad y ferocidad a según qué circunstancia.

El abandono físico y emocional, el maltrato físico y emocional le provocaron poco a poco una ansiedad constante, un dolor perseverante capaz de aniquilarlo o aportarle agresividad y, lo más importante, hicieron de él alguien asocial con temor a los vínculos afectivos. Alguien que puede cometer un crimen y ser inocente al mismo tiempo.

La dualidad está presente en la novela, el bien y el mal residen a la vez. Experimentamos el bien haciendo mal; Rebecca se lo insinúa citando a Oscar Wilde, «podía resistirlo todo excepto la tentación» y Rytas, como otro personaje de Wilde es capaz de desdoblarse hasta sacar fuera su pecado. Hay que terminar la novela para saber cuál es, el suyo y el de todos. Guillermo Borao evoca, mediante conceptos pictóricos, El jardín de las delicias, o literarios, Insomnio de Hijos de la ira, un conocimiento en los lectores con el que profundizamos en el verdadero significado de una sociedad cruel en la que vive Rytas, que es la nuestra. Una sociedad que se mueve entre la fachada y los deseos ocultos de quienes vivimos en ella.

Rytas quiere esconder su rostro en Timisos para que los demás no se sientan despreciables cuando lo miran, «lo avergonzó aquella expresión de pánico en el rostro del chico». Cuando llega a Madrid se da cuenta de que nada cambiará, por lo que, al igual que hizo Dios con aquellos que adoraban a otros dioses («esconderé de ellos mi rostro y serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias»), Rytas esconde su rostro para no ver a nadie. Se siente un cadáver que se pudre en vida junto al mar de cadáveres que es Madrid. La vida ha sido su muerte y el tiempo ha ido marcando su podredumbre desde que nació.

Guillermo Borao nos hace vibrar mientras reflexionamos sobre quién es el verdadero culpable de la situación de Rytas Delmen. Quién es en realidad y quiénes somos nosotros.

martes, 21 de octubre de 2025

QUÉ FUE DE LOS LIGHTHOUSE

El pronombre que encabeza el título de esta novela es un misterio; si lo tomamos como interrogativo introduce cierta curiosidad, por saber la situación en la que ha quedado un clan. Si lo tomamos como exclamativo puede referirse a la admiración o lástima que nos ha provocado una familia, como consecuencia de un suceso.

Con esta indecisión empecé a leer Qué fue de los Lighthouse y, al terminarla, me he dado cuenta de que ambas sensaciones han pasado por mi mente. Desde el primer momento, Berna González Harbour nos atrapa con una carta que Everett Lighthouse escribe a su mujer, Marjory, ya fallecida. En ella promete contar hechos que nunca le dijo, por vergüenza y por liberarla de esa vergüenza.

Y poco a poco, leyendo el diario de Everett con los ojos de Asha, nos enteramos de lo que supuso la colonización que Inglaterra llevó a cabo en África: gloria y honor para los ingleses; engaño, torturas, humillación, dolor para los africanos.

Los Lighthouse, Everett y Marjory, empezaron en Tanzania, él como científico, para ayudar a que prosperara el país y ella, enseñando. Buena gente, incluso salvan a Asha de las manos de su marido, Mohamed, un viejo que la compró a su padre y la destrozó nada más poseerla con trece años. Asha solo es feliz con Marjory, por eso, cuando los ingleses abandonan las colonias, muchos avergonzados de las barbaridades cometidas, los Lighthouse se la llevan junto a su hija, Amina, a Inglaterra. Asha es vendida ahora por Mohamed a los ingleses. Ambas conviven en la mansión unos diez años, hasta que Everett las echa y van a parar a pisos construidos especialmente para inmigrantes. Asha irá a la casa familiar todos los días a trabajar. Amina no es bienvenida.

Ahora ha muerto Everett. Sus cuatro hijos acuden a la lectura del testamento, en donde se llevarán una sorpresa. Everett no sabía, en los últimos años, lo que ocurría a su alrededor. El Alzhéimer consiguió que dependiera exclusivamente de su nuera, Martha, que, al irse a vivir allí, con el menor de la familia, Ben, se encargó de él. Pero todo el honor de Everett esconde aspectos turbios, la grandeza de Marjory quedó sepultada cuando ella murió. Quedan su hijo mayor, Arthur, científico como su padre y su hijo pequeño, Benjamín, actor venido a menos.

