Ricardo y Liduvina son los eternos
novios de comienzos del siglo XX, cuando determinadas actitudes no estaban
permitidas por considerarse indecorosas socialmente. Sobre todo, la mujer no
debía solo ser honesta sino “parecerlo” por lo que el noviazgo era una espera
en la que las mentes de los jóvenes imaginaban situaciones que se harían
realidad en un futuro. El problema llegaba cuando el futuro disponía otros
arreglos. Los matrimonios se encontraban entonces con pocas opciones de
felicidad conyugal. Miguel de Unamuno
expone otra situación de amor familiar en la primera mitad del siglo XX.
Una historia de amor
comienza con un narrador que, en tercera persona, notifica al lector la penosa situación
por la que está pasando una pareja. El pesimismo inicial es presagio de un
final desgraciado aunque habremos de llegar a él para ser testigos de lo que
ocurrirá, «Hacía tiempo ya que a Ricardo
empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja
pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido». En este comienzo
observamos ya el desamor de Ricardo, el despectivo “amoríos” da fe de ello así
como el campo semántico “negativo” de amor (largas paradas – reja – peso –
deber). La relación parece impuesta, aunque sea por el acomodo de ellos mismos.
Ricardo y Liduvina se vieron envueltos
en una relación, llevados por la urgencia de salir de sus casas y empezar una
nueva vida instaurando su propia familia. Ambos tienen buenas intenciones
aunque les falta la pasión amorosa. Pensando que Liduvina se escandalizará y
romperá la relación, Ricardo le propone fugarse y ella, lejos de rechazarlo,
acepta, con la esperanza de que la pasión vendrá con el día a día. De esta
forma se van de casa y, solo les hace falta un día para confirmar que no están
enamorados. Ricardo cree que realmente tiene vocación religiosa y Liduvina
entra en un convento de ursulinas porque pocas opciones más le quedan. En sus
respectivos conventos tendrán tiempo de reflexionar sobre el amor familiar, el
romántico y el divino; sobre el egoísmo humano; sobre el sacrificio que hemos
de hacer para seguir las normas sociales; sobre el conflicto existencial entre
las necesidades del alma y del cuerpo.
En esta novela corta, Miguel de
Unamuno dejó el estilo caracterizador de sus grandes novelas. El existencialismo
del autor se refleja en Ricardo y Liduvina, en la lucha personal que mantienen.
No se ven a sí mismos sino que se pierden en pensamientos angustiosos que dejan
asomar en todo momento el conflicto entre la razón y la fe que el propio autor
sostenía, «Había nacido para apóstol de
la palabra del Señor y no para padre de familia; menos para marido y,
redondamente, nada para novio».
La narración nos cautiva desde el
primer momento por el humor, la ironía y el misterio. A esto se le suma algún
ejemplo de la realidad, que aporta una prosa clara y visual. El ritmo pausado
del narrador, se acelera con los diálogos y en ocasiones con anáforas
paralelísticas que se van alargando mientras remarcan un tiempo infinito, «…aun cuando no se viesen, aun cuando no
volviesen a cruzarse […] aun cuando no volviesen a saber el uno del otro».
A lo largo de la trama aparecen emociones antitéticas que se acercan bastante a las inseguridades del hombre; cuando Ricardo y Liduvina se van juntos, se sienten separados, mientras que cuando se separan se sienten cada vez más unidos y comprenden las razones del otro para actuar como lo hizo. La tensión entre la pasión espiritual y la corporal va creciendo conforme avanza la novela. También aumenta el conflicto entre vocación, soberbia y egoísmo, «Creíase un nuevo Agustín, habiendo pasado, como el africano, por experiencias de pasión carnal y del terrestre amor humano […] Parecíales que fray Ricardo buscaba singularizarse, y que en su interior los menospreciaba». Realmente la soberbia de Ricardo vence a la envidia del resto de frailes, seduce a todos quienes escuchan sus sermones pero él y Liduvina saben que en el fondo no hay más, es simplemente un buen orador, esa era su ambición, esa ha sido la causa por la que se han visto privados de una vida en familia, y esa es la razón de que se sienta admirado pero no querido.
Solo cuando fray Ricardo va a predicar
al convento de sor Liduvina, el sermón se convierte en un examen de conciencia
en el que metafóricamente le pide perdón y ella es capaz de interpretarlo todo
y reflexionar tanto sobre su actitud como sobre la de él. Cuando ambos llegan
al amor divino es cuando entienden el humano. La novela es un relato intimista
de la pareja pues hay una introspección constante de los personajes, que
trasladan al lector quien, en todo momento reflexiona sobre lo ocurrido. El
Unamuno filósofo está presente, dejando que sea Liduvina, sobre todo, la que
aborde la existencia con un sentido más pesimista «Fuése a la lejana y escondida villa de Tolviedra, colgada en un
repliegue de la brava serranía, y se encerró entre las cuatro paredes de un
viejo convento que antaño fue de benedictinas. En la huerta había un ciprés
hermano del […] ciprés de sus mocedades». No solo su vida es monótona y
apartada. El ciprés, símbolo de unión con el cielo en un intento de igualar la
vida terrenal a la eterna, es lo que la representa, ella ansía «un mundo sin tanto lodo y tanta falsía, sin
silencio de madre, sin ceño de hermana sin egoísmo de novio, sin envidias de
compañeros», de hecho los lugares que ocupa ella en la novela son símbolos
de falta de libertad: su casa, las paredes de la fonda donde se hospedan, la
tapia del convento, la reja, la cortina de la capilla… La mujer acusa la
prisión terrenal frente a la eterna imaginada. Ella reside en el mundo como una
transición a la libertad que da la mortandad. Está para sufrir un duelo constante
del que tendrá el consuelo en la vida eterna.
El narrador, en tercera persona
omnisciente, es apasionado, directo, con un razonamiento que marca la
naturaleza cambiante del ser humano. Es un narrador movido por la mano del
autor que relata cómo sor Liduvina adopta la posición que vimos en La tía Tula, obsesionada con la
maternidad como forma de persistencia. Un narrador que juega con el lenguaje a
su antojo, con aliteraciones que resaltan el significado de los conceptos «rivalidad ingenua de madres marradas»; sinestesias
que intensifican uno de los sentidos, «oscura
tristeza»; comparaciones con predicadores reaccionarios, fuertes, que
aportan verosimilitud a la historia: Savonarola, Monsabré, Lacordaire. El
diálogo es menos prosopográfico que de identidad porque importa, ante todo, el
espíritu.
El vocabulario está salpicado de
palabras cultas, que se entienden a la perfección, y de neologismos, como el
impuesto por Juan Ramón Jiménez «recojimiento,
recojida».
Por todo ello, es bueno leer a Unamuno
y reflexionar con él sobre el sentido trágico o cómico de la vida. No defrauda.



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