¿Cómo
es posible decir tanto con tan poco? Esta es la sensación que me ha quedado con
la última novela que he leído. Porque lo es, aunque a veces tengamos la
impresión de estar ante una reflexión-ensayo sobre el hombre; no del ser humano
en general, más bien del protagonista, Ferrer, alguien que ha llegado a su
madurez sin haber madurado, alguien que se deja engañar fácilmente porque, en
el fondo, su único interés, si es que en realidad lo tiene, es sobrevivir a
costa de engañar; pero tampoco tiene la maldad suficiente para hacer daño a
quien no le da lo que necesita; cree que tendrá otras oportunidades, que la
vida lo espera con los brazos abiertos porque es él.
Ferrer
es un mediocre, indolente, que a veces parece que se mueve porque no le queda
más remedio, aunque él no ponga reparo ninguno a sus dificultades. Se deja
engañar fácilmente y aun así, asombrosamente, va sorteando los obstáculos.
Él
quería ser artista pero no lo es, así que abre una galería de arte con la misma
ilusión que afronta su matrimonio, ninguna. Su mujer, Suzanne, lo deja y el
encargado que lleva su galería proyecta un desfalco, por lo que lo anima a ir
al Polo Norte en busca de un tesoro escondido en el Nechilik después de que hubo naufragado.
El título de la novela, Me voy, lo dice todo, porque Ferrer marcha al Polo en busca del tesoro mientras se van de su lado todos los que lo rodean.
No
había leído nada del autor, Jean Echenoz,
y fue Humilde lector (de Babelio)
quien me lo recomendó a través de esa plataforma. Leer a Echenoz ha sido todo
un descubrimiento; si Ferrer encuentra «una
armadura de marfil con lazos, un aparato de reventar ojos de caribú hecho con
asta de caribú […] cráneos con las bocas rellenas con barras en forma de raíz
de obsidiana, las órbitas con bolas de marfil y pupilas de azabache incrustado.
Una fortuna», yo he encontrado la verdadera riqueza en la prosa de este
escritor. Con un estilo sencillo, casi minimalista, apuesta por resoluciones
sorprendentes; la trama, no cabe duda de que es desmesurada, sin embargo podría
tratarse de una biografía real. Ferrer es la viva imagen de la soledad; es
verdad que él abandona a quienes lo rodean, pero también es abandonado.
El
caso es que cierto humor melancólico predomina en esta novela, «ayudado por una joven llamada Elisabeth —a
quien ha contratado en plan de prueba en sustitución de Delahaye— […] ya
veremos cómo funciona […] le propone ir a buscar uno o dos al taller, haremos
un ensayo con ellos […] así verá lo que quiero decir, Elisabeth. Acto seguido
se dirige al fondo de la galería, abre la puerta del taller y qué ve: forzada,
abierta […] Para qué plantearse si llamar o no a Sonia».
El argumento
transita por el universo errante en el que se mueve Ferrer mientras aspira a
mucho y obtiene muy poco. Ferrer, aunque esté acompañado, se encuentra solo,
por lo que consigue que el narrador, omnipresente, testigo sobre todo de lo que
hace el protagonista, exponga su visión personal del mundo, no una realidad
social. Nos encontramos al llegar al aeropuerto, en el Polo Norte, en Biarritz,
en España…, cierto realismo irónico con el que destaca diferentes tipos de
humor, desde el sarcasmo al humor negro o escatológico.
Las
digresiones del narrador son frecuentes y a veces se vale de ellas para
aportar, con estructuras paralelísticas, cierto ritmo al escrito, «Los habitantes de estas mansiones parecen
coincidir en […] Por ejemplo, en un despacho azul, una rolliza joven tocada con
dos gruesos auriculares […] Por ejemplo, un hombrecillo pelirrojo de mirada
distraída […] Por ejemplo una corresponsal de guerra de la televisión […] Pero
por el momento no ve a nadie».
