domingo, 16 de diciembre de 2018

LA TERCERA VIRGEN



¡Qué acierto! Leer a Fred Vargas ha sido toda una experiencia, tanto me he interesado en la lectura, tanta ha sido la pasión experimentada que he olvidado en numerosas ocasiones tomar notas, mi memoria empieza a fallar y me gusta argumentar con ejemplos las conclusiones que obtengo.

Pero la lectura es envolvente. No sabes qué va a ocurrir después, después es la página siguiente. No sabes cómo van a reaccionar los personajes. Algunos, claramente machistas (en principio), se transforman en entrañables, personas con un valor increíble capaces de hacer lo imposible por un compañero, o una compañera a la que, parece, atosigan o acosan con bromas pesadas, pero todo es de boquilla. Otros claramente cordiales nos enseñan su cara disociada de doctor Hyde cuando menos lo esperamos. Los más, son personas normales, que no es decir poco en la sociedad que nos ha tocado vivir. Puede que sea eso, la naturalidad de los personajes lo que hace de La tercera virgen algo sublime. La escritura es espectacular; leemos y observamos un estilo cuidadoso, de diálogos inteligentes en los que predomina el respeto entre unos y otros, alusiones cultas incluso. Al principio se puede pensar que no es una novela negra. Y lo es. Es nigérrima. Es de una dureza extrema, pero tratada con dulzura; Fred Vargas denota en sus páginas un amor incondicional hacia sus personajes, hacia la naturaleza, hacia los animales y sobre todo hacia aquellos niños, o adultos que sufren de alguna manera el acoso de los demás, el ensañamiento gratuito. En este sentido nos da una lección de humanidad como pocas podemos encontrar. No solo los personajes son fabulosos, no sabría con cuál quedarme, y eso que inconscientemente cuando leo una obra literaria mi mente se identifica con alguno por afinidad de pensamiento, por deseo de parecerme, por rechazo total; aquí no, en La tercera virgen todos los personajes tienen algo que los hace fraternales, que los sube al podio de irreales precisamente por la realidad con la que son retratados. Entre todos forman una figura perfecta; cada uno conoce al otro a la perfección y sabe lo que va a aportar al equipo; cada uno no sería nada sin el apoyo del resto. De ahí el encantamiento, el deseo de que todos en nuestros trabajos, en nuestro ambiente, formásemos un grupo parecido; no se juzga, se acepta y de esta manera, cada uno da lo mejor que tiene.

Pero no solo los personajes, la trama es un rompecabezas increíble; a veces pensamos que sobran piezas, otras, que faltan, que será imposible sacar punta de todo esto; situaciones que no tienen nada que ver se van entremezclando, circunstancias que parecían secundarias se vuelven imprescindibles, tesituras en las que los personajes están a punto de arrojar la toalla o de desviarse del tema, se centran totalmente cuando uno afirma algo clave para que otro tire del hilo y así, poco a poco y sin saber muy bien cómo, todo encaja ¡en la última página!

Indudablemente no hay que restar importancia a labor de Anne-Hélène Suárez Girald, pues su traducción ha sabido captar los giros de la lengua francesa, las expresiones habituales y pasarlas a un español perfecto, en cuanto entendible, con una sintaxis y un vocabulario totalmente impecables.

El sentido del humor puebla las páginas de La tercera virgen pero es un humor sensible, de lectura agradable, tierna en ocasiones, dura en otras. Las antítesis se suceden hasta que ocurre como con los polos opuestos del magnetismo, llegan a unirse. Los enfrentamientos, no sólo en la trama sino también entre los personajes llegan a equipararse, como también se iguala el amor por la naturaleza salvaje y quienes la pueblan, hombres o animales,

—Y además, a ellos, los pobres, les llueve todo el rato.
Adambsberg miró las ventanas, por las cuales caía la lluvia sin cesar.
—Hay lluvias y lluvias, explicó Oswald. Aquí no llueve. Aquí moja.

Se iguala el cariño hacia la vida en la ciudad y quienes la pueblan, hombres o animales.

—Salga, Danglard, vaya a escuchar a Oswald o a Angelbert. Están en París, como aquí.
—Con esos nombres, seguro que no ¿Y qué me enseñarían?
—Que las cuernas de desmogue valen menos que las de caza
—Eso ya lo sé
—Que la frente de los cérvidos crece hacia fuera
—Eso ya lo sé
—Que seguramente la teniente Retancourt no está durmiendo y que resultaría benéfico ir a charlar una horita con ella.

El canto a la comunicación, el amor por la vida viene de la seguridad de que en ella no hay nada absoluto, todo puede cambiar según se mire, según se viva. Esto lo definen perfectamente tanto el comisario Adamsberg, nacido en la Normandía Alta como el teniente Veyrenc, de la Baja Normandía. Ambos tan diferentes, ambos tan iguales, y ambos deben, por lo tanto, repasar una realidad que creían única para darse cuenta de que hay otras realidades y que no siempre se nos muestran a primera vista.

