En la calle Villalba, donde yo vivía cuando era una niña, había dos chicas a las que admiraba; estudiaban bachillerato y todos los días las veía ir al colegio y volver, hablando. Una era más bajita, rubia y pizpireta, siempre reía. La otra, más alta, morena, delgada y tímida, sonreía. Yo no sabía a quién quería parecerme de mayor aunque me decantaba por mi vecina la morena; era listísima. Se fue a estudiar a Madrid y volvía en vacaciones, muy moderna, con abrigos maxi y una mirada prometedora. La admiraba. Una Navidad no llegó a Cartagena, mi madre me dijo que la habían internado. Se había vuelto loca de estudiar tanto y lavarse la cabeza durante la menstruación. Cuando la volví a ver, yo era una adolescente y ella no era nada. Dejó de estudiar y sus ojos no miraban, su expresión era la de alguien sin voluntad, sin vida. Desde entonces he sentido una rabia tremenda por aquellos monstruos capaces de torturar a enfermos.
He
leído La madre de Frankenstein con una herida que se me ha vuelto a
abrir, pero agradezco a la autora la prosa sencilla, atractiva, con la que ha
creado una bella historia en medio del terror que supuso estar en un manicomio
durante el franquismo, aun en su última época.
Almudena Grandes explica al final de la novela, cómo
se le ocurrió la idea, qué hay de cierto y qué de inventado. Por supuesto, la
belleza surge de la mente de esta autora, con la que quiere compensar a tantas
mujeres sacrificadas, tantos hombres mancillados y tantos niños arrancados del
amor de sus familias para evitar que siguieran engrosando las filas de los
parias de la tierra.
Almudena,
de humanidad insuperable, agradece a los médicos, monjas, periodistas,
escritores y cineastas que la ayudaron a investigar para escribir esta novela.
Y los españoles agradecemos a Almudena que, una vez más, haya sacado la belleza
de la miseria, denunciado, al dar a conocer hechos vergonzantes, a todos
aquellos exaltados de derechas que se sintieron dueños de un país que nos les
pertenecía e intentaron que fuera una cárcel para los que no pensaban como
ellos, «no nos dejan salir de España, ni
siquiera tres días, ni siquiera para ir a tu boda, no podemos. Mamá es la viuda
de un rojo que se suicidó en la cárcel».
La madre de Frankenstein es una novela histórico-ficticia cuyo protagonista múltiple
está formado por todos aquellos desgraciados que conformaron el bando perdedor
de una guerra ganada y acaudillada por locos desalmados, que convirtieron a
España en un manicomio del que era difícil escapar, «El manicomio de Ciempozuelos era […] una miniatura patológica de un
país enfermo». Esta vergüenza forma parte de nuestra historia y en la
historia de Almudena Grandes, la desolación de Germán es la que padecieron quienes
debieron exiliarse a Europa en busca de un futuro, aunque no resultó sencillo
evadirse de los perseguidores, «quiero
que te salves tú […] porque si no subes a ese barco fracasaré después de
fracasar, volveré a perder la guerra después de haberla perdido». Veinte
años más tarde, el asombro de Germán al encontrarse con un país estancado en el
analfabetismo y la represión como norma para los ciudadanos, «donde nadie era libre en absoluto, ni
siquiera para enamorarse fuera del carril social al que estaba asignado desde
su nacimiento», es comparable al temor y la lucha clandestina de los
liberales que intentaron instaurar un orden lógico y científico.
El
trauma de Ernesto no es sino el de quienes se vieron encerrados en un cuerpo
que no les correspondía o en una mente que difería de la implantada por la
iglesia: «Que tenían mucho éxito entre
los jóvenes, porque estaban adoctrinados desde la infancia, y con los hombres
mayores, a los que el cuerpo ya no les daba de sí para grandes tentaciones».
Todos debieron ocultar su homosexualidad en
matrimonios desgraciados, en el sacerdocio, supresor de cualquier sospecha
sobre la soltería, o en un apasionamiento desmedido hacia su profesión,
garantía de no pensar en otra cosa «Le
dije a mi madre que estaba curado, que había perdido el apetito sexual, que
había decidido practicar la castidad».
La
angustia de Pepe Sin Apellidos es la de todos los comunistas que hubieron de
vivir sin expresar su opinión en público, con el temor de ser delatados por
alguien que buscara congraciarse con el régimen, «y no dejó de hablar en un susurro, que no se entere tu abuelo, a tu
madre la mataron los rojos, doña Aurora es una loca, no le hagas caso…».
La
humillación de María es la de las mujeres engañadas, tratadas como animales
para obedecer sin poder elegir, sin levantar la voz, sin quejarse, resignadas,
aleccionadas para agradecer cualquier migaja de quien quisiera regalársela;
niñas educadas en un régimen eclesiástico para no ser nada en la sociedad,
peones de fácil repuesto que las propias mujeres apartarían si eran pilladas
disponiendo libremente de su cuerpo o de su mente.
La
tortura de Aurora es la de quienes tuvieron la desgracia de necesitar cuidados
especiales. Si la mujer era un estorbo, la enferma era una fatalidad, no servía
para nada, solo daba trabajo, por lo que era normal violarla, torturarla o
negarle las atenciones básicas. El problema es que cuando un marido se cansaba
de su mujer no tenía más que declararla enferma, «mujeres de hombres poderosos que consiguieron ingresarlas aquí para
quitárselas de en medio, inhabilitarlas y vivir tranquilamente con sus queridas».