El narrador hace gala de una frase corta, musical, con la que describe con esmero términos técnicos, aunque su prosa no explique sino todo lo contrario, más bien apunta; a veces incluso deja las frases sin terminar para que el lector, a quien tiene siempre en mente, las acabe, porque se entienden, como si estuviéramos presentes ante él para mantener una conversación coloquial. La función conativa es constante, llama nuestra atención con la idea de provocar diferentes reacciones, a veces usa el vocativo «Y mira, qué decíamos, no han pasado dos días y ya aparece otra». Otras veces, el uso de la primera persona del plural es efectivo para lanzarnos guiños sobre la continuación del argumento, «estaría entonces estupendamente sin ninguna mujer en absoluto, pero ya lo conocemos». Y en otras ocasiones, el narrador no duda en utilizar una orden para que cambiemos nuestra atención a algo que requiere más urgencia en la puesta al tanto de la trama «Pero no podemos desarrollar este punto de manera inmediata […] una novedad más urgente: en efecto, nos enteramos en este instante de la trágica desaparición de Delahaye».
Los
lectores tenemos constantemente la impresión de que el narrador es un amigo que
nos está exponiendo los hechos para que opinemos, por eso él a veces opina
sobre el personaje, causando en nosotros extrañeza o adhesión a lo que dice, «Hélène no había dejado dirección ni
teléfono alguno dado que el otro idiota no se lo había pedido nunca».
Nos
encontramos en una paradoja constante, los personajes presentados para tener
cierto papel, van desapareciendo de la vida del protagonista, todos se van
volviendo invisibles consiguiendo la desorientación del lector y del propio
protagonista que, aunque avisa al principio y al final de que «me voy», en realidad no lo hace; la
vida continúa para él acumulando pasados; de hecho, las analepsis constantes, intercaladas,
van describiendo a un ser capaz de acaparar un descalabro tras otro con cierta
dejadez, «Lo que no funcionaba tan bien,
seis meses atrás, era la galería, […] el último electrocardiograma de Ferrer
dejaba también bastante que desear […] como trepar indefinidamente por una
cuerda, pero lisa».
Llegados
a este punto somos conscientes de que Jean Echenoz es un maestro en el uso de
la lengua; juega como quiere con las palabras, que indefectiblemente, siempre
acompañan al ritmo que le interese imprimir. Si usa las estructuras
paralelísticas para dar una cadencia perfecta, el significado de las palabras
le ayuda a crear un ritmo lento cuando le interesa: «envolvente, apaciguar, acomodándose, dispuestos, somnífero, espera
pacientemente, mirada ausente poniéndose en movimiento imperceptiblemente…».
La
ralentización de movimientos ayuda a resaltar la soledad absoluta de Ferrer a
pesar de llegar a convivir con Delahaye y Victoire al mismo tiempo, sin haberlo
decidido él personalmente.
Usa
el polisíndeton para aumentar lo exhaustivo de una descripción o prefiere el
asíndeton cuando quiere remarcar la rapidez. Une lenguas diferentes y códigos
distintos para estimular la disposición humorística de situaciones con las que
llegamos a enjuiciar la esencia de Ferrer, «al
poco pasa a hallarse en un estado de media erección: pero lastrado, casi
desequilibrado por ese apéndice perpendicular a la combada vertical de sus
vértebras […] añadiendo una nueva sedimentación a la papelera pero que, mutatis
mutandis si no nolens volens, hace que su aparato recobre un tamaño normal».
El
humor es visual, construye con el lenguaje verdaderas imágenes que aportan en
más de una ocasión la ilusión de estar ente una obra teatral. Incluso la
personificación de todo lo que rodea a Ferrer, los animales, la naturaleza, se
confabula para perjudicarlo, «No
contentas con enturbiar la trasparencia del aire y hurtar los objetos a la
mirada, las nieblas podían agrandarlos de modo considerable», «El cielo […] expectorando, zafio».
Después de esta reflexión he llegado a una conclusión importante, el protagonista es un antihéroe, un pobre hombre que a veces nos causa desprecio; otras, pena; otras, indiferencia; pero sabemos que está ahí, como el resto de personajes, para ensalzar las posibilidades de la lengua que ya de por sí, es suficiente para conformar una novela maravillosa. «Luego articula […] que no va para Toulouse sino a Toulouse, que resulta lamentable y curioso que se confundan esas preposiciones cada vez más frecuentemente».
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