Esta
novela ha conseguido que surjan pensamientos escondidos, recordatorios de culpa
que me intimidan hasta que, inmediatamente, una u otra justificación consigue
aplacar la conciencia por momentos. La duda sigue ahí. Tomás Nevinson cala hasta
lo más hondo del lector, espolea éticas y plantea situaciones con las que podemos
no estar de acuerdo si no adoptamos otro punto de vista. El protagonista expone
las obsesiones, recuerdos, obsesiones, alegrías, obsesiones, lamentos y
obsesiones que lo han acompañado, y atormentado, toda su vida.
Como
un moderno Ulises, Nevinson partió dejando a su mujer e hijos y estuvo diez
años luchando contra dioses portadores del mal, a veces en brazos de
comprensivas Circes, otras, interesadas Calipsos; ejerciendo en ocasiones de
Escila impía y, frecuentemente, de navegante a punto de ser tragado por
Caribdis. Una vez regresó a casa, la moderna Penélope apenas cree lo que
ocurre. Berta Isla esperó pacientemente, sufrió por él, lo dio por
muerto. Así se lo comunicaron. De nuevo lo tiene a su lado sin saber
exactamente su “aventura”. «Ella,
milagrosamente, no me había rechazado del todo tras una ausencia continuada de
unos doce años, no solo ausencia sino también silencio».
El
lector tampoco lo sabe aunque lo intuye. Ahora, Tomás Nevinson se desdobla en
dos personas diferentes, aunque en el fondo sean la misma, dos narradores que
van alternando la tercera y la primera personas para, en un monólogo interior
casi constante, abrirse a nosotros. La lectura de Tomás Nevinson no implica solo estar al tanto del trabajo de quien
ha firmado la Official Secrets Act,
supone conocer las dudas, los temores y desalientos de quien es consciente de
las ventajas de ser invisible, una de ellas, la principal, es que permite
renacer, reencarnarse en otro sin ninguna carga, «Sabes que lo único seguro es estar muerto. Por eso lo estuviste
durante tanto tiempo, para que nadie te buscara con veneno ni acero».
Con
la misma facilidad que el protagonista cambia de personalidad, el narrador no
duda en alternar su voz para que las opiniones de Tomás Nevinson se unan a las
de Miguel Centurión a la hora de exponer los principales temas de la novela,
las cinco dolencias causantes de una
de las épocas más duras por las que puede atravesar una sociedad con
consecuencias irreparables, los ataques terroristas. Son dolencias porque son
contagiosas: «—La crueldad […] El odio
[…] La fe es contagiosa… se convierte en fanatismo a la velocidad del rayo […]
La locura [...] La estupidez…».
Javier Marías se vale de datos históricos, pasados
o actuales, datos literarios o cinematográficos para retratar el terrorismo
feroz que durante años castigó a España por un lado, a Irlanda por otro, con
ayuda casi siempre, de los intereses económicos y armamentísticos de las
grandes potencias. Pero no es una novela negra aunque su fondo sea negrísimo,
como un pozo vacío. No predomina en ella el misterio, aunque algunos de los
capítulos o episodios terminen de manera expectante. De hecho, el narrador se
permite la licencia de adelantar acontecimientos (a veces obvios) con pequeñas
prolepsis, «Tupra había calculado que la
misión me ocuparía unos meses a lo sumo, pero sabía por experiencia que todo se
alarga y se enreda y se anuda».
Mientras,
el autor, inimitable, prolonga el final hasta el último momento (en algún
instante, desechado, he sentido la tentación de ir directamente a la última
página).
Tomás Nevinson es una novela reflexiva que destila
sarcasmo hacia determinadas organizaciones, trata con ironía la actuación de
personajes identificativos de una colectividad e incide con humor en hechos,
pensamientos que representan al grueso de la sociedad, protagonizados por los
personajes, «En mala hora me habían
puesto ese nombre. Allí estábamos los dos, Centurión y Comendador, parecíamos
una pareja de cómicos anticuados», o por aquellos individuos extraídos de
las leyendas, como la de San Dionisio quien, según un cardenal recorrió nueve
kilómetros con su cabeza en la mano, a lo que «una ingeniosa dama […] rebajando con una sola frase la hazaña: ¡Ah,
señor —le dijo—. En esa situación, solo el primer paso cuesta». Pero todo
tiene un porqué en la escritura de este autor, hasta la última palabra.
