A
finales del siglo XIX, Hermann Ebbinghaus fue uno de los primeros psicólogos en
estudiar la memoria humana. Durante 22 años experimentó consigo mismo, hasta
descubrir que tras memorizar una serie de sílabas iba recordando cada día que
pasaba un porcentaje menor, sin embargo tras un pequeño repaso la pérdida de
memoria disminuía, por lo que lo aprendido en el tiempo se consolidaba.
Pedro Zarraluki, tras nueve años sin escribir, saca a
la luz esta novela en la que sus personajes principales, Vicente y Andrés
recuerdan, durante los dos meses de verano, lo acaecido en sus vidas. Para ello
eligen un lugar casi paradisíaco, una cala de Ibiza, en 1969, donde veranean en
el único hotel, regentado por Josefa Martínez. La tranquilidad del entorno
invita a la relajación, a reflexionar, y las voces del resto de personajes
suponen para los lectores un recuerdo de lo ocurrido en aquella época, para que
no lo olvidemos.
La
curva del olvido
contiene algo de autorreferencialidad; el paso del tiempo y los desgastes que
produce en el hombre son evidentes. Andrés y Vicente son amigos, ambos han
sufrido reveses en la vida pero cada uno los ha asimilado de distinta manera,
porque los caracteres difieren bastante, Vicente es extrovertido, piensa que
hay que aprovechar cada momento y disfrutarlo. Su hija, Sara, tiene una forma
de ser parecida, decidida, alegre, sensual, goza casi constantemente, entre
otras razones porque tiene lo que desea, no sabe qué son problemas económicos
ni prohibiciones familiares. Por el contrario, Andrés es retraído, de natural
pesimista, inseguro; sabe que se aprovecha de Vicente, de su dinero y de sus
contactos y, aunque sufre por ello no puede dejarlo porque es más cómodo
sentirse protegido y vivir bien, sin embargo cierto rencor hacia él mismo le
impide disfrutar de casi cualquier cosa. Su hija, Candela, tiene asimismo un
carácter indeciso. No se siente cómoda en la sociedad, ni en la universidad, ni
consigo misma. Mantiene cierta envidia hacia Sara por su alegría y
despreocupación.
Ambas
conservan una amistad que dura más de 10 años, tan estrecha, que el trato es
familiar, y al tener la misma edad, unos 20 años, van quedando envidias, celos
derivados de que ambas se sienten infravaloradas respecto de la otra «Sara […] la fastidiaba estar allí en un
entorno tan familiar. Candela no era desde luego la persona más jovial del
mundo», hasta que se deciden a hablar y cada una ve las cualidades de la
otra.
También
Andrés y Vicente se sinceran entre ellos, sacan el rencor que llevan dentro y
entienden el porqué de lo ocurrido en sus vidas. En realidad, ayudan poco a sus
hijas porque ellos se sienten más perdidos. Un suceso catastrófico hizo que
Andrés se quedase viudo y Vicente se separase de su mujer. Ni uno ni otro lo
han encajado bien por lo que, a modo de defensa hacia ellos mismos dejan ver el
peor lado de cada uno. Vicente, arquitecto mediocre, raya en la prepotencia, la
mala educación ante los empleados y ante cualquiera que él considerara de un
nivel socioeconómico menor. Es un inconsciente y bebe casi de continuo,
conduciendo incluso borracho y poniendo en peligro la vida de su familia «Aunque Vicente conducía despacio, el Dos
Caballos se bamboleaba en las curvas. Candela, tumbada en el asiento de atrás,
se había quedado dormida».
Por
su parte, Andrés, anticuario, se piensa un culto hombre de negocios cuando en
realidad es otro de aquellos a quienes desprecia, un usurpador de cualquier
parte del mundo, «Aquellos tipos
necesitaban compradores como él, profesionales serios, y no expoliadores
aventureros llegados de cualquier parte del mundo».
