martes, 16 de mayo de 2017

EL RASTREADOR DE CONCHAS



De nuevo un alumno me sorprende. Benjamín, de segundo de Bachillerato, tuvo a bien regalarme, para el Día del Libro, El rastreador de conchas. Es cierto que le tocó en el sorteo que hicimos para el amigo invisible, pero no cabe duda de que él también ha rastreado hasta dar con aquello que sabía me iba a interesar. Aborrezco la violencia, desprecio la mentira. Nunca me han gustado pero ahora, desde hace un tiempo, estoy especialmente sensibilizada con ellas, encuentro muchas mentiras y violencia a mi alrededor. Cuando empecé a leer El rastreador de conchas hacía casi un mes que me lo había regalado Benja, pero otras obligaciones (todas relacionadas con mi profesión), me impidieron leerlo hasta no terminar con lo que llevaba entre manos.

¡Gracias Benjamín! No conocía al autor, no había leído nada de él y me ha encantado; encima está publicado este año, aún mejor para recomendarlo a todo el mundo. En esta sociedad marcada por la envidia, por la apatía, por la falta de esfuerzo, por la violencia gratuita, hay que leer a Anthony Doerr y sentir que el ser humano puede volver a ser eso, ser humano.

He encontrado en estas páginas la huella de Hemingway en la descripción emocional de los seres vivos, de la naturaleza y, sobre todo, de dos tipos de personas, unas llenas de emociones primitivas, casi siempre mujeres valientes como Naima o Bella, la maestra del 4 de julio, Griselda e incluso su hermana Rosemary, valientes desde la adolescencia como Dorotea, valientes desde sus visiones maravillosas como Mary y valientes desde el agradecimiento como Selma; y otras personas que buscan ante todo sus necesidades afectivas y encuentran algo o a alguien que los hace triunfar porque no permite que fracasen, aun al abandonar lo que había sido su forma de vida.

El estilo de Doerr es realista, a veces duro; con escasas descripciones conocemos a los personajes, que consiguen en su mayoría transportarnos a una realidad algo idealizada, pues al estar en contacto continuo con la naturaleza dejan rastros del realismo mágico. Y es en este realismo donde la pluma de Whitman aparece reflejada, al menos, en ocasiones podemos observar a ese dios que reside en el alma de cada uno, en la conciencia individual sin jerarquías, en la democracia absoluta entre todos los seres que pueblan la tierra, hombres, animales o plantas.

Como Hojas de hierba, El rastreador de conchas es una obra épica sobre la muerte, la sexualidad, la vida, la unión de todas en un constante fluir, unas se acaban para dar paso a otras. Nosotros estamos aquí para disfrutar, sentir cada una en su momento.

El rastreador de conchas está formado por ocho cuentos, yo diría ocho relatos, pues los personajes están tratados en profundidad, no son personajes tipo, sino seres de carne y hueso que sufren, se equivocan y gozan, sobre todo gozan con la cantidad de maravillas que nos rodean y no sabemos encontrar.

Si tuviera que caracterizar las 233 páginas del libro con una palabra sería musicalidad.

El ritmo es fantástico. Es cierto que al ser historias cortas parece que vas a poder leerlas con facilidad, sólo por ser cortas; nada más lejos, la cadencia de las palabras, la mezcla de vocabulario técnico y usual, las expresiones poéticas consiguen llenar las páginas de un lirismo absoluto, nacido del sentimiento más profundo del autor.

Doerr ama a sus personajes y los envuelve, como los grandes de la literatura, en un halo misterioso que se forma de sueños, de predicciones que ellos mismos realizan para profundizar en lo básico de la naturaleza humana, en lo inusual, en aquello a lo que nunca, o casi, prestamos atención, pues sobre todo ahora, nos dejamos llevar por el poder contradictorio de la tecnología, en vez de seguir esos impulsos nimios que conectan con el medio.

El rastreador de conchas es el relato que da título al libro. El protagonista se mueve con facilidad por un entorno escarpado y difícil; sus grandes conocimientos sobre el mar y los animales que viven en él no pueden venir sólo de vivir allí. Entonces nos enteramos de que el rastreador era un niño de Canadá que se quedó ciego de pequeño, y el médico que se lo confirmó le enseñó a aprovechar los sentidos que le quedaban, así descubrió una concha al tacto. Aprende braille, lee, estudia biología, pero nada lo satisface, hasta que a los 58 años, ciego y solo, se aparta a una cabaña en una playa de Kenia y, como si de un nuevo Tiresias se tratase, actúa como mediador entre la tribu y la naturaleza, hasta que es tomado por un curandero. Un periódico importante quiere hacer un estudio sobre sus costumbres pero es atacado por el veneno de un cónico que lo paraliza durante el tiempo suficiente para que se vayan todos los medios de comunicación que habían llegado y él pueda seguir con su vida sencilla, admirándose a cada momento de que sólo el pleno contacto con la naturaleza nos haga conseguir el respeto necesario para vivir, porque todos nos igualamos en ella