He
leído muchos artículos de prensa de Javier Marías y veo en las cavilaciones de
Nevinson las de su creador. He leído bastantes novelas de Javier Marías; cada
vez que termino una solo pienso, ¿cómo no le han dado el Nobel todavía a este
hombre? Ahora, que empiezo a estar desencantada con esta sociedad, tras haber
leído Tomás Nevinson exijo, si eso
puede hacerlo cualquiera, el Premio Nobel de Literatura y el reconocimiento
absoluto para Javier Marías. Un hombre que, al contrario que su personaje no se
ha respaldado en el ocultamiento, siempre ha dicho lo que pensaba aun a costa
de herir sensibilidades o granjearse enemistades.
En
su última novela ataca las consecuencias del fanatismo, da lo mismo que nos
dejemos llevar por una idea política, social o religiosa, cuando esa idea es
única y no estamos dispuestos a razonarla, a entender el porqué de otras, cuando
nos creemos dioses en posesión exclusiva de la verdad, actuaremos como dioses,
orgullosos, egoístas que se piensan dueños de los pobres mortales, con poder y
razón para disponer de sus vidas.
Es
lo malo de los dioses, es lo malo del terrorismo, que son capaces de castigar a
quienes no han hecho nada, porque lo importante no son las vidas destrozadas,
lo que importa es el miedo que instalan en los demás, conseguir que se agachen
ante sus exigencias por el terror de la venganza.
Javier
Marías ha recordado en esta novela los hechos sufridos en España durante los
años 1997 y 98 a causa de la banda terrorista ETA y padecidos en Irlanda a
manos del IRA. Una época de horror que muchos han olvidado y conviene recordar,
como todo lo ocurrido en la historia. Conviene saber qué pasó, el espanto de
los damnificados e incluso de algunos criminales, meros espadas ejecutores que
no piensan, solo obedecen al que mueve los hilos pues, si no lo hacen otra
espada se levantará sobre ellos.
El
horror del terrorismo. La frialdad de actuación. La impotencia de quien intenta
combatirlo porque teme convertirse en un verdugo, sin sentimientos ni simpatías
hacia nadie, solo es un trabajo. Nevinson se enfrenta a una duda crucial en su
último encargo. Debe eliminar a una mujer, de entre tres, que supuestamente es
una organizadora de la ETA y el IRA. Una mujer presuntamente infiltrada en una
ciudad del noroeste español, que ha cambiado de vida pero posiblemente volverá a
actuar como terrorista, que está agazapada esperando saltar sobre quien sea. No
hay pruebas fehacientes. Nevinson, ahora como Miguel Centurión, se introducirá
de incógnito en un colegio de la ciudad, Ruán, como sustituto temporal del
profesor de inglés. Nadie sospechará de él pero él sí debe sospechar de una de
las tres y matarla, para evitar males mayores.
A lo
largo de casi 700 páginas asistimos a la convivencia pacífica, tranquila de la
ciudad. Nada que, en principio, delate directamente a ninguna de las tres
mujeres, dos de ellas muy queridas, la tercera muy respetada y admirada. Aquí
está el problema. Centurión pasa en Ruán casi nueve meses y no tiene nada
claro, no sabe si por haber estado fuera de lugar dos años, porque se ha
enternecido con el paso del tiempo o porque ha conocido a esas personas, no a
quienes fueron en un pasado, poco sabemos de él, todas ocultan algo; las conoce
en el presente y, al tratarlas, surgen sentimientos de simpatía, de empatía, de
admiración, de atracción e incluso de querencia. ¿Podrá decidirse a eliminar a
alguna? En la entrevista con su superior inmediato, Tupra, señalan a una de
ellas como probable. No hay nada contrastado, solo existen posibilidades más o
menos evidentes. En esos momentos aparece el verdadero Tomás Nevinson, no el
perteneciente al MI5 cuya misión es obedecer, por miedo también a las
represalias, sino la persona de 46 años que ha madurado, ha leído, ha experimentado
diferentes realidades que pueden afectar al hombre.
