Cuando
empezamos a leer Bajo tierra seca vamos intuyendo por qué César Pérez Gellida ha elegido ese título; el pronóstico de una
tierra yerma siempre es desolador. Esa desolación la confirma, casi al final,
uno de los personajes
—No
sufras. Tú ya deberías saberlo […]
—¿Debería
saber qué?
—Que
bajo tierra seca nada bueno germina
Sin
embargo, desde el primer momento tenemos esperanza, bien por la aparición de un
moderno quijote para el que no hay términos medios, bien por la narrativa
directa capaz de enviarnos un nítido mensaje a través de la descripción de
dicho personaje. Está claro, hay un héroe: «Infinidad
de partículas de polvo en suspensión cubren las botas de montar […] Bien
planchado el uniforme de servicio: azul marino con doble hilera de botones dorados,
capa de lana […] Bajo el tricornio, Martín Gallardo».
El
argumento de Bajo tierra seca está
basado en un hecho real. También alude a enfrentamientos reales en la España de
principios del siglo XX, pero no es una novela histórica al uso. Sí es una novela
negra. Mucho. Quizás porque, en general, la historia de España haya sido negra
durante una larga época, o al menos para la mayoría haya discurrido en blanco y
negro.
Tampoco
Martín Gallardo es un héroe al uso, a pesar de su valentía e intrepidez es un
ser humano debilitado por su dependencia del opio, fruto de haber estado como
prisionero de guerra en Filipinas. Esto hace que su humor sea habitualmente
malo y que la mayoría de las veces actúe de forma irreflexiva, siendo
consciente en todo momento de que hay circunstancias en las que solo los
disparates pueden combatir tanta locura. Probablemente por esa razón sus
maldiciones son constantes, «Me cago en
mi condenada alma», «me cago en mi santa vida», «me cago en mi suerte», «Me
cago en mi alma negra». Martín Gallardo es un personaje que conserva el
sentido de la justicia del literario Alonso Quijano y el de la amistad del
cinematográfico Wyatt Earp. Sin duda es atrayente y sus actos nos mantienen en
vilo durante toda la novela.
Pérez
Gellida ha sabido retratarlo a la perfección; en el extremo opuesto, uno de sus
antagonistas queda descrito como un personaje de cómic por el que no llegamos a
sentir empatía alguna, a pesar de ser una víctima; incluso su muerte parece la
descripción de una tira de tebeo «Tampoco
le ofrece demasiada resistencia el espesor de la pared ósea que la separa del
cerebro, donde llega, ahora sí, para quedarse. El estropicio para su dueño
resulta fatal».
Por
supuesto, la villana mayor de la historia es Antonia Monterroso. Toda ella es
una mentira, ni se llama así, ni su sobrenombre, la Viuda, hace justicia a su
condición dolorida. Todo en Antonia es exagerado, su corpulencia, su apetito
sexual, su ambición de dinero y poder, sus amantes, su odio… Antonia no es la
causante directa de la desgracia presente en Zafra pero sí la que desencadena
el desastre final.
La
narración se va ajustando a cada personaje, más o menos ficticia, más o menos
teatral, más o menos cómica; sin embargo hay dos constantes, con el héroe
mantiene un punto de ironía al relatar sus actos y con los malvados predomina
el sadismo hiperbólico. Sea de una u otra forma, el relato queda marcado por
cierta lucidez, algo que permite al autor construir personajes redondos, con
firmes caracteres formados por unas convicciones fruto de las circunstancias
vividas.
La
narración es en tercera persona, pero el narrador cambia de perspectiva, como
si estuviésemos leyendo el testimonio de diferentes personas que se han visto
involucradas en un hecho. Nosotros somos quienes mejor podemos entender lo
sucedido en cada momento porque conocemos los puntos de vista de todos los
implicados. Es cierto que no a la vez, para eso se vale de analepsis que van
aclarando el argumento con hechos sucedidos tiempo atrás. También las prolepsis
contribuyen a explicar la trama mientras en el argumento va aumentando el
interés del lector, «Y lo que ocurrió
allí dentro, aunque él no pudiera preverlo, sellaría su destino fatal».
Los
diferentes tiempos que marcan los flashbacks
traen consigo distintos escenarios; tanto unos como otros son explicitados con
diferente precisión. Las analepsis son más generales, con lo que el salto atrás
en la narración incluye el pasado del personaje. Asimismo cuando la prolepsis
se convierte en augurio no aporta una fecha exacta sino que es más bien la
predicción de un futuro inmediato.
César
Pérez Gellida es un maestro del enfoque no lineal; no le interesa el transcurso
del tiempo, por lo que su narrativa queda plagada de acciones paralelas
expuestas en diferentes momentos de la trama, protagonizada por diferentes
personajes que van creciendo en número para conformar lo sucedido a un pueblo y
sus alrededores. Todos los habitantes quedarán estigmatizados. Las dimensiones
de la narración son grandiosas; leemos descripciones que nos recuerdan a
escenas panorámicas de la gran pantalla, otras son de un primer plano
agobiante, del que tratas de apartar la vista pero no puedes porque el enfoque es
un punto en concreto. Todo lo que rodea al espacio real es, como el enclave,
amplio; un espacio duro, preparado para amenazar a sus habitantes. Todo lo que
tiene que ver con Antonia Monterroso es hiperbólico, como ella. Sus pasiones
son desmedidas, sus expresiones, resolutivas y sus actos, desorbitados.
El
lenguaje, como las perspectivas, fluctúa; si bien es cierto que las expresiones
duras predominan, también aparecen metáforas, «deja que sus pestañas se abracen antes de caer inconsciente»;
hipérboles, «sobrevivió porque tenía el
cuerpo tan destrozado que ni siquiera supo morirse»; refranes, «cuanta menos harina tenga que transportar,
más vive el buey»; latinismos, «pertenecer
de facto a una España…»; tecnicismos, «discinesia»,
«morlaco leonado y corniabierto»; términos en desuso, «feral» y vocabulario culto «agibílibus»,
«inefable», «hético», «ataraxia».
Esta
mezcla de vocabulario, junto a expresiones vulgares, es perfecta para escribir
una novela en la que las narraciones derivadas del delirio y las oníricas
conviven con las pragmáticas, donde el terror da la mano de forma natural al
humor, al amor, al dolor y la felicidad.
Al final, como en la vida, tiene lugar una justicia parcial. Probablemente se eche en falta un desenlace más poético pero entonces se habría resquebrajado el tema predominante: el valor de la amistad por encima de todo. Toda una lección de honor por parte del autor.
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