Ambos en una rencilla continua, por envidias personales y gustos por chicas demasiado jóvenes, «Aclaremos algo, Ben. A ti te consintieron todos los caprichos del mundo […] toda la vida fuiste el niño especial. Y así has seguido».

Entre ellos dos, están Jane y Joyce, las mellizas, que salieron pronto de la casa y, aunque lamentaron no estar con su familia acomodada y con el amor de su madre sobre todo, decidieron ser felices formando su propia familia, Jane en España y Joyce en Francia.

El reparto de los escasos bienes de Everett es caótico. Ninguno está conforme con lo que su padre dispuso, «—…A todos nos ha dejado cosas raras. A mí una virgen, imagínate. Suponía que te lo había dicho Ben. —Me la sudan las cartas. Y me la sudan los sellos. Incluso vuestro dinero […] Ni siquiera sabes que le he abandonado y vienes a pedirme dinero. ¿Por qué no se lo pides a él».

En un querer hacerse con lo del otro, surge uno de los enredos mejor llevados en una novela trágica. Situaciones imposibles, casi surrealistas, que podrían levantar una sonrisa, no hacen sino aumentar la pena o el desprecio hacia determinados personajes, «Caroline y Arthur mantenían los ojos abiertos, espantados. Las educadísimas hijas de Ben […] se estaban revolcando en el suelo oscuro de un hospital, sucias y desgreñadas, para zarandear a una periodista que se había disfrazado de sanitaria y quitarle el móvil».

Al final todos quieren lo mismo: los diarios escritos sobre la estancia en Tanzania y los comienzos de la familia en Inglaterra, diarios que Everett ha legado a Asha, pidiéndole perdón y que nadie, ni ella misma, sabe por qué. También los lectores queremos saberlo, la inquietud se apodera de nosotros al leer una narrativa que, por momentos es poética y en otros, somos testigos de las mayores atrocidades cometidas por el hombre, «pocos chicos habían sobrevivido a un trabajo que realizaban a 60 grados de temperatura y 4.000 metros de profundidad. Los que lo lograron sufrieron enormes problemas de salud».

Las metáforas abundan y algunas son tan sensoriales que parecen imágenes en la que el narrador, perfecto conocedor de sus protagonistas, representa diferentes estados de estos para que en la mente de los lectores surja una comparación implícita «El salto desde el sueño profundo a la máxima atención que ahora tenían que prestar era una cabriola de vértigo en su penoso estado». Con las imágenes no solo consigue un lenguaje más descriptivo, también crea efectos, que evocan emociones en los lectores con las que permite una relación mucho más intensa con los personajes, pues aunque no conectemos con ellos ni empaticemos, percibimos impresiones que hemos vivido en algún momento.

La lectura es ágil, Berna González se permite, en ocasiones, ciertos momentos humorísticos en medio de la desgracia con los que refresca la prosa. Más de quinientas páginas para retratar a la familia Lighthouse, mientras en nuestro inconsciente vayamos comparando su suerte con la de la familia Tabora, tan escasa, tan entera. Asha, Amina, Adela, tres mujeres representantes del horror de los perdedores, de su humildad y pundonor; mujeres víctimas del machismo, de la violencia, de la arrogancia que, no obstante, a pesar de estar doblegadas por el sufrimiento, han aprendido a vivir con la cabeza alta.

Quinientas páginas dan para mucho y la autora no pierde la ocasión de denunciar el trato que los países más “avanzados” dan a los inmigrantes, lo que nos hace reflexionar sobre el horror que ha supuesto, a lo largo de la historia, pertenecer a una raza determinada. Y no avanzamos; cuando parece que hemos dado un paso adelante, volvemos atrás con más saña si cabe a una sociedad prepotente, resentida, racista y envidiosa. Y en esas estamos «El puto consentimiento. La famosa libertad de elección, el solo sí es sí, o no es no, o toda esa tabarra en la que se perdía».

