domingo, 1 de julio de 2018

DONDE FUIMOS INVENCIBLES




No había leído nada de María Oruña, pero al ojear la contraportada me lancé; siempre me han gustado las historias de misterio, la novela policíaca, el género negro y, además, a pesar de no creer en otra vida que no sea ésta, o en transformaciones del alma o espíritu, he de confesar que me he sentido atraída por los fenómenos paranormales percibiendo, según la época en la que me encontraba, miedo, curiosidad o deseo de que existieran, pero científicamente está comprobado que no; que no existen otras experiencias al margen de las racionalmente verificadas, como movimientos psicológicos que crean efectos ideomotores, visiones alucinatorias producidas por un déficit en el estado mental, presencia de iones en la atmósfera, corrientes de aire, cambios de temperatura o escapes de monóxido de carbono, sobre todo en calderas antiguas, que pueden producir desde dolores de cabeza hasta la muerte, pasando por alucinaciones. No obstante aun sabiéndolo me gusta leer sobre todo esto, e imaginar que en determinados momentos pudiera ocurrir algo extraordinario. Así pues, novela policíaca y asunto paranormal prometía todo un reto. Por eso he leído Donde fuimos invencibles y he de confesar que me ha costado trabajo analizar la novela porque, de entrada no la calificaría como negra o policíaca; es verdad que hay dos muertos nada más empezar y es cierto que el caso lo lleva la teniente Valentina Redondo, pero en realidad no es ella quien lo resuelve sino un cúmulo de casualidades en las que una serie de personajes se ponen a investigar, cada uno por diferentes motivos. Así pues, no se me ocurría cómo indagar en esta historia, pues ni siquiera se ajusta a las normas que en 1926 S.S. Van Dine dio para escribir una novela policíaca, todas ellas cumplidas a rajatabla en El caso del asesinato de Benson. De hecho el lector se pierde en ocasiones leyendo largas explicaciones del narrador que deberían poder deducirse de los hechos «Cuando el escritor se quedó a solas, intentó evaluar su situación. Quizás aún estuviese a tiempo de encarrilar su vida […] Pero no, quizás no abrió ella la puerta. Tal vez fuera él quien la había dejado así la noche anterior […] Todo tiene un origen, y lo que somos, nuestras cualidades y vergüenzas no es más que el resultado del andamiaje que nosotros mismos hemos construido…»

De hecho el lector queda decepcionado en más de una ocasión; durante todo el argumento se presentan e indagan en dos asesinatos por lo que vamos buscando la relación entre ambos, cuando en realidad se trata de un crimen, que se comete casi de casualidad.

No estamos ante una investigadora seria, o si lo es, no lo percibimos pues la novela está estructurada en tres subnarraciones, de forma que conocemos casi mejor la vida de la teniente y la de todo el pueblo que los pasos dados para la investigación de los hechos. Podemos diferenciar tres historias con tres narradores distintos. En un intento metaliterario Carlos Green escribe en primera persona protagonista El ladrón de olas, novela autobiográfica en la que predomina la evidencia, en ella lo cuenta todo incluso aquello que se sobreentiende «Al final, me había dejado, pero no me constaba que tuviese nueva pareja y tampoco había tenido hijos […] ¿Y si fuese yo, con mis delirios existenciales?».

La segunda historia es la de los muertos aparecidos en el palacete de Carlos Green (quien por otro lado nunca es sospechoso de nada).

Y la tercera es la que protagoniza el profesor Machín al dar un curso de sucesos paranormales. Estas segunda y tercera se unen cuando Green contrata a los alumnos del curso como investigadores  sobre diferentes sonidos, sombras y movimientos que ocurren sin más en su casa. Por supuesto el alumno convencerá a Machín para que acuda al lugar a cerciorarse de que es verdad o si por el contrario existe alguna explicación científica. El narrador de estas dos historias es omnisciente a veces, otras simplemente utiliza la tercera persona, lo cual resta emoción a la historia que, aprovechando los tres focos, podría haber adoptado una polifonía narrativa más enriquecedora; porque en general, a Donde fuimos invencibles le falta ritmo; más que suspense está plagada de sentimientos «Me acerqué y la besé en los labios con pasión, entregado. Al principio, me devolvió el beso, pero terminó por apartarme», o de explicaciones científicas, que aunque no venga mal enterarnos del por qué de las sensaciones paranormales, tanta ilustración le resta tensión a lo que luego va a ocurrir a posteriori: «McCraty, con un simple magnetómetro, midió el campo magnético del corazón […] es cinco mil veces más potente que el del cerebro […] nuestro cerebro es un instrumento físico y eléctrico que podría contar con suficiente potencia como para ocasionar efectos sorprendentes […] En los años noventa, un joven se dio cuenta de que, siempre que pasaba ante una farola de un parque, esta se apagaba».