«Antes de una hora dejó de respirar, el corazón dejó de latir y murió. El rastreador de conchas se arrodilló en la arena y se quedó sin habla. Tumaini (la perra), aterrorizada, se tiró sobre las patas observándolo. Lo mismo hicieron los chicos detrás de ellos, acuclillados con las manos en las rodillas.

La historia La mujer del cazador es un relato bello pues representa la inmersión total en el ser humano, en tu pareja hasta entenderla; no importa que cueste veinte años conseguirlo o toda una vida. El relato empieza in medias res, cuando el cazador sale por primera vez de Montana y se dirige a Chicago para ver la actuación de su mujer, de la que se había separado 20 años antes. Una vez en la actuación, el lector queda informado, mediante analepsis y prolepsis de lo que sucedió cuando se enamoraron y de la nueva vida de su mujer.

Durante la historia, las relaciones personales en la civilización se cosifican o quedan ocultas por intereses diferentes «Él le tomó la mano, una cosa pálida, huesuda, ingrávida, como un pájaro sin plumas». Si tenemos esto en cuenta podremos asegurar que el mal en estado puro no existe, sólo tiene que ver con las circunstancias y lo que para algunos es dolor o incluso la muerte, para otros es renacer.

¿Se puede cambiar el punto de vista, de forma que encontremos vida incluso en la muerte? La mujer del cazador experimenta tal empatía con aquellos que la rodean que es capaz de sentir sus experiencias, alegrías y temores y pasarlos, como en una cadena eléctrica, a otros que estén presentes.

Al final no se sabe muy bien quién está experimentando la sensación y cuál es la de cada uno, pues todo se confunde «La primera vez que hicieron el amor, ella chilló tanto que los coyotes se subieron al tejado y aullaron por el tubo de la chimenea. Sudaba y dejaba escapar trinos continuados en distintos tonos. Los coyotes carraspearon y soltaron risas la noche entera».

Ella empatiza con todos, hombres, animales, pero debe lavar las manchas de sangre que trae su marido de las cacerías y sufrir las pesadillas que éste mantiene con lobos, por eso se va, intenta llevar felicidad a otros rincones del planeta; escribe libros dedicados a los animales y enseña a entender la muerte «tan definitiva como la hoja de una espada clavada en el corazón. Pero la naturaleza de la muerte no es en absoluto definitiva; no es un acantilado oscuro del cual saltamos [...] No es más que una transición, como tantas otras». Veinte años después, el cazador lo entiende y al verla actuar no le dice nada, «finalmente, extendió la mano para alcanzar la de su mujer».

Tantas oportunidades es un canto a la esperanza a pesar de paralelismos que anuncian un tiempo circular premonitorio, del que no podrán salir «Llegan, retroceden. Llegan, retroceden». A pesar de la amargura que nos rodea «Mentiras. Tu padre no sabe nada de barcos. Ha trabajado toda la vida como ordenanza. Le miente a todo el mundo. Incluso a él mismo» Lo que nos rodea nos da constantes oportunidades, hay que saber distinguirlas y para ello nada mejor que aunarnos, formar parte, integrarnos en nuestro entorno hasta conocerlo y sólo así llegar a amarlo pues nos sentimos parte de él «Siente sus propios músculos, agotados y fuertes. Se agacha en el mar. Cuenta hasta veinte. Deja nadar al pez».

Durante mucho tiempo Griselda fue la comidilla, fundamentalmente mientras todo el pueblo (y su propia familia) la veían como algo inalcanzable, diferente, alguien que en todo momento hizo lo que quiso sin pararse a pensar a quién podría herir, por eso la veían endiosada, viviendo una vida placentera llena de ilusiones hasta que su hermana Rosemary se enfrentó a todos para que se dieran cuenta de que creemos en los sueños de los demás y no nos damos cuenta de que estamos eliminando los nuestros, esos que están tan cerca que ni los notamos.