Leyendo Qué fue de los Lighthouse me pregunto qué está siendo del mundo.

martes, 14 de octubre de 2025

JUAN RANA

Antes de empezar con la reflexión sobre este libro quiero agradecer a Babelio la oportunidad que me ha dado de conocerlo al obsequiármelo en su última masa crítica. La labor de esta plataforma en favor de la lectura y la transmisión cultural es encomiable.

Elegí esta novela porque soy una enamorada del Siglo de Oro; de su literatura y arte en general. Por eso, al ver el libro escrito por José Luis Alemán, Juan Rana, no lo dudé. Afortunadamente, me tocó.

La novela es muy curiosa: empieza en 1634, en Granada, donde Íñigo Narváez va a celebrar su decimoquinto cumpleaños, momento en el que su padre ha decidido enviarlo a Madrid, al cuidado de Calderón de la Barca para que haga de él un “hombre” en el sentido estricto de la palabra.

El marqués de Valdemar, casi anciano, detesta que su único hijo muestre a todas horas cierto amaneramiento, por lo que, a pesar de que él quería enviarlo a Flandes, don Juan de Caramel propone que estudie teología en Madrid pero, en realidad quiere introducirlo en alguna compañía teatral para que lo enseñen a actuar y disimular la afectación, «tal vez agravando la voz, teniendo movimientos más rudos y varoniles, apocando los gestos…». Y así, acompañado de Juan Caramel llega a Madrid tras casi dos semanas de viaje y queda al cuidado de Pedro Calderón de la Barca. Lo inscriben en teología, a pesar de ser apenas un niño y conoce a la compañía donde el actor de mayor renombre, Juan Rana, lo acoge.

Las andanzas de Íñigo, tanto en la universidad como en el teatro apenas se describen; sí sabemos que es un chico inteligente y llega a lo más alto en sus estudios, hasta formar parte de la Inquisición con diecinueve años. En el teatro no actúa, aunque hace amigos que lo salvan de más de un apuro.

Las casi cuatrocientas páginas de la novela son un reflejo del Madrid del siglo XVII y de las penalidades que hubieron de sufrir los cómicos. Imprescindibles para alegrar la vida de los ciudadanos, fueron perseguidos por la Iglesia, por no ajustarse a la censura o por mostrarse “desviados” en el comportamiento.

La vida fue dura para ellos. También lo fue para los musulmanes que, pese a haber introducido costumbres mucho más cívicas que las de los cristianos, estos no las continuaron por considerarlas de “infieles”: «El Madrid musulmán estaba ligado a las abluciones y al uso cotidiano del agua para el aseo. En esos tiempos había baños públicos y alcantarillas por toda la ciudad».

Juan Rana tiene un personaje colectivo: los habitantes de Madrid; a expensas de las irregularidades de la Iglesia y la monarquía. De eso sabían mucho los cómicos pues, a pesar de que debían pagar impuestos, habían de atenerse a lo que unos y otros querían. El tribunal del Santo Oficio tuvo hacia ellos especial inquina: Juan Rana fue procesado por sodomía, encarcelado y liberado por intervención de la reina a cambio de que la hiciese reír. Este hecho, real, está recogido en la novela.

Los privilegios de los que goza el cómico en la novela fueron ciertos; a cambio llegó a identificarse tanto con el personaje que a veces ni él mismo sabía si actuaba o no. Hubo de representar obras escritas exclusivamente para él, por Calderón o Quiñones de Benavente, tal y como recoge el libro de José Luis Alemán, donde también se deja ver que parte de su éxito se debió a su indefinición sexual, de ahí que no fuera conocido como Cosme Pérez sino por su apodo de significado ambiguo.

Y a este ambiente “indefinido” llega Íñigo, niño que aprende de golpe las durezas de la vida, también las alegrías, sobre todo las aportadas por los jóvenes actores Rosauro y Diego. Pero Íñigo muestra unas ganas de venganza absoluta hacia su padre, un rencor desmedido y una ira que le hace sentir admiración por las enseñanzas eclesiásticas y devoción absoluta por el tribunal de la Inquisición. No es consciente de los desmanes hasta que él, una vez forma parte de ellos, lamenta las consecuencias.