No sólo datos científicos, la aventura cuenta con alusiones directas a otras obras de la novela negra, El resplandor, Diez negritos «Se preparó para recibir al que parecía perfilarse como el octavo negrito», El guardián entre el centeno, Otra vuelta de tuerca «La historia de fantasmas más rara que yo he leído, la verdad, de Henry James. Al final no sabes muy bien si los fantasmas existen o no, o si es que la institutriz está como una cabra». ¿Por qué  estas menciones y no simples guiños? No deja nada a la imaginación del lector ni lo obliga a esforzar su cerebro. No creo que la autora  intente compararse, al citarlos, con Stephen King, Agatha Christie o Henry James, más que nada porque a Valentina Redondo le falta carisma «—Tienes razón, es una posibilidad. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Y él más que nadie tiene que saber qué hay en este palacio […] Valentina suspiró y movió la cabeza en señal negativa —No lo sé, Riveiro, no lo sé. Pero, de momento, todo son divagaciones; vamos a centrarnos y a hablar con el escritor, ¿de acuerdo?» (Teniendo en cuenta que la novela tiene 414 páginas, que piense en centrarse en la 247 le quita algo de interés).

Finalmente Valentina descubre al culpable mediante una asociación de palabras de palabras del profesor Machín con otras dichas por el profesor de surf y otras del propio Carlos Green; es decir, el caso se resuelve por casualidad; de hecho, es el novio de Valentina, Oliver, quien queda como el héroe de la historia. Por otro lado el lector anda, o continúa, perdido pues el asesino no tiene un papel relevante, no estamos familiarizados con él por lo que desviamos nuestra atención, es la persona menos interesante de todos los personajes, de ahí que el enigma se pierda a lo largo del argumento (o los argumentos), plagado de cuestiones secundarias que empiezan a atraernos y a las que luego se les saca poco partido (el caso de Muriel, la médium, está desaprovechado según mi opinión); las clases de Machín y sus alumnos podrían haber servido exclusivamente para resolver los asesinatos si hubiera predominado la fantasía sobre la razón y, en cuanto a Carlos Green creo que es el verdadero protagonista, quien tiene verdaderos altibajos en su vida de los que nos enteramos, de forma velada desde el comienzo de la novela «había lanzado incontables piedras en demasiados charcos equivocados […] y ahora […] había aparecido aquella mujer. ¿Se estaría volviendo loco?» «—Señor Green, disculpe, pero… ¿con quién habla?», y al que salvan entre Oliver y Álvaro Machín.

En cuanto a la prosa utilizada es sencilla a menudo. Los diálogos pretender ser rápidos, aunque a veces pequen de bromas que, en realidad no vienen a cuento, dejando entrever una personalidad algo infantil, por despreocupada, de Oliver:

Dígame Matilda …
—… Mire no sé si es importante o no, pero desde luego es raro, así que he preferido contárselo.
—Si algún huésped ha pedido sangre para el desayuno y tiene unos colmillos muy exagerados, le advierto que tenemos ajos en la despensa
Asimismo aparecen expresiones un tanto ingenuas, sobre todo teniendo en cuenta que vienen de una policía

—No sé quién es la princesa Soraya —reconoció Valentina bostezando
—Ah, pues la exmujer del Sah de Persia, lo he visto en internet
—¿Todo eso está en internet?
—Como lo oyes …

(Y yo me pregunto ¿de qué época sale Valentina?)

En otras ocasiones, la mayoría de las intervenciones del profesor Álvaro Machín por ejemplo, o las de Clara, la forense, son casi estrictamente técnicas

—Ah, eso. Pues verás, es que los ojos tenían el signo de Somer-Larher.
Valentina enarcó las cejas, evidenciando que iba a necesitar una explicación más detallada.
—El signo de Som… bueno da igual. Cuando un cadáver ha tenido los ojos abiertos, al perder hidratación sobre el deceso…

Determinadas explicaciones a una policía investigadora resultan exageradas pues ésta se supone familiarizada con términos a los que se enfrenta a menudo, por lo que dichos diálogos son esclarecimientos dirigidos al lector que restan agilidad a la trama.

 Es una pena que durante la lectura no percibamos lo que afirma el narrador

—Valentina —le cortó Clara, acostumbrada a que la teniente Redondo trabajase de forma acelerada—

De vez en cuando la narrativa es algo engolada, con un vocabulario no demasiado actual, casi en desuso

Pensó con nostalgia que la juventud era pura energía, un tesoro inigualable. Después, en la senectud, ya sólo éramos destellos de aquello que antaño había brillado tanto.

Y en determinadas ocasiones el narrador pretende argumentar, apoyándose en la autoridad, para seguir utilizando un léxico culto plagado de metáforas «Hay antropólogos que afirman […] Su relación con Oliver había suavizado las aristas protectoras de su propio carácter, que durante su juventud se había forjado con muros férreos y casi inexpugnables. Qué curioso: ahora que se había librado de parte de sus gélidas corazas…»

Por último, puede que no sea fallo de la autora, pero creo que cada vez se concede a la gramática menos importancia, por eso me atrevo a comentar algún equívoco en la nomenclatura pues «JACRIAMO» no son «las siglas de Jane, de Cristina que era su hija… y de Amo, el apellido de su marido» sino el acrónimo.

Y algún error de puntuación «—Oye, ya he visto al juez ese casi adolescente que ha venido al levantamiento» (la aposición explicativa debería ir entre comas) o de ortografía «El tiempo justo para echar un quiqui y ala, para casita» (¿y la h, esa incomprendida?).

Por todo esto, no creo que sea una verdadera novela negra, podría ser una novela juvenil, tan prolija en explicaciones para adoctrinar a los adolescentes, que por otro lado deberían informarse en los libros adecuados. La literatura está para soñar.

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