Después de leer Mosturito
uno se replantea el pasado, reconsidera al ser humano como tal.
Al revisar tiempos
pretéritos ahora, hartos de añorar el vivir en la calle, el tener amigos con
los que divertirse, tener libertad de horarios, tener las tardes libres para
disfrutar… es conveniente que pensemos en la soledad de aquellos con los que
nadie quería jugar, en el miedo de tantos otros de llegar a casa cuando el
ambiente no era acogedor. Mucha calle, mucha libertad, pero también drogas,
alcohol, vejaciones que nadie denunciaba porque era lo normal… Los pederastas
existían y vivían como perfectos ciudadanos, los curas, también. Los
maltratadores podían matar a palos a su mujer o a su hijo. No había
compensaciones para las víctimas. Y todos callaban.
Al reflexionar hoy
sobre el ser humano, a lo mejor nos damos cuenta de que no tiene tantos buenos
sentimientos como creíamos; o están mal repartidos. En cualquier caso, después
de leer la novela de Daniel Ruiz,
comparamos lo que sucede en 2025 con lo que ocurría en los 80 y llegamos a la
conclusión de que el Hombre es más despreciable de lo que pensamos. ¿Cómo
toleramos el machismo? «El ventura tiene
canas a los lados del pelo y unas gafas grandes y en realidad es un enano que
no tiene ni dos guantazos».
Mosturito es una
novela sobre la vida en los barrios de los años 80. Son personajes literarios
pero es un texto real.
He leído la vida de
Mosturito, Pedro Gotor Fernande, y aún llevo dentro la rabia, la pena, la
compasión y las ganas de venganza.
La pobreza, la violencia
y la miseria han hecho de Mosturito, Mostu, un pícaro que aprende a callar, a
robar, a pensar y a sobrevivir con lo que tiene en cada momento. El amor por la
Tata y la amistad del Zurdo le enseñan a ser fuerte y enfrentarse a todo con
valentía.
Pedro, Periquillo,
es un niño de diez u once años que vive con su Tata desde que su padre mató a
su madre de una paliza y a él lo dejó deformado. Lo único que tiene en el mundo
es a su tía y ella sobrevive como puede para cuidarlo, para enfrentarse a
aquellos que abusan de él, se burlan, «Mosturito,
Carastrujá» o le pegan. Son dos perdedores que se protegen mutuamente hasta
que el niño conoce al Zurdo, un chico mayor, de la alta sociedad, drogadicto,
que le demuestra su amistad y le da la oportunidad de demostrarse quién puede
llegar a ser.
La historia es dura
y de una ternura infinita. Es imposible no querer a ese niño contrahecho y a su
tata, gorda, demasiado aficionada al alcohol, y desbordada de amor hacia su
sobrino.
Y es imposible no
admirar a Daniel Ruiz. La narración es fantástica. El narrador es el
protagonista quien, desde su punto de vista cuenta en primera persona, y con un
lenguaje oral, su historia plagada de términos del argot, tantos que a veces hemos
de parar la lectura y volver atrás para entender lo que dice: «fumete, jarto, moni, palique, quinco…»;
lenguaje que lo instala en un nivel sociocultural bajo. A Mosturito no le
importa nombrar palabras tabú: culo grasiento, el cogollo… Las irregularidades
sintácticas logran que prevalezca el sentimiento o aquello que le interesa
remarcar; la dicción correcta es lo de menos. Lo observamos en oraciones
agramaticales en las que queda claro dónde está la importancia del enunciado, «Está todo el día fumando, la Tata, y las
paletas las tiene grises…» «y alguna vez el bocata la Tata lo tira demasiado
flojito y acaba en el taller».
En la sintaxis
elimina el superlativo y lo sustituye por la repetición del adjetivo en grado
positivo o con expresiones propias de la jerga coloquial, «siento dolor fuerte fuerte» «de tela de lejos».
Creo que uno de los
rasgos que más llama la atención es el uso continuado en la escritura de la
variedad oral; el autor consigue formar nuevas palabras con todos los medios a
su alcance:
– Usando escritura fonética: sielo.
