Si
consideramos al psicópata como alguien con tendencia antisocial capaz de
cometer actos delictivos graves, capaz de pasar de tranquilo a violento en
cuestión de segundos sin mostrar sentimiento de culpa ni una pizca de empatía,
el protagonista de Nunca sabes quién llama es un psicópata. La autora, Mar Moreno, ni siquiera lo ha dotado de
nombre, con esto ha querido resaltar esa característica de invisibilidad con la
que ciertas personas se muestran ante otras; algo fácil de observar,
concretamente, en las relaciones entre ciudadanos pertenecientes a los dos
extremos sociales, los que forman parte del escalón más alto, los potentados, y
aquellos que circulan por los barrios más deprimidos. Estamos en un contexto
extremo y, como tal, cualquier cosa puede pasar. En la realidad es difícil que
dejemos entrar a un extraño a nuestra casa. Aquellos que esperan un pedido
confían en que el supermercado tenga un control de sus empleados, pero no siempre es así.
Y
esto es lo que ocurre en ciertas urbanizaciones de lujo de las afueras de
Madrid. Personas que viven rodeadas de comodidades, con grandes espacios
exteriores y sin vecinos demasiado cerca para que la tranquilidad no se vea
mermada. Personas que requieren un servicio a domicilio de casi todas sus
necesidades. Y hasta allí van los encargados de ofrecer el servicio. El
problema viene cuando una de estas personas no es un simple repartidor sino que
apenas gana para sobrevivir, mal, en la calle, haciendo uso de la beneficencia
porque su entorno ha sido horroroso.
El
protagonista de la novela tiene todas las papeletas para acabar mal; criado en
un cuchitril, con un padre borracho, analfabeto y maltratador, con una madre
excesivamente ingenua, y sufridora hasta límites insospechados, una hermana que
pasa de ser violada por su jefe a ver en la prostitución una salida a su
miseria, unos compañeros de colegio crueles que, por envidia, lo acosan por
preocuparse y destacar en los estudios… Aun así consigue situarse más o menos
en la sociedad. Aun así consigue quedarse en la más absoluta miseria. Ante este
panorama había de ser un mártir o un superhéroe para salir indemne. Así que no
es de extrañar que su cerebro hiciera “clic” en un momento determinado y
explotase. Se podía haber matado simplemente, pero, inteligente como era, idea
la forma de no abandonar este mundo sin probar aquello que le han prohibido
durante toda su vida. Tras controlar qué hacen los residentes de ciertos
chalets, decide asegurarse de que la mujer está sola para ocupar el lugar del
dueño. Durante ese fin de semana él será su marido, ella deberá llamarlo por el
nombre de él si quiere volver a verlo, y tratarlo como si fuera su propio
esposo. Pero esto es imposible; una mujer violada, aterrorizada, extorsionada
no puede tratar a su maltratador como si fuera un ser querido. A esta angustia
se suma la de no tener claro si su marido sigue vivo y si, una vez pasado el
plazo, él la dejará con vida «Me estás
jodiendo el viernes, pija de mierda. Si no dejas de llorar en este momento, me
iré […] Hay un cabrón en tu casa que ha secuestrado a tu marido […] al que vas
a tener que complacer en todo lo que te pida durante un fin de semana».
Puede
escapar, pero no lo hace por miedo a que el extorsionador cumpla su palabra de
dejar morir a su marido, y por esta razón tampoco llama a la policía. Este es
el planteamiento de Nunca sabes quién
llama. Mar Moreno ha programado una idea bastante original para una novela
negra, sin embargo, ha desarrollado tres allanamientos en los que prácticamente
el pensamiento del asesino se repite, consiguiendo que el lector pueda perder
la tensión de la primera vez.
Tres
irrupciones en tres casas distintas mientras él mantiene la convicción de que
es un justiciero que viene a ejecutar una merecida sentencia; no puede haber
piedad para todos aquellos culpables de haberle impedido integrarse en la
sociedad, para todos los que no le ayudaron ni les importó lo más mínimo. Ahora
es el momento de que paguen las consecuencias.
La
primera vez, cuando el violador es Alfredo, el lector está desprevenido y la
conmoción, al llegar al final de ese fin de semana, es evidente. Después,
cuando es Marcial nos encontramos en un bucle, no por las reacciones de las
mujeres, nunca son las mismas, sino porque él piensa en su vida,
constantemente, en lo bien que él quiso hacerlo en todo momento y en lo mal que
han actuado con él desde el principio, «Tú
no sabes el calor que desprenden los cuerpos cuando seis o siete personas
conviven en un salón de veinte metros cuadrados». Creo que queda algo
repetitivo; el lector sabe lo que va a ocurrir, por lo que la lectura pierde
algo de interés, no nos terminamos de creer tanta desgracia, probablemente
porque vemos a una víctima comportándose como un verdugo ante inocentes. No
todos los de la alta sociedad son iguales, no todos se enriquecen de la misma
manera, no podemos justificar ningún atentado porque al final se eliminaría la
razón y nos moveríamos por impulsos animales. Sin embargo, el aliciente se
recupera en la tercera parte, cuando encuentra una mujer inteligente, a su
altura; Rosa, a pesar de la duda, no se deja manejar por el supuesto Enrique «El extraño acepta la explicación con una
mueca aspirante a sonrisa. Rosa lo encuentra demasiado risueño, le preocupan
sus cambios de carácter, no quiere sufrir más agresiones».
El
final es trepidante, los lectores estamos deseando que Rosa lleve a cabo su
plan para desbancar lo que, desde un principio, el narrador y el propio
protagonista nos hacen creer: que vivimos envueltos en un determinismo en el
que el ser humano no puede salir de la miseria por las condiciones de la propia
miseria. Ningún acto conseguirá salvarlo, por lo que todas sus acciones están
preestablecidas. Esto es muy duro de asimilar, porque en realidad, quienes
hacen que el protagonista vaya por un mal camino, son los de su propio nivel
sociocultural que no aceptan los ideales que tiene de niño. Cuando la sociedad
comienza a integrarlo, serán los delincuentes quienes se lo impidan.
Está
claro que de la miseria se sale a través de la cultura, algo difícil de
instaurar en ciertos ambientes, pero no imposible. Solo con la educación, nunca
con el dinero, seremos capaces de que la gente se comporte como personas,
porque el aprendizaje es lo que abre puertas y sobre todo mentes. Esto no quita
para que nos encontremos a veces, con envidiosos o depravados de cualquier
nivel de la sociedad, tanto el más bajo: «Un
problema es estar bajo cero y que unos desgraciados se hayan meado en los
cuatro cartones y las dos mantas raídas que tienes para dormir», como en el
más alto «Maldito hijo de puta […] ¿Por
qué no te vas de mi casa? ¿Qué sabrás tú lo que he tenido que pasar para llegar
hasta aquí? […] Te pone someterme, ignoras que yo ya era una experta en
sumisión antes de que entraras por esa puerta».
Esta es nuestra sociedad, un lugar donde no es oro todo lo que reluce, ni todo es blanco o negro.
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