La
corrupción, en un país gobernado por corruptos, era usual. Andrés es el modelo
que ocupa el escalafón más alto. En el más bajo estaría Sebastián, el que
encuentra las ánforas y otras antigüedades enterradas en la isla y, aunque no
entienda de arqueología, sabe que son caras, y las vende con el beneplácito de
Tomás, su cuñado, un guardia civil que quiere buena parte del botín «—Sin embargo –confirmó el guardia civil–,
todo al final es cuestión de precio. Y de discreción». La desfachatez que
hoy nos viene a la mente al contemplar escenas como esta, eran la normalidad de
la época tardofranquista en la que abundaron expoliadores desalmados, aun en
nombre del país.
El
realismo de La curva del olvido es
evidente, hay referencias periodísticas de la desproporción entre las acciones
del caudillo y las de los españoles, y
todas tratadas con la misma intrascendencia, «Franco había estado el día anterior en el club de golf La Zapateira y
por la tarde había salido a pescar; seis sacerdotes habían sido detenidos en
Vizcaya por negarse a que entrara la bandera española en su iglesia».
El
paso del tiempo es el arma utilizada por el gobierno para reforzar el en pueblo
la curva del olvido y que diera la impresión de que España era un país
afortunado «nadie quería recordar […] El
Régimen empezaba a relajar su despiadada venganza y celebraba ya los años de
paz en lugar de los años de victoria». Las calamidades del resto del mundo
no nos incumbían ni nos afectaban y era usual, sobre todo en lugares de costa,
el contrabando. Los objetos arqueológicos no servían para investigar en
nuestras raíces, tan era la cultura de los gobernantes, así que el expolio
estaba a la orden del día, otro negocio cualquiera para algunos afortunados
mientras la clase baja debía conformarse con realizar trabajos de todo tipo sin
ninguna preparación. Era mano de obra barata que no pretendía mejorar en el
trato obtenido ni en sus expectativas «la
dueña se ha encerrado en la cocina. Y encima me ha dicho que para pagar todo
esto me tiene que rebajar el sueldo. Estamos buenos».
Todo
era distinto a finales de los 60; la naturalidad en el trato empresario-cliente
era confundida con el trapicheo y con un servicio que hoy nadie toleraría. De
nuevo encontramos la falta de acceso a la cultura por el impedimento de las
barreras sociales.
El
registro usado por Zarraluki es coloquial aunque (siguiendo en su línea) el
narrador usa metáforas y comparaciones poéticas que dejan la marca del autor
quien, en su recuerdo, intensifica la percepción de la realidad.
Asimismo
los diálogos, las referencias a otros autores literarios como Juan Marsé, Jack
Kerouac o Thomas Mann, directamente, o Françoise Sagan, a través de su novela
más famosa, «Tiene una melancolía
agresiva, a lo Bonjour tristesse», referencias a actrices famosas de la
época «el pelo a lo Jean Seberg»,
cantantes «canciones de Joan Baez»,
políticos del momento «Parece ser que
Fraga está abriendo la mano…» o la agente literaria, probablemente, más
famosa de la época «Se llama Carmen
Bacells y esta mañana he hablado con ella», inundan de realismo la
narración aportando la sensación de que estamos ante un recordatorio de la
época. Zarraluki se vale de estas técnicas para contribuir, con informaciones
extratextuales, a difuminar sus lazos con el narrador, quien a su vez deja al
descubierto a los personajes cediéndoles todo el protagonismo.
El
autor escucha las voces de sus personajes y remite al lector sus traumas, al
tiempo que nos recuerda la importancia de limpiar esas heridas que nos laceran
desde el exterior o desde nuestra propia intimidad, y dejar al aire las
cicatrices para que se vean, hasta que no hagan daño. Nunca debemos dejarlas
pasar desapercibidas porque permanecerán para siempre
—Esto es un establecimiento muy decente –contestó ella, plantándose ante el hombre– Y yo soy la dueña, claro que sí. Josefa Martínez Sasa, viuda de caballero mutilado.
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