Con
esta novela me ha pasado algo curiosísimo, una vez empecé a leerla no podía
parar. El estar estructurada en capítulos cortos, a pesar de su gran extensión,
me ayudaba a, inconscientemente, atreverme con otro, aun a riesgo de no poder
realizar otra tarea, o entrar tarde al trabajo. En realidad esto no es lo más
extraño, lo extraordinario es que no sabía nada de ella, me la regalaron el
mismo día que salió a la venta, sabe que no puedo resistirme al autor, y a pesar
de tener una trama política, de espionaje, sobre lo que no estoy demasiado al
tanto porque nunca me ha interesado, ha conseguido atraparme en sus páginas
como pocas novelas lo han hecho. Berta Isla es un título peculiar
pues la protagonista, que hace honor a su apellido, es totalmente paciente,
apenas desempeña nada durante el argumento se “limita” a reflexionar sobre la
situación a la que se ha visto sometida por las acciones de su marido; casada
con Tomás Nevinson, con quien inició su vida siendo casi una niña: «habían cumplido los quince cuando acordaron
salir»; y en cuanto ambos empiezan sus carreras en universidades distintas
acepta una vida de espera, de incertidumbre y soledad. Sabe que su marido ha
cambiado, ya lo notó antes de la boda; intuye al principio, advierte con el
tiempo en qué anda metido pero no conoce nada con seguridad porque nadie le
dice nada, o las confirmaciones son hechas a medias. Y sin embargo he sido
capaz de ponerme en su piel y sentir su ira, su frustración, su humillación, su
amor.
El
protagonista es su marido, personaje complicado que, como alumno de la
Universidad de Oxford se ve envuelto en un crimen que no ha cometido, pero
aparece como principal sospechoso y del que lo redimen un profesor de la
universidad y sus contactos con el MI5 a cambio de utilizar sus dotes
imitativas y su don para las lenguas, en algunos casos en los que deba salvar
la imagen de la Corona y su gobierno. Ahí empieza todo. Javier Marías consigue
que empaticemos con Tom, que entendamos la desgracia a la que el ser humano
puede estar sometido; debe elegir en situaciones extremas y, en esas
circunstancias, demostrará que las convicciones no son tan firmes, que ante
todo se intenta preservar la propia seguridad o la vida de que aquéllos a
quienes queremos; que un ser bueno, inocente, puede convertirse en el más
despiadado del universo; y, lo más triste, Marías nos recuerda que no somos
indispensables, que en cualquier momento alguien mejor, más dispuesto, más
joven, puede sustituirnos y dejarnos relegados en una niebla que terminará por
hacernos desaparecer. Javier Marías diserta, con dureza y objetividad, sobre la
inconsistencia del hombre, la levedad del ser.
El
pensamiento de Berta es la clave pues desmonta con apabullante sencillez todo
lo que el narrador omnisciente alega a favor de Tomás y del espionaje «A casi todos nos gusta creer que somos
imprescindibles, que aportamos algo con nuestra existencia, que ésta no es
inútil ni indiferente del todo. Yo misma, desde que he sido madre, me considero
una especie de heroína […] A casi todos nos gusta creer eso, pero la mayoría
sabemos que no es así. Todo eso […] funcionaría igual sin nosotros, porque
somos intercambiables y sustituibles […] Si desaparecemos no se notará nuestra
falta, el hueco será rellenado sin solución de continuidad.»
Sin
embargo, y precisamente por ser omnisciente, el narrador es objetivo, o lo
pretende al describir la lucha que Tom debe librar entre sus actos y sus
sentimientos; en los diálogos que mantiene va dejando ver su crecimiento
personal, desde la timidez más absoluta, incluso la alegría y despreocupación
propias de la edad a la seguridad en sí mismo, en su valía, hasta llegar al
punto de soberbia del que se sabe vencedor y en el que, irremediablemente algo
o alguien, en algún momento, es capaz de destronarlo. Tomás llega a conocerse a
la perfección aunque para conseguirlo haya debido darse cuenta de que en
realidad sólo cree conocerse; porque todo, incluso el hombre, tiene un punto
oculto que puede aparecer para ofrecernos otra visión de nosotros mismos: «uno se crece a medida que va cumpliendo
misiones y encargos y no sale mal parado de ellos. Casi todo éxito trae
soberbia, y uno desarrolla una sensación de invulnerabilidad, inconsciente […]
Hasta que por fin algo falla y uno fracasa. O no fracasa, pero tiene que
quitarse de en medio».