En Cuatro de julio encontramos la despersonalización del hombre «salieron a empujones» «se desparramaron» «se apiñaron meditabundos sin decir palabra», el aburrimiento y el afán de obtener premios inútiles. Probablemente sea por esto por lo que localizamos más rasgos de humor que en otros cuentos, humor en la combinación de alimentos «engullendo estupendas costillas con hueso y Doritos», humor en los viajes sin sentido «Después de dos vuelos sobrecargados de Lufthansa [...] un taxista de aspecto fiero que los metió apretujados en una furgoneta japonesa». Humor en las anáforas que resaltan la longitud del viaje «Luego tren rumbo al norte, luego un antiguo autobús, luego la cabina húmeda de un crucero» y la estupidez humana «asomados a la barandilla de proa, parecían mareados».

La animalización y la evidencia de inutilidad se va haciendo más patente conforme avanza la apuesta que están logrando ganar: pescar los peces de agua dulce más grandes de cada continente, para ver quién gana: estadounidenses o británicos. Y cuando todo parece que no va a tener fin surge, para los estadounidenses una carpa «ocre grisácea, como si hubiera absorbido el color de la ciudad en su momento más sombrío», una carpa humanizada «el rizo de los bigotes recordaba a un español huraño y venerable, que hubiera caído herido y jadeara» que consigue que ellos se humanicen y la dejen escapar, aunque, por supuesto, ya tengan planeada la acción en el siguiente continente «No perderían, no podían perder. Eran norteamericanos. Tenían ganada la partida de antemano». Y es que, en el fondo somos así, nos gusta tropezar varias veces en el mismo sitio.

El casero es el relato por excelencia de la esperanza. Cuando el hombre ha conseguido llegar a lo más bajo en la escala de los seres vivos; cuando ha experimentado los horrores más tremendos, cuando el miedo lo persigue atormentando sueños y vigilia, aún puede sacar fuerzas y creer en la vida para experimentar de nuevo los pocos recuerdos agradables que le quedan e intentar vivirlos renovados.

La obsesión de Joseph es que, en esta vida depravada, nada vuelve a su lugar «En tres semanas ve lo suficiente para tener pesadillas durante diez vidas enteras. En esa guerra de Liberia todo queda sin enterrar y cualquier cosa que hubiera estado enterrada se desentierra». Como refugiado de guerra pasa por un calvario similar, al sufrimiento físico se le une el psicológico hasta que consigue empatizar con cinco ballenas moribundas, varadas en la playa, a las que entierra sus corazones en un jardín improvisado del que, pese a todo, salen unos melones estupendos. Joseph descubre que «cuando las cosas se desvanecen, se convierten en alguna otra cosa, muertos volvemos a levantarnos en las briznas de la hierba». Así, ayuda a que Belle, una sordomuda, entienda la luz de la vida y se ayuda a sí mismo, volverá a casa, a su país destruido para enterrarlo todo y poder darle otra oportunidad.

Mkondo, último relato, cuenta la experiencia de Ward Beach, de Ohio, enviado a Tanzania en busca del fósil de un ave prehistórica. Allí se queda prendado de la forma de correr de Naima y consigue que le den más permisos de estancia, aprende a correr y cuando logra alcanzarla le pide que se case con ella. Acepta, pero ella no se adapta a Ohio. Los extraños no la miran a los ojos, los mercados eran asépticos, con todo envasado y el museo la enervaba, todo estaba muerto allí. Ward cambió, empezó a perder forma física, a trabajar todo el día y a estar menos tiempo con ella, que se fue entristeciendo hasta darse cuenta de que la felicidad estaba conectada al paisaje. En Ohio no puede tener animales, lo intenta con abejas y halcones pero los vecinos lo impiden. Cada vez se va consumiendo más en Ohio, también su espíritu, de forma que tras cinco años allí consigue odiar a su marido por haberla enamorado; y de pronto, decide ir a la universidad, a estudiar fotografía y «ver el mundo en términos de ángulos de luz». Consiguió tener éxito porque veía lo que nadie, porque «Estas fotos le recuerdan a uno que cada instante está aquí y ahora, para luego desaparecer por siempre jamás, que no hay dos cielos que vuelvan a ser exactamente iguales».

Naima decide entonces volver a Tanzania y, tras un tiempo, Ward la sigue, pero pasa allí tres años buscándola sin éxito hasta que llega a la cabaña de sus padres y la espera, con la seguridad de que está allí.


Todos los personajes de los cuentos se enfrentan a alguna situación tan adversa que parece insuperable. Con intención catártica Anthony Doerr traza un itinerario de sentimientos para que nos sintamos relajados en la dureza —y belleza— de la existencia. Sólo así podremos buscar lo que verdaderamente importa, aunque cueste trabajo; para ser felices y hacer felices a los demás debemos buscarnos a nosotros mismos.

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