Una
España de locos, un manicomio donde gritaban las desdichas sin ser escuchados.
Esto es parte de nuestra historia, pero en La
madre de Frankenstein también aparecen los homosexuales que llegaron a
ocupar cargos importantes, acallando voces, los comunistas que fueron hadas
madrinas de muchos desarraigados, ayudándolos a salir del país, las mujeres
que, señaladas con el dedo del odio, consiguieron rehacer su vida en otro
lugar, los médicos y eclesiásticos que ayudaron a hacer la vida y la muerte más
agradable para los desahuciados. Porque, aunque todos enloquecieron de dolor,
formaban parte de los inteligentes que supieron despistar a los que pretendían imponer
su beneficio personal, «y me demostró que
no solo era el hombre más simpático que había conocido en mi vida […] también
era el más generoso. Agradéceselo a tu hermana, si acaso».
Almudena
Grandes plantea en esta novela el problema de la identidad ¿Quiénes somos
realmente? ¿Por qué vivieron de determinada manera en la posguerra? Porque los
personajes son reales. Los ficticios deambulan tan armoniosamente que cuesta
reconocerlos: actúan en hechos reales, pero tan duros y terroríficos que
parecen ficticios. Los temas son un referente para quienes vivimos en los años
50, 60, incluso 70 en nuestro país, pero la novela se dirige a un público
general. Está bien que los más jóvenes sean conscientes de a dónde lleva el
fanatismo. Estamos ante una proyección realista de una época que no debemos
olvidar, para agradecer el vivir en un estado democrático que hace uso de
avances obtenidos por quienes lucharon por la paz y la igualdad. La novela
contiene una gran carga crítica donde los personajes no exponen hechos individuales,
son representantes de clases específicas. Da igual si son reales o no, lo que
representan lo fue. La autora pone en duda, en el contenido, valores
tradicionalmente admitidos. La forma también se aleja de lo tradicional, las
voces narrativas se mezclan; aparece el narrador testigo en tercera persona, el
narrador en primera persona con cambio de personaje, o incluso en primera
persona en forma de monólogo interior o de diálogo con un personaje ausente.
Con
todo, consigue el tono realista de una multiperspectiva coral, pues aporta el
punto de vista de todos los que formaron el elenco de la España franquista.
Todas las voces son relevantes para formar el puzle que sugiere la historia. Al
final, reconstruimos perfectamente la guerra, la posguerra y la vida dentro y
fuera de España.
Las técnicas empleadas son variadas, la reflexión del monólogo interior sustituye a la narración del personaje y al dirigirse al lector hace que la reflexión pase a nosotros. Almudena Grandes siempre tiene presente al lector, que es capaz de conectar con cualquier personaje, entender cualquier situación. Incluso a veces expone la falta de realidad en la que vivían las mujeres de la clase media-alta, contrastando el día a día con un cambio de letra, con el que ironiza lo aconsejado en las revistas: «los señoritos son más listos que el hambre y no dejan una viva. Tú ya me entiendes. Ya no vivimos en la Edad Media, Chica insegura. La posición social es importante […] pero si él te quiere de verdad, no representará un obstáculo insalvable… ¡Ay, Rosarito!, no me digas esas cosas».
La
narración fragmentada ayuda a visualizar la trama en diferentes historias,
espacios y tiempos, con esto la autora consigue un ritmo ágil y favorece, con
analepsis y vueltas al presente, que el lector mantenga la intriga. Asimismo
las largas presentaciones de un personaje, sin decir en el momento de quién se
trata, aumentan la curiosidad por seguir leyendo y despiertan la empatía.
Los
enlaces causales anafóricos ofrecen las infinitas razones por las que se
necesitaba la ciencia en la vida diaria «Porque
la ciencia española […] en manos de los segundones. Porque los segundones […]
fascistas. Porque […] familiarizado con la clorpromacina. Porque […] si volvía
a España. Porque mi carrera… Porque […] estancia temporal. Porque […] en la
Dirección General de Seguridad… Porque no iba a trabajar para Franco sino para
varios cientos de mujeres abandonadas».
Asimismo
las coordinadas enlazadas mediante anáforas refuerzan la oscuridad en la que se
sumía el pensamiento de muchísimas familias «Que
el doctor Robles […] miedo […] Que muchas mujeres se casaban sin conocer las
ideas del novio […] Que por las mañanas […] no contar a sus amigos […] Que por
las noches […] apagar la luz […] Que hablar, leer […] actividades sospechosas
[…] Que […] no te signifiques».
No
hay burla en la narración de Grandes, solo franqueza. Únicamente se permite
alguna ironía hacia la supremacía y el (falso) orgullo español «España es […] el país escogido por Dios, la
más católica de las naciones, la hija predilecta del Espíritu Santo […] y por
eso lo que está pensando todo el mundo es que estás loco por acostarte con
María».
Es
una pena que Almudena Grandes nos haya dejado ahora, tan pronto. Después de oír
a la extrema derecha siento que el país se tambalea y puede caer hacia atrás.
Hacen falta personas como esta madrileña capaces de hacer frente a la
injusticia y poner al pueblo en su lugar.
Gracias, Almudena, porque no solo combatiste la injusticia, sino que has dejado testimonio de ella en tus libros.
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