No
sólo la introspección del ser humano, también la denuncia política puebla las
páginas, no importa el país, como tampoco importa dar nombres y datos reales,
para que no se olviden —esa memoria histórica tan necesaria y que nos quieren
hacer desaparecer— «El 20 de enero (del
68) el alumno de derecho Enrique Ruano, al que tres días antes había detenido
por arrojar octavillas la temida Brigada Político-Social, murió mientras estaba
custodiado por ésta […] El Ministro Fraga y el periódico ABC se esforzaron por
presentarlo como un suicidio». «El 19
de marzo de 1988 sucedió lo que se ha conocido como la matanza de los cabos o ‘the
Corporals Killings’ […], durante el entierro en Belfast de tres miembros del
IRA […] un paramilitar unionista, Michael Stone de nombre, había atacado el
cortejo fúnebre […] por accidente, o porque desconocían las instrucciones
últimas, dos cabos del ejército inglés […]irrumpieron en la zona […] La
multitud creyó que se trataba de un nuevo ataque […] y los arrojó al suelo,
donde fueron golpeados y pisoteados […] Un fotógrafo captó ese momento, y la
foto se hizo tan famosa que la revista Life la escogió entre las mejores
imágenes de los últimos cuarenta años…»
Todos
somos capaces de convertirnos en lo que más detestamos si en un momento dado
nos dejamos llevar por la ira, por el desconocimiento y la falta de libertad
para actuar como individuos y no como masa, siempre peligrosa, siempre dominada
por alguien capaz de confundir.
Y,
como no podía ser de otra manera, no sólo encontramos denuncias políticas o
pretéritas; el autor no pierde la oportunidad de razonar sobre la sociedad
actual, egoísta «una humanidad
sobreprotegida y haragana, surgida en un plazo brevísimo después de siglos de
lo contrario: actividad, inquietud, intrepidez e impaciencia». El autor no
pierde la oportunidad de quejarse con amargura de este país «que siempre desaprovecha lo útil que tiene,
cuando no lo expulsa o lo persigue».
El
estilo es inconfundible, precisas descripciones psicológicas cargadas de
sinónimos que amplían el significado conceptual y puntuales adjetivos que, bien
como epítetos o como especificativos consiguen formar en la mente del lector
una imagen esencial que da vida a lo narrado «Estos eran los mejores periodos, los más tranquilos y satisfactorios y
mansos […] Lograba dejarla en la impremeditada cotidianeidad […] como si
fuéramos centinelas bisoños en esos turnos nocturnos de guardia que se llaman
imaginarias, quién sabe por qué, quizá porque luego le parece que no hayan
tenido lugar».
La
descripción es útil a Marías pues no sólo describe acciones o pensamientos del
protagonista sino que a veces aprovecha para divagar sobre otro asunto en el
que, por supuesto, nos introducimos, y lo pensamos y meditamos al darnos cuenta
de que hasta ese momento nos había pasado inadvertido, o sí, éramos conscientes
de un hecho concreto aunque nunca nos habíamos parado a pensar el por qué de
determinadas reacciones «basta con dejar
de ver para ya no ver claro, o no ver nada; y con oír pasa lo mismo, y no
digamos con el tacto ¿Cómo puede uno, entonces, recordar con precisión y en
orden lo ocurrido hace mucho tiempo?» Preguntas constantes que nos hacemos
desde que empezamos a leer Berta Isla
y de las que anhelamos una respuesta, por lo que ya al principio se instala en
nuestra consciencia el ansia de saber, de que incluso algunas dudas que se nos
presentan —bien de la novela bien de nosotros mismos— se resuelvan, o al menos
se diluyan, como esas guardias imaginarias, en la no realidad, en el mundo de
los sueños, en el paso del tiempo. El carácter reflexivo, grave del autor
consigue eliminar cualquier rastro de frivolidad a la vida, las ideas
filosóficas —un tanto demoledoras— son constantes en la novela «El estado natural del mundo es la guerra. A
menudo abierta, y cuando no latente, o indirecta, o meramente aplazada».
Como
también lo son dos pasiones conocidas de Javier Marías, el cine «Tomás Nevinson […] recordaba al actor
secundario Dan Duryea y se acercaba al actor principal Gérard Philipe…», «que con sus propias voces y su
pronunciación se hacían Laurel y Hardy,
el Gordo y el flaco, para la exhibición en el ámbito hispánico de sus ya viejas
películas (al fin y al cabo Stan Laurel era inglés, no americano…)».
Normalmente Tomás va a estar asociado desde un principio al séptimo arte con
todo lo que implica, cambios de vestuario, de apariencia, de voz, de lugares…
alguien propicio para el camuflaje y la ocultación, para ser y no ser al mismo
tiempo.
Asimismo
la literatura, la poesía de T.S. Eliot va marcando su vida, y es a lo largo de
ella cuando logra entenderla, como el poema que aparece en Litstle Gidding, y
que en un principio ve un galimatías «Ceniza
en la manga de un viejo […] El polvo suspendido en el aire señala el lugar en
el que terminó una historia […] Porque las palabras del año pasado pertenecen
al lenguaje del año pasado y las palabras del año que viene esperan una voz
distinta».
