Desencajada no es una novela aunque tiene
argumento: la vida de Daria Kovalenko; en torno a la protagonista se dan cita
otros personajes, y hay un tema principal: el desarraigo.
Es
triste leer Desencajada, pero no más
que si nos paramos a pensar durante un momento en la vida de todos aquellos que
deben abandonar su casa, a su familia, a sus amigos para enfrentarse a nuevas
costumbres, nueva gente, trabajo y, lo más duro, el idioma, «El significado de la palabra liubov es
amor».
Una
lengua permite contactar con quienes te rodean, sentir que formas parte de una
comunidad porque entiendes lo que dicen, lo que sugieren, lo que puedes o no
puedes hacer en según qué momento o lugar. Si es duro tener que abandonar el
país de origen, llegar a otro en el que no se consigue interpretar nada de lo
que se dice debe ser aterrador. Esto es algo de cajón, cualquier ser humano lo
entiende, sin embargo hay que agradecer a Margaryta
Yakovenko que nos lo recuerde; que existen personas que se sienten fuera de
lugar, desencajadas en un sistema que pretende ayudarlas con mayor o menor
interés por parte de ciertas personas que piensan que por haber nacido en un
lugar les pertenece; que nadie puede llegar allí y pretender tener los mismos
derechos que ellos que, fruto del azar, nacieron ahí; que supondrán una amenaza
porque se aprovecharán de sus ventajas, de sus trabajos: «Antes de la migración mi madre era enfermera. Después de la migración
mi madre trabajaba en un almacén empaquetando limones».
Para
los adultos es duro, la mayoría no tiene facilidad para aprender el nuevo
idioma y, sobre todo, cuando consiguen cualquier ocupación que les permita
salir adelante, aceptan cualquier condición. El miedo a perder el trabajo hace
que todo valga, «A los ocho años mis
padres me compraron un móvil […] como sustituto de su propia presencia. Cada
día, mi madre me llamaba a las dos y media de la tarde […] En el almacén en el
que empaquetaba limones le daban media hora para comerse el bocadillo, media
hora que ella aprovechaba para llamar a casa».
Los
niños no tienen que trabajar. El Estado les ofrece educación y sanidad, pero
les falta el cariño, el roce de su familia, la confianza de sus amigos.
Yakovenko
rememora su existencia desde que tuvo que abandonar un país donde les era
imposible subsistir, después de haber residido veinte años en España, de haber
estudiado, de haber conseguido la nacionalidad, de tener una pareja… Aun así no
se siente plenamente española, ni ucraniana, ni preparada para compartir su
vida con un español «Después de la migración
[…] Los días de cuando empecé a ser española y me quedé sola. Los días en los
que nunca dejé de estar sola».
¿Por
qué es tan difícil que algunos puedan salir adelante? ¿Por qué es tanta la
crueldad que nos rodea? ¿Por qué si tienes dinero no eres considerado
inmigrante y no tienes problemas de adaptación? ¿Por qué el hombre castiga a
los más necesitados y premia a aquellos que no tienen necesidades? Creo que la
respuesta a todas estas preguntas es por envidia, algo que aflora para
deshumanizarnos por completo «En la
frontera entre Ucrania y Polonia mi padre tuvo que meter en su pasaporte un
billete de cincuenta dólares para que le pusieran el sello de entrada sin
problema. En Madrid, una polaca llamada Jana les pidió ochocientos dólares por
conseguirles un puesto de jornalero».
El
problema de los verdaderos migrantes es el desarraigo, a pesar de llevar veinte
años en un mismo país, a pesar de haber conseguido una relación estable: «Yo me he mudado de casa dieciséis veces».
Y el desarraigo conlleva un sentimiento de culpa difícil de eliminar. Te
sientes culpable por haber dejado a “los tuyos” en la miseria y culpable por
haber salido adelante. Es una situación angustiosa, tienes una nacionalidad que
no se corresponde con tu ADN y por la que has tenido que pagar y luchar durante
años. Sabes que no todos somos iguales. Todos lo sabemos, aunque la
constitución de países democráticos diga lo contrario. Llegados a esta punto,
Margaryta Yakovenko concluye, a través de Daria, que la migración es una
enfermedad, es un duelo en el que lo has perdido todo, «Lloras los paisajes y el clima». Y los migrantes son aquellos que
sufren el síndrome de Ulises, en el que «la
verdadera condena es la errancia porque él no sabe cómo vivir en tierra firme
[…] Y nos hemos vuelto adictos al horizonte».
Aunque Desencajada no sea novela, es un relato autobiográfico que todos deberíamos leer antes de juzgar a los inmigrantes, porque es duro no saber dónde están enterrados los tuyos, «es imposible que les encuentre porque ni siquiera estuve en su funeral», porque es difícil mantener una relación, «cómo vamos a ser familia si ni siquiera estuvo en el lugar en el que empezó a manar la sangre». Es duro, pero hay personas que aún nos hacen creer en el ser humano. La hija de Mª José y Kiko, unos amigos muy queridos, decidió pasar el fin de año, con sus padres y hermanos, en un país remoto de África, de donde es su pareja. Bien por ti, Irene. Os merecéis toda la felicidad del mundo.
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