Al
terminar esta novela me viene a la mente la idea de que parece que la mujer
vino al mundo con un único propósito: el conformismo; cualquier intento de
rebelión supone un sufrimiento al que sin embargo, cada vez se enfrentan más
mujeres.
Empezamos
a leer en Piel de cordero el parto de Marina con el corazón encogido. Continuamos
leyendo el nacimiento de Catalina sin apenas mover un solo músculo. Terminamos
de leer el reencuentro de Elvira y Catalina con una ira que sube desde lo más
profundo de nuestras entrañas haciendo que queramos gritar y terminar la novela
cuanto antes para enterarnos de si cumple su promesa.
No
se puede parar una vez que abrimos la última novela de Ledicia Costas porque nos sumergimos en la naturaleza mágica de una
Galicia ancestral, que debe convivir con violencia, denuncias, miedo, tortura y
muerte asociados a la Inquisición, en contra de las mujeres (que aunque parezca
increíble la tuvimos en España hasta comienzos del siglo XIX).
La
trama es envolvente; la autora es capaz de conectar dos épocas diferentes y dos
espacios distintos en dos mujeres fuertes, conflictivas, a las que nos
rendiremos desde el primer momento. Catalina y Lola son las protagonistas de
las dos partes en las que se divide Piel
de cordero. Ambas secciones comienzan con el sufrimiento de una mujer.
Mujeres separadas por 200 años y unidas por la sangre y el dolor a los que se
enfrentan solas; sin embargo las dos están rodeadas por otras que actuarán como
tabla de salvación en sus vidas: Marina, Elvira, Angustias, Victoria, Ernes,
Sole, Chelo, la madre…
Todas
tienen un papel fundamental en el comportamiento y toma de decisiones de las
protagonistas, Catalina y Lola. Catalina se ha criado en la aldea de Merlo, a
finales del siglo XVIII, con su abuela Elvira, quien le enseña todo lo que sabe
sobre plantas y conjuros y, a sus catorce años, llega a ser tan buena como su
maestra. A partir de ahí Catalina se verá sola, al amparo de los espíritus de
su abuela y su madre, Marina, a quien no conoció, como tampoco conocerá a Lola
con la que conectará a través de su hija a principios del siglo XXI.
Piel de cordero es un libro de realidad
brutal envuelta en un realismo mágico enternecedor.
La
narrativa de Ledicia Costas es desgarradora y al mismo tiempo nos envuelve, nos
sentimos parte de esa palabra. Las comparaciones imposibles del narrador se
unen a letanías que constantemente se agrandan en el pensamiento de las
protagonistas. Una y otra vez se obligan a pensar en personas e injurias; no
pueden olvidarlas. Elvira y su nieta Catalina se lo repiten a menudo, no saben
leer ni escribir; el lector es, con las repeticiones, consciente de la lista
interminable de personas que las necesitaban y odiaban al mismo tiempo, «Eladio, el del ojo retorcido, putas de
Satanás; los ministros de la Maldita Inquisición, una colección de agravios;
[…] Maruja nos dijo locas, no toquéis a mi hija con esas manos puercas […]
María, que me dejé penetrar por un animal de carga…».
La
vida en Merlo suponía un calvario para las que nacían con cierta sensibilidad,
para las que dedicaban su vida a aprender el lenguaje de las plantas porque les
estaba prohibida cualquier otra formación. Mujeres apartadas que veían
comprometidas sus vidas en cualquier momento. Mujeres que conocían el ambiente avasallador
del miedo al poder y al dolor. Mujeres que ayudaban a los demás a pesar de
todo.
Los
diálogos en esta primera parte, sin marca ninguna, se unen a las exposiciones
de un narrador en tercera persona para acrecentar la congoja del lector,
inmerso desde el primer momento en ese entorno caótico «…un letrero escrito por un vecino a quien había curado un prurito […]
porque era asiduo a la casa de las putas pero, por favor, que esto no llegue a
oídos de mi mujer…».
Las
comparaciones son constantes. A veces encadenan plantas, animales y humanos de
manera tan efectiva que lo vemos todo como una misma naturaleza; la mujer es
parte de ella, desde que nace hasta su fin «…como
el humus que se conformaba en el bosque, como el canto de las cigarras […] como
el instinto de tronzarles el pescuezo […] Entiérrame junto a tu madre […]
Planta otro tejo junto al que hay y visítame cuando sientas que necesitas estar
cerca de mí».
Las
leyendas conviven con una realidad supersticiosa, fruto del miedo y la
ignorancia, fruto de la desesperación, porque la creencia en las brujas (o su
existencia) llega hasta hoy
—Pues yo te digo que había un cura que
la ayudaba…
—Ahora dime que también has ido a esa
bruja […]
—Me llevó mamá
En
esta novela adictiva hay varios temas que hacen que pensemos en esos niños, no
solos los de antaño, privados de infancia, que solo conocen realizar tareas
para las que no están preparados o se disponen a realizarlas privándose de la
inocencia que debe presidir la niñez.
El
tema de la menstruación ha sido tabú hasta no hace mucho. Aun hoy se dan
embarazos no deseados por falta de información, por ver un proceso natural como
un estigma que hay que sobrellevar en silencio, «no debía quedar en la tela ni rastro del pecado».
El
determinismo femenino va desapareciendo; desgraciadamente no en todos los
ambientes; todavía hay lugares en los que nacer mujer es una desgracia, «no te librarás de esta sentencia por mucho
que pienses que tu vida va a ser diferente a las de tus antecesoras».
El
sistema patriarcal que ha reinado siempre ha conseguido anular a la mujer, que
se crea o se muestre invisible aun siendo la base fundamental de la sociedad «De quién había que proteger al pueblo en
realidad. ¿De las mujeres? […] de las barbaridades que había cometido en el
pasado la Santa Inquisición en el nombre de Dios […] Ya no quemaban brujas en
las hogueras pero tenían el beneplácito para continuar con las torturas».
Todavía hoy la mujer es torturada en algunos lugares en nombre de la religión o
bajo el silencio vergonzoso de los estados.
La
poesía resalta en tanta inclemencia. Catalina es la bruja de los insectos,
rodeada de ellos fortalece su invisibilidad y su poder de transformación. La
niña es débil pero puede ser poderosa gracias a su energía constante, la
necesita para sobrevivir; se aferra a los insectos para que la ayuden y huye de
la Iglesia. Ella, como los insectos en la Biblia, será vista como una plaga
abominable que hay que exterminar. Los insectos que protegen a Catalina son la
metáfora de su propia fuerza, que irá creciendo conforme sepa más «A medida que cogía soltura leyendo y
escribiendo, Catalina se sentía más poderosa». Así pasamos a la importancia
de la escritura y la lectura, al placer que se obtiene de ellas. También Lola
estará relacionada con el saber, es bibliotecaria, «Soy una privilegiada». A pesar de sentirse bien en su trabajo es
consciente de la desigualdad laboral por ser mujer, otro tema aún sin resolver
en nuestra sociedad «—…Acaba de contratar
a un tío recién licenciado con mejor sueldo que yo. Ya van cuatro». La
autora denuncia, a través de Lola, la injusticia salarial que se da en algunas
empresas privadas y el caos de algunos hospitales públicos que no tienen más
remedio que abandonar casos graves por falta de medios, de personal o de
espacio.
Por unas u otras circunstancias el tema de la soledad de la mujer estará presente en la novela, porque es una soledad que está dentro de nosotras y nos reviste de pena «A veces agradeces estar lejos de esa casa envenenada de recuerdos y otras necesitas tu cama, tu manta, eso que para ti es hogar».
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