José Luis Alemán intenta una vinculación con el lenguaje del Siglo de Oro, una reflexión sobre los límites de la censura en el arte y una exposición detallada de la vida en el siglo XVII. Nos enteramos de costumbres, «Esto es un bodegón de puntapié. A los madrileños nos encanta comer fuera de casa…»; del estado en que, a veces, era ingerida la comida, «¿Por qué creéis, si no, que un hojaldre se baña con tanto condimento»; sobre la condición de los guardias reales, «son en su mayoría milicias licenciadas con alguna parte amputada excepto la codicia […] se pasan el día borrachos, entre juegos y fulanas»; el funcionamiento de los corrales de comedias y su distribución también queda especificado, así como la censura de obras «que no sea(n) expurgada(s)».

En fin, en Juan Rana nos enteramos de estrategias utilizadas para lograr la fama, de personajes que existieron en la realidad, de su historia familiar y de la distribución de las calles. A veces tenemos la impresión de seguir un plano de la ciudad «Cambiaron de ruta y se dirigieron […] Enseguida llegaron […] las antorchas de la entrada deslucían…».

Hay que destacar la fidelidad histórica del autor. Deduzco que, en su afán de mostrarse “más hombre”, Íñigo consigue acabar con su sentimentalismo. Puede que sea por eso o por el rencor al ser privado del cariño de sus padres o porque era de naturaleza implacable; el caso es que es un personaje que no se hace de querer. No atiende a los consejos de Juan Caramel, ni a los de Calderón; se mete en líos constantemente, de los que lo salvan o bien sus preceptores o la gente de la farándula. Y finalmente lleva a cabo una de las acciones más desalmadas que puede cometer un ser humano. Pero son datos que aparecen en medio de otros asuntos, cuando han pasado años en los que no somos capaces de distinguir la evolución o involución del personaje.

Por otro lado, Juan Rana tampoco mantiene una relación estrecha con Íñigo. Él debe ir lidiando su propia historia. Parece que murió sin ser consciente de estar en la ruina a pesar de que su fama se mantuvo hasta el último día, en 1672, año en el que también fallece en la novela Juan Caramel, enamorado en secreto de la madre de Íñigo, y cuyo entierro es una escusa para el reencuentro de Calderón y un Íñigo cincuentón que aparece como hombre cabal religioso.

En fin, libro entretenido, aunque algo deslavazado, en el que asistimos con gusto a lo que pude ser una crónica del siglo XVII aunque algo perdidos en la fusión trama-personajes.

sábado, 4 de octubre de 2025

CLARABOYA

Cuando eres consciente de que la vida va a dar pocas oportunidades de mejorar a una determinada clase de gente, cuando ves que el tipo de gente es el mismo que existía ayer, el año pasado, el siglo anterior, quedas sumido en una reflexión en la que tampoco encuentras demasiadas respuestas, al menos respuestas válidas.

He leído Claraboya y lo que me ha llamado la atención es que esta historia tan real, tan dura, esté contada de forma tan bella, casi poética por momentos; no hay cortos capítulos, las oraciones son largas, con reflexiones filosóficas abundantes y, sin embargo, el lector siente la necesidad de seguir leyendo, aun cuando somos conscientes de que no hay solución para Lidia o para Abel o para Claudia o para Isaura…, jóvenes a los que la vida ha marcado con cierto determinismo porque han nacido en el lado equivocado.

Y llama la atención que Claraboya fuera escrita por un joven Saramago de 31 años capaz de dejar constancia de lo que sería su literatura. Porque Claraboya no fue aceptada por la editorial donde la entregó, al menos no le dieron respuesta. Y allí quedó. Dormida hasta 2012. José Saramago hacía dos años que había fallecido así que no la vio publicada, porque en 1989, cuando la editorial es trasladada a otro lugar y aparece el manuscrito del ya famosísimo autor, le ofreció sacarla a la luz, a lo que él se negó.

En esta obra, Saramago se asoma a un edificio humilde para relatarnos la vida de sus habitantes. Cada capítulo cuenta las acciones de los que viven en una casa, empezando por el entresuelo, habitado por Silvestre, el zapatero, «Tenía una figura algo quijotesca, encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y adunca y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban». Silvestre nos cae bien, sabemos, por su parecido con el quijote, que es buena persona; también, que a su manera busca la justicia y la igualdad. Y nos cae mejor cuando aparece su mujer, Mariana, como otra figura literaria unida irremediablemente a este «loco idealista», «Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podía ir más deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia».

