sábado, 22 de enero de 2022

LA CURVA DEL OLVIDO




A finales del siglo XIX, Hermann Ebbinghaus fue uno de los primeros psicólogos en estudiar la memoria humana. Durante 22 años experimentó consigo mismo, hasta descubrir que tras memorizar una serie de sílabas iba recordando cada día que pasaba un porcentaje menor, sin embargo tras un pequeño repaso la pérdida de memoria disminuía, por lo que lo aprendido en el tiempo se consolidaba.

Pedro Zarraluki, tras nueve años sin escribir, saca a la luz esta novela en la que sus personajes principales, Vicente y Andrés recuerdan, durante los dos meses de verano, lo acaecido en sus vidas. Para ello eligen un lugar casi paradisíaco, una cala de Ibiza, en 1969, donde veranean en el único hotel, regentado por Josefa Martínez. La tranquilidad del entorno invita a la relajación, a reflexionar, y las voces del resto de personajes suponen para los lectores un recuerdo de lo ocurrido en aquella época, para que no lo olvidemos.

La curva del olvido contiene algo de autorreferencialidad; el paso del tiempo y los desgastes que produce en el hombre son evidentes. Andrés y Vicente son amigos, ambos han sufrido reveses en la vida pero cada uno los ha asimilado de distinta manera, porque los caracteres difieren bastante, Vicente es extrovertido, piensa que hay que aprovechar cada momento y disfrutarlo. Su hija, Sara, tiene una forma de ser parecida, decidida, alegre, sensual, goza casi constantemente, entre otras razones porque tiene lo que desea, no sabe qué son problemas económicos ni prohibiciones familiares. Por el contrario, Andrés es retraído, de natural pesimista, inseguro; sabe que se aprovecha de Vicente, de su dinero y de sus contactos y, aunque sufre por ello no puede dejarlo porque es más cómodo sentirse protegido y vivir bien, sin embargo cierto rencor hacia él mismo le impide disfrutar de casi cualquier cosa. Su hija, Candela, tiene asimismo un carácter indeciso. No se siente cómoda en la sociedad, ni en la universidad, ni consigo misma. Mantiene cierta envidia hacia Sara por su alegría y despreocupación.

Ambas conservan una amistad que dura más de 10 años, tan estrecha, que el trato es familiar, y al tener la misma edad, unos 20 años, van quedando envidias, celos derivados de que ambas se sienten infravaloradas respecto de la otra «Sara […] la fastidiaba estar allí en un entorno tan familiar. Candela no era desde luego la persona más jovial del mundo», hasta que se deciden a hablar y cada una ve las cualidades de la otra.

También Andrés y Vicente se sinceran entre ellos, sacan el rencor que llevan dentro y entienden el porqué de lo ocurrido en sus vidas. En realidad, ayudan poco a sus hijas porque ellos se sienten más perdidos. Un suceso catastrófico hizo que Andrés se quedase viudo y Vicente se separase de su mujer. Ni uno ni otro lo han encajado bien por lo que, a modo de defensa hacia ellos mismos dejan ver el peor lado de cada uno. Vicente, arquitecto mediocre, raya en la prepotencia, la mala educación ante los empleados y ante cualquiera que él considerara de un nivel socioeconómico menor. Es un inconsciente y bebe casi de continuo, conduciendo incluso borracho y poniendo en peligro la vida de su familia «Aunque Vicente conducía despacio, el Dos Caballos se bamboleaba en las curvas. Candela, tumbada en el asiento de atrás, se había quedado dormida».

Por su parte, Andrés, anticuario, se piensa un culto hombre de negocios cuando en realidad es otro de aquellos a quienes desprecia, un usurpador de cualquier parte del mundo, «Aquellos tipos necesitaban compradores como él, profesionales serios, y no expoliadores aventureros llegados de cualquier parte del mundo».

La corrupción, en un país gobernado por corruptos, era usual. Andrés es el modelo que ocupa el escalafón más alto. En el más bajo estaría Sebastián, el que encuentra las ánforas y otras antigüedades enterradas en la isla y, aunque no entienda de arqueología, sabe que son caras, y las vende con el beneplácito de Tomás, su cuñado, un guardia civil que quiere buena parte del botín «—Sin embargo –confirmó el guardia civil–, todo al final es cuestión de precio. Y de discreción». La desfachatez que hoy nos viene a la mente al contemplar escenas como esta, eran la normalidad de la época tardofranquista en la que abundaron expoliadores desalmados, aun en nombre del país.

El realismo de La curva del olvido es evidente, hay referencias periodísticas de la desproporción entre las acciones del caudillo y las de los españoles, y todas tratadas con la misma intrascendencia, «Franco había estado el día anterior en el club de golf La Zapateira y por la tarde había salido a pescar; seis sacerdotes habían sido detenidos en Vizcaya por negarse a que entrara la bandera española en su iglesia».

El paso del tiempo es el arma utilizada por el gobierno para reforzar el en pueblo la curva del olvido y que diera la impresión de que España era un país afortunado «nadie quería recordar […] El Régimen empezaba a relajar su despiadada venganza y celebraba ya los años de paz en lugar de los años de victoria». Las calamidades del resto del mundo no nos incumbían ni nos afectaban y era usual, sobre todo en lugares de costa, el contrabando. Los objetos arqueológicos no servían para investigar en nuestras raíces, tan era la cultura de los gobernantes, así que el expolio estaba a la orden del día, otro negocio cualquiera para algunos afortunados mientras la clase baja debía conformarse con realizar trabajos de todo tipo sin ninguna preparación. Era mano de obra barata que no pretendía mejorar en el trato obtenido ni en sus expectativas «la dueña se ha encerrado en la cocina. Y encima me ha dicho que para pagar todo esto me tiene que rebajar el sueldo. Estamos buenos».

Todo era distinto a finales de los 60; la naturalidad en el trato empresario-cliente era confundida con el trapicheo y con un servicio que hoy nadie toleraría. De nuevo encontramos la falta de acceso a la cultura por el impedimento de las barreras sociales.

El registro usado por Zarraluki es coloquial aunque (siguiendo en su línea) el narrador usa metáforas y comparaciones poéticas que dejan la marca del autor quien, en su recuerdo, intensifica la percepción de la realidad.

Asimismo los diálogos, las referencias a otros autores literarios como Juan Marsé, Jack Kerouac o Thomas Mann, directamente, o Françoise Sagan, a través de su novela más famosa, «Tiene una melancolía agresiva, a lo Bonjour tristesse», referencias a actrices famosas de la época «el pelo a lo Jean Seberg», cantantes «canciones de Joan Baez», políticos del momento «Parece ser que Fraga está abriendo la mano…» o la agente literaria, probablemente, más famosa de la época «Se llama Carmen Bacells y esta mañana he hablado con ella», inundan de realismo la narración aportando la sensación de que estamos ante un recordatorio de la época. Zarraluki se vale de estas técnicas para contribuir, con informaciones extratextuales, a difuminar sus lazos con el narrador, quien a su vez deja al descubierto a los personajes cediéndoles todo el protagonismo.

El autor escucha las voces de sus personajes y remite al lector sus traumas, al tiempo que nos recuerda la importancia de limpiar esas heridas que nos laceran desde el exterior o desde nuestra propia intimidad, y dejar al aire las cicatrices para que se vean, hasta que no hagan daño. Nunca debemos dejarlas pasar desapercibidas porque permanecerán para siempre


—Esto es un establecimiento muy decente –contestó ella, plantándose ante el hombre– Y yo soy la dueña, claro que sí. Josefa Martínez Sasa, viuda de caballero mutilado.

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