Por
otro lado Shakespeare es una guía constante en la novela, no podía ser de otro
modo; Berta estará relacionada al genio universal desde el principio «entre sus conocidos […] lograba hacerlos
creer que lo peor que podría pasarles sería perderla a ella […] No es que en
eso fuera una artera, una especie de Yago que dirige y manipula y engaña con el
persistente susurro al oído, en modo alguno». Y es que es a Shakespeare, y más
concretamente a su obra Enrique V, la
que utiliza para hacerle ver a Tom que está actuando sin personalidad,
limitándose a realizar lo que le mandan sin pensar «Esos soldados saben que sirven al Rey […] y están bien dispuestos […]
como tú desde hace años a servir a tu querida Inglaterra, tan inesperadamente
querida […] Y uno de ellos anuncia: “Arduas cuentas habrá de rendir el Rey si
no es buena causa la de su guerra”…».
No
cabe duda de que Berta Isla lleva el
sello de su autor; el espíritu crítico en la concepción intocable de la
monarquía, así como el sentido de la justicia se trasluce de las palabras de
Wheler, un espía que, al servicio de la Corona, actúa sin escrúpulos porque
sabe qué hay detrás de todo «La verdad no
cuenta, porque se trata de que decida sobre ella, de que la establezca alguien
que nunca sabe cuál es: me refiero a un juez».
La
aceptación del destino como algo irremediable, de lo que no podemos escapar es
la carta de presentación de Tomás Nevinson, así lo siente Berta porque así se
muestra él «mira sus días con
indiferencia, sabedor de que sorpresas grandes o gratas no le van a traer».
Intuimos
en Berta —y creo que en Marías— la comprensión hacia determinados actos que nos
vemos obligados a hacer aunque sea en nuestro detrimento «La alternativa es renunciar a él […] Desentenderme de sus andanzas […]
de cómo le vaya en su porción de mundo elegido y secreto, que no es el mío ni
lo puede ser; […] lo que será siempre arrugado y brumoso o ni siquiera: será
pura oscuridad». Berta decide, ante la pervivencia o no de su marido,
seguir viviendo en el recuerdo, en un presente que es pasado. Nada la ha hecho
volver a la realidad de los demás. Su vida es una letanía de recuerdos tristes
que el autor acrecienta con la anáfora «Cuántas
penalidades habrás pasado […] Cuántas infamias [...] Cuántas noches en vela […]
cuántas pesadillas […] Cuántas mujeres […] Cuántos secretos […] cuántas muertes
habrás causado…».
La
confusión entre lo real e irreal no pertenece a Tomás, ni es exclusivo de
Berta, todos, en determinados momentos no sabemos a qué atenernos, qué es lo
que nos rodea y si pertenece a lo material o al producto de nuestra
imaginación; de nuevo los clásicos, de nuevo Shakespeare, de nuevo Marías: «Podemos vivir en un continuado error, creer
que tenemos una vida comprensible y estable y asible y encontrarnos con que
todo es inseguro, pantanoso, inmanejable, sin asentamiento en tierra firme; o
todo una representación…».
Pocos
autores consiguen lo que él, con un estilo impecable es capaz de unir la vida
privada con la laboral como si de una sola se tratara. Que lo es. Es capaz de
encajar los temas más sórdidos, la política, el espionaje, las acciones
criminales ocultas según intereses, en una historia de amor. Es capaz de unir a
Tomás y Berta en la voz narrativa de la mujer, cómo no sabe nada y lo sospecha
todo, cómo se siente maltratada, humillada y perdona u olvida porque sabe que
él también ha sido maltratado y humillado y ha podido perdonar u olvidar, que
no es lo mismo, aunque tenga la misma consecuencia: el miedo.
Fantástica reseña. Ahora que he leído el libro, sólo puedo decir que tu comentario es sensacional y la novela propia del genio sin par que es Javier Marías. Qué perfección en la escritura, cómo utiliza siempre la palabra idónea, pero ¡buf! vaya historia, es tremenda, qué forma de destrozar la vida de un par de prometedores e ilusionados jóvenes. En fin, discrepo totalmente del académico de Tegucigalpa que le dijo a Marías que su mejor novela era la primera y que “Todo lo que ha escrito luego, sí, muchas idas y venidas, un habilidoso artesano, pero sin la frescura de aquella” y una vez más me sumo al grito cada vez más extendido de EL PRÓXIMO NOBEL DE LITERATURA PARA JAVIER MARÍAS.
ResponderEliminarGracias una vez más por compartir tus comentarios, son mi mejor guía de lectura.
Hasta pronto.
Estoy de acuerdo en que a Marías hay que concederle el Nobel, y también con tu conclusión de que a veces la vida es injusta con alguien prometedor. Lo horrible es pensar en que algo, alguien la mayoría de los casos, puede destrozar no sólo ilusiones sino conseguir que seas la persona más despreciable del mundo sin quererlo.
EliminarGracias siempre a ti. ¡Seguimos leyendo!