–Sufijaciones incorrectas, pintarraca, guapura, totalmente expresivas.
–Unión de palabras mediante haplología mentretenga, sahecho, carastrujá, pal otro
lado, cagon tu madre.
–Palabras nuevas por asimilación de vocales dispierto, yanki (por yonki); o por
disimilación, chiquetito.
–La composición según la fórmula verbo+
nombre también da resultado, agarraniños;
o simplemente mediante apóstrofos, pal.
–Formación de palabras por supresión de
sonidos, bien con aféresis: ira (mira),
enga (venga), suntosociales, quillo; con síncopas: salío, hijosputa, masca (mastica), vi (voy) Gosgoblin (Go Go
Goblin); con apócopes: zanca
(zancadilla), pa (para), namenos; con la utilización de
hipocorísticos: Puri, Periquín.
–Asimismo forma palabras mediante prótesis de
sonidos: endiñarle. Y es común la
trasposición, en la que usa metátesis: daleo
la cabeza, mosturito, murciégalo.
–Forma palabras derivadas por similitud; así
encontramos guarreosos, porquerioso…
Pero no cabe duda de que la tendencia, sobre todo en la lengua oral, es a
economizar sonidos y así podemos encontrar términos como oruta (eructa). Son palabras cargadas de sensibilidad que aportan
una afectividad fuera de lo común en un niño por todo lo que lo rodea. A veces
elimina signos ortográficos para incidir en la continuidad de lo que cuenta;
esto unido al polisíndeton alarga el sufrimiento del protagonista, «y me ven de lejos y me dicen ira el
mosturito ira el mosturito».
En
los momentos más profundos, cuando habla de sí mismo en segunda persona nos
proyecta hacia su propia intimidad y su propio dolor, «Tienen miedo. Todos tienen miedo de ti mosturito. La sensación es
nueva, se parece a cuando estoy en la azotea y tengo vértigo y a la vez no me
importaría tirarme».
El
ritmo de la novela es ágil, influyen no solo las modalidades del lenguaje oral,
también los capítulos cortos; las comparaciones con alusiones a la televisión
de los 80; los latiguillos utilizados para terminar las frases, «también la Bombi, que es la de las tetas
gordas y el pelo azul, quillo, Zurdo, llégate a por un litro, o qué», «y el
padre cabrón tiene toda la cara de Gargamel»; al ritmo dinámico contribuyen,
asimismo, la eliminación de la voz del narrador o la mezcla de exposición de
hechos, pensamiento y diálogos, «la
sujetan por detrás y le retienen el bate y ella sigue gritando y tranquila
Tata, por dios Tata, tranquila».
A
pesar de la historia despiadada, los recursos literarios bañan el argumento de
dulzura, bien con elipsis, «A mi niño ni
un pelo», bien con animalizaciones o cosificaciones «manos de choco gigante», «gran torre de carne». No cabe duda de que
la pena es fundamental para exaltar el lirismo con metáforas «Me gustan las pecas de la Estrella, es como
si alguien le hubiera echado una cucharada de canela en la nariz» o con
oxímoros «Y el silencio es lo peor.
Porque es un silencio lleno de ruido».
Y
si no lloramos leyendo Mosturito es
porque en este ambiente inhumano destaca el humor, la agudeza o la inocencia
con la que Mostu describe los hechos, la ironía que emplea en momentos
difíciles y su disposición para despreciar aquello que no le gusta, «vuelve con un mierdoso pastelito», «cara de
burguer con extra de carne», «un cuadro de Jesucristo con los ojos azules y
medio pelirrojo en el que Jesús parece un jipi gay», «es un tío calvo,
encogido, bajito, se parece un poco a Filemón».
Y en esta ternura, con este humor, Daniel Ruiz pone en tela de juicio la desolación con la que los más pobres han de enfrentarse a la vida, al acoso que sufren los niños, el maltrato de género, el maltrato infantil, la pederastia, las pesadillas constantes de quienes los sufren, la pena, el miedo y la indefensión y sobre todo, el deseo de poder controlar sus vidas.
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