Estamos
acostumbrados a ver la transformación de lo que nos rodea, es natural y no le
damos importancia; edificios que un día ya no están, vecinos a los que hace tiempo
que no vemos y solo en un momento determinado somos conscientes… Entra en lo
que se conoce como normalidad. Incluso nuestra forma de entender el mundo
cambia con el paso del tiempo; las tradiciones y el afrontar el día a día
tienen hoy un punto diferente y nos parece sorprendente pensar en cómo se
llevaban a cabo en el pasado. Tenemos la impresión de que en torno a nosotros
todo es precario, incierto e inestable.
Ante
esta premisa, es lógico que la protagonista de La encomienda se perciba
fragmentada; vive en una constante modificación, llegó a Argentina dejando en
Colombia a su familia y, tras muchos años de residir en el mismo edificio aún
se siente sola. Ahora quiere viajar a Holanda con una beca para escribir.
Es
cierto que su hermana le envía periódicamente paquetes con fotos y frutas de su
país para que no olvide sabores, sensaciones de su infancia, pero las frutas
son perecederas y durante el viaje se pudren, estropeando lo que viaja con
ellas y dejando las fotos en mera caricatura de lo que fueron, albo borroso
como los recuerdos que, de vez en cuando, la asaltan sin continuidad. A partir
de esos recuerdos intenta construir su propia identidad.
Margarita García Robayo, la autora, también es
de Colombia y como su protagonista vive en Buenos Aires; de forma estructurada
e imparcial pretende que su personaje principal lleve a cabo un examen de conciencia
objetivo, no sirve lo que ella misma pueda decirnos, así que con la ayuda de
alguna videoconferencia que mantiene con su hermana y con la aparición de su
madre, de pronto, enviada en una enorme caja, intenta construir su propia
imagen, aunque no lo consiga del todo, y transmitirnos cómo es en realidad…
pero los lectores tampoco lo tendremos claro. Percibimos, eso sí, una soledad
tremenda que la ha acompañado desde la infancia, percibimos cierto autoengaño
al intuir que ha ido suplantando el afecto con cosas, a pesar de que a sí misma
se diga que no posee nada superfluo, «No
tengo que fingir ante nadie […] le hago creer, por insólito que le parezca, que
esta vida silenciosa y gris es mi paraíso personal» «Cada vez que salgo […]
encuentro a mi regreso algo que me descoloca: tacitas de barro alineadas en la
biblioteca, flores plásticas […] una Virgen del Carmen […] imágenes de negritas
en la nevera…».
La
protagonista se siente sola, de ahí que necesite coleccionar objetos para que
suplan el cariño que no encuentra en un país al que no se siente pertenecer. El
mismo efecto tiene el contenido de las cajas que le envía su hermana, disimular
el afecto ausente, «la mayoría de las
personas reemplazan las desavenencias afectivas con productos».
Con
estas reflexiones la protagonista entra en la madurez y aprende de las
rencillas pasadas, las entiende aunque teme que no las haya perdonado y la
culpa quede ahí, en su mente, jugándole malas pasadas «…no hay nadie adentro […] No confío en mi propia percepción […] ¿Está
lavando los platos? […] Mi madre lavaba muy mal los platos».
La
protagonista medita sobre su pasado para analizar su identidad a trazos, con
premisas generales que nos igualan a todos, así logra transmitirnos la idea de
que podemos pensar de una manera y actuar de otra, por solidaridad con los
demás o por egoísmo, por afán de protagonismo, «La idea de que hay un saber que nos calza a todas es ingenua. Lo mismo
que descubrir en la vida ajena una conexión secreta con la propia».
Margarita
García Robayo escribe una novela que no tiene seguridad; el lector no sabe si
es real o no lo que piensa la protagonista porque su pensamiento se distorsiona
por la lejanía espacial y temporal
—¿Tuvo
hijos la Machi?
—Como
mil
—¿Y
dónde están?
—No
tengo idea, nena
La
narradora, en primera persona, relata un mundo complejo, descendiente de los
primeros atisbos inquietantes del realismo mágico-intimista de Juan Rulfo. En La encomienda, la protagonista, como
Pedro Páramo, va encontrándose con figuras que forman o formaron parte de su
vida. Cuando Pedro Páramo llega a Comala en busca de su padre, se da cuenta de
que ya no existe el pueblo. Tampoco existen las personas cuando el silencio
preside la intimidad compartida, esto es engañoso; parece un síntoma de
plenitud pero en realidad esa felicidad está tutelada por el miedo a que se
rompa al nombrarla «A veces también
escucha su voz […] y corre hasta donde cree que va a estar, pero no llega a
tiempo». Esas personas que ya no están permiten que entremos en nosotros e
intuyamos nuestra propia historia. El pasado es parte nuestra y nos forma como
personas.
La encomienda es una novela densa,
íntima y plurisignificativa; cada lector puede aplicar la relación madre-hija a
su intimidad. Los silencios y la distorsión del recuerdo que nos acompaña, para
que la rutina o la soledad no lo sean tanto, pueden ser percibidos por todos.
Pero hay dudas en la novela que no tienen respuesta, probablemente como en la
vida real, por lo que no llegamos a conocer del todo a la protagonista. No es
una novela redonda, las aristas van marcando el aprendizaje por el que se llega
a una madurez, y esto es un continuo; los recuerdos son escogidos (casi
siempre) así que rara vez transmiten una idea clara de la infancia. Lo único
evidente en esta novela es la ausencia de la madre y que nadie la puede
sustituir.
Esto
es lo que confirma la personalidad de la protagonista, llena de inseguridad, de
indeterminación, como el hilo invisible que la ata a la familia, como algo que
debemos obligarnos a recordar antes de que caduque igual que los alimentos
descompuestos que llegan desde Colombia, igual que un presente que se convierte
en pasado. Por eso se aferra a su madre, un recuerdo que le permitirá revivir
una maternidad incómoda, una maternidad asfixiante pero profunda, como la
propia escritura, cómoda e incómoda a la vez, real o fantástica. Una escritura
que, como la propia vida, transmite la capacidad de evolución del ser humano.
Mi
madre sigue ausente.
Busco la laptop y me siento en el sillón. Abro el archivo de la beca.
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