La técnica es infalible puesto que mezcla la versificación, en no pocas ocasiones, con alusiones culturales y acciones paralelas ¿Qué tienen que ver un teniente de la policía que habla en verso con tumbas abiertas sólo por la parte de la cabeza, asesinatos de mujeres vírgenes, matanzas de ciervos y un espectro que vaga por una casa recién comprada? En principio nada, al final todo queda ensamblado y unido a la perfección.

El flashback se inserta perfectamente en el orden lineal de la narración; a veces no somos conscientes de que se narra un pasado hasta que no caemos en la cuenta de que «siempre se cuenta un secreto a una persona».

El estilo es sencillo, directo, preciso, natural incluso cuando la función didáctica aparece en los diálogos. En ningún momento sentimos que la autora intente moralizar o adoctrinar al lector, pero es indiscutible que su novela refleja una personalidad abierta, culta y algo tímida. Si tenemos en cuenta que incluso de textos o citas clásicos puede sacar alguna broma estamos convencidos de su falta de grandilocuencia, por lo que somos capaces de aprender al tiempo que nos entretenemos.

Los personajes están retratados con minuciosidad, sabemos cómo es cada uno de los formantes de la brigada, en la que importa tanto la erudición de Danglard como la felina intuición de Adamsberg,

Adamsberg se deslizó taburete abajo y se puso a dar vueltas por el despacho

la fuerza de Retancourt, la disposición de Estalère, el hambre atroz de Froissy o el humor fanfarrón de Noël que en ocasiones raya en machismo

—En mi ausencia, vigile al gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente Nöel, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo. Tengo mis obligaciones.

La erudición, memoria, sensibilidad e infancia traumática hacen de Veyrenc alguien extraordinario, capaz de hablar en alejandrinos aunque estos contengan encubiertos amenazas o desahogos a sus dolencias:

—Oídme, pues, señor. Apenas regresado,
una cólera injusta prepara mi caída
¿Qué fue, tan alabada, de vuestra compasión?
¿Merezco este castigo tan solo por mi origen?

Lo de menos son los defectos que, por supuesto, tienen; lo de menos es que Mercadet tenga un sueño infinito, Danglard se esté convirtiendo en alcohólico o Adamsberg sea antisocial; eso no importa. Lo que interesa realmente es la ayuda que se prestan unos a otros cuando hace falta. Nadie objeta. Nadie acusa. Todos trabajan y consiguen, sólo así es posible, resolver con un ritmo ligero, dinámico, los casos que llevan entre manos hasta contemplar, estupefactos, como el propio lector, que todo está unido, desde la primera réplica hasta el último pensamiento, en una trama siniestra donde las haya.

Fred Vargas es capaz de unir de forma absolutamente inteligente el mundo de la novela policíaca con la investigación real, tanto basada en creencias tradicionales, supersticiones o datos históricos, literarios o filosóficos. La novela pues, no es una novela negra al uso. Sus páginas rezuman, además de tensión, humor, en ocasiones absurdo o surrealista

—Aquí no nos gustan los maderos –enunció Angelbert con el brazo todavía inmóvil
—Ni aquí ni en ninguna parte –puntualizó Adamsberg
—Aquí menos que en otros sitios
—Yo no digo que me gusten los maderos, digo que lo soy
—¿No te gustan?
—¿Para qué?
[…]
—Entonces ¿por qué lo eres?
—Por descortesía

Páginas que filtran cultura y confianza en el ser humano, pero sobre todo, sensibilidad (los diálogos que mantiene Adamsberg con su hijo Tom, de nueve meses, son enternecedores)

—Tom, escúchame bien, vamos a cultivarnos juntos […] Thomas miró tranquilamente a su padre, atento e indiferente […] ¿Te gusta Tom? […] —No sé qué es el opus spicatum hijo, y me importa un rábano. A ti también […] Cómo arreglárselas cuando no entiendes nada. Observa.
Adamsberg sacó el móvil y marcó lentamente un número bajo la mirada vaga del niño.
—Llamas a Danglard…

El vocabulario hace alarde de todo tipo de registros. Utiliza tanto la jerga de la profesión «los estupas», como variedades geográficas «un forano», «¡Vamos hombre!», tecnicismos «opus spicatum», léxico culto «título compensatorio generado», expresiones coloquiales «qué demonios significa eso» o soeces «me cago en la puta», metáforas humorísticas «Ni una crítica, ni una ironía. La nada blanca del auténtico colegueo», pensamientos poéticos «Si el mundo pudiera parecerse a los sueños de las viejas madres…» o apodos usados ante todo en barrios bajos «el Gordo Georges».

Todos los registros, todas las variedades, conviven en armonía ofreciendo una ópera prima, una novela con ritmo, ligera en la que el amor y el horror van de la mano hasta el final, cuando todo se desvela, aunque sea “gracias” al gato, «Froissy, ponga al gato un transmisor en el cuello».

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