Nevinson
se encuentra en una situación parecida a la que relata al comienzo de la novela.
Desde su presente de 2020 recuerda una película de Fritz Lang en la que un
cazador localiza a Hitler y tiene la oportunidad de matarlo cuando aún se
desconocen las atrocidades que será capaz de cometer, aunque ya apuntaba
maneras. El personaje cinematográfico no lo mata, obviamente, pero nuestro
narrador comienza a preguntarse cuándo es lícito matar a una persona, si será
justo asesinarlo sabiendo que en un futuro causará muchas muertes y, sobre
todo, si uno es capaz de llevar a cabo un crimen de forma fría sin nada que dé
pie en ese momento al atentado.
El
protagonista reflexiona sobre la memoria, la venganza, el miedo, la ocultación,
el amor o la culpa, «sentí aquel mismo
ligero reproche hacia el orden del universo, que es el que nos lleva a todos a
apostar y a perder». No hay mayor pérdida que la vida, por eso la muerte
está presente también en las minuciosas descripciones cargadas de figuras
retóricas, sobre todo repetitivas para hacer hincapié en que el tormento
infligido es consecuencia de una decisión que a veces no es tan individual como
podría parecer, pero deviene privativa del ejecutor «interviene la voluntad […] una voluntad apremiada […] una voluntad demediada
[…] no es posible que ya no vaya a ver […] que esa cabeza que aún funciona […]
que ya no vaya […] que mi cuerpo despida […] de quien me ha matado […] careceré
de conciencia…».
Javier
Marías utiliza las reflexiones para introducir citas de otros escritores o de
sus propias obras anteriores, acciones de personas reales que fueron invisibilizadas,
privadas de la vida de forma violenta. Da igual la época, nuestra memoria,
nuestra percepción es tan cruel que consigue ocultar los hechos feroces para
que nos sacudan de nuevo a salir a la luz, recordando el lamento de Quevedo en
sus versos «Soy un fue y un será / y un
es cansado», «el tiempo no avanza y
nunca olvidamos nada. Lo de hace diez años es ayer para nosotros. Es hoy mismo
incluso, está pasando».
Tomás
Nevinson ha actuado amparado en el ocultamiento, en el desdoblamiento. Cuando
tiene claro quién es en realidad sustituye al narrador de tercera persona por
el intimista de la primera, el propio protagonista no duda en culparse si es
necesario para salir de lo camuflado y vivir de forma manifiesta «Centurión hizo otra pausa a sabiendas de
que no debía […] Ese es tu verdadero nombre, como el mío es Tomás Nevinson y no
Miguel Centurión, como tampoco fue MacGowran ni Fahey, ni…».
La muerte acecha en cada página de Tomás Nevinson, su llegada, a modo de sueño que permitirá no despertar, supone un constante desasosiego aunque normalmente la leamos con tranquilidad, razonando con Centurión, razonando con Nevinson hasta estar nosotros convencidos de qué postura hubiésemos adoptado en su lugar, hasta conocer a Tomás como persona, no como perteneciente a un grupo, hasta que vemos a Javier Marías en Centurión, en Nevinson y en la propia Berta Isla y nos consideramos honrados de descubrir denuncias políticas (que muchos de nosotros exponemos solo en nuestro círculo más cercano y nos rebelamos con lo que presagiamos más efectivo, el voto), «no era el Führer, nadie lo puede ser, o quizá sí, hoy creo ver alguno en ciernes», y sentimos gratitud porque intuimos, de nada podemos estar seguros, que Marías se ha abierto algo más hacia nosotros y estamos orgullosos de ser coetáneos de otro universal de las letras.
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