Conforme avance la novela seremos testigos de la bondad del matrimonio, la de Mariana enfocada más a resolver problemas corporales y la de Silvestre orientada al razonamiento para solucionar desigualdades sociales.

Las costureras Isaura y Adriana viven en el segundo, con su madre, Cándida, y su hermana, Amelia; ambas viudas. Un grupo de mujeres de vida monótona, la que les permite la sociedad, dedicadas a trabajar para subsistir; mujeres que se evaden de la realidad a través de la música y la lectura. En el primer piso, vive Justina, «Vestía luto cerrado y, así, muy alta y fúnebre, con el pelo negro y una raya larga en el centro, parecía un muñeco mal articulado»; el luto es por su hija, muerta a los 8 años, por una enfermedad, pero también podría ser por Caetano, su marido, un machista mujeriego, causante de las desgracias que le suceden no solo a ella sino a algunas vecinas que lo han rechazado.

También sabremos de la vida de Claudia que, con 19 años, es la que trae más dinero a casa, pues su madre es ama de casa y Anselmo, el padre, apenas gana para sus caprichos; aunque ambos crean que son los mejores padres no sabrán ver venir la decadencia de Claudia, o sí, pero es mejor ponerse una venda en los ojos cuando las causas son el dinero que entra en casa.

Lidia es la que mejor vive del edificio: ropa cara, sugerente, muebles de calidad y con las comodidades que hacen de su vida una especie de jaula de oro donde no pasa privaciones, aunque sabe que será hasta que su amante se canse de ella, por eso, intenta tenerlo satisfecho en todo momento. Lidia no tuvo otra oportunidad, prácticamente fue arrojada a los brazos de Paulino, por su propia madre, cuando esta vio un filón del que vivir.

A este edificio llega Abel, un donnadie dispuesto a vagar hasta encontrar sentido a la vida; Silvestre y Mariana le alquilan una habitación y entre los tres reflexionan sobre el presente: al pesimismo casi existencial de Abel, Silvestre le rebate con alegorías filosóficas y sociales sobre la necesidad de buscar cada uno el bien dentro de sí mismo para poder ofrecerlo a los demás. El zapatero reclama los valores perdidos, valores basados en la ética del bien común, para poder combatir la abyección social.

El narrador es un observador objetivo de este cuadro; como si contemplara desde la claraboya, va exponiendo lo que ocurre, sin inmiscuirse, dejando que el lector saque sus propias conclusiones. Tampoco habrá final cerrado para los personajes. La vida sigue, sin premios por las buenas acciones o castigos para las malas llevadas a cabo. Como la vida misma. Solo en determinados momentos, el narrador cede la palabra a la voz de Adriana cuando su tía Amelia lee su diario.

José Saramago aprovecha esta galería de personajes para tratar la pobreza, la maldad de la condición humana y la bondad, el machismo imperante, las urdimbres que debe tejer la mujer para no sentirse esclava a pesar de la ocultación a la que se ve sometida, el poder, que siempre reside junto al dinero y ante el cual, los que no lo tienen pierden la dignidad, la hipocresía de todos, capaz de lapidar aunque sea mentalmente a quien está señalado por algún poderoso, «la secundó en los lamentos acerca de las costumbres inmorales de ciertas mujeres y, como la vecina, se enorgulleció en su fuero interno de no ser como ellas».

Frente a todo esto, Silvestre proclama el amor desinteresado, «¿Nunca ha sentido al ir por la calle, un deseo repentino de abrazar a las personas que lo rodean?». Un amor que no tiene que ver con el que proclama la religión, «No creo en Dios, si es ahí donde quiere llegar».

José Saramago ya muestra, en su primera novela, lo que será más tarde su marca, lo que lo llevó merecidamente a conseguir el Premio Nobel de Literatura: un lenguaje rico, con términos cultos, con alusiones a otros escritores y filósofos y con cierto humor irónico con el que consigue una crítica absoluta y una prosa fluida, «Y, más aún, nadie se explicaba cómo de dos personas nada bonitas […] pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la criatura».

Como tantos otros hombres buenos, murió sin ver un cambio social. Y algunos, como tantos, seguimos constatando que «El día que sea posible construir sobre el amor